– Ah, El Exorcista, si no me equivoco -murmuró Lucas-. Una entidad que muestra semejante aprecio por la cultura pop contemporánea es de admirar. -Levantó la voz para que pudiera oírse por encima de los gemidos-. Tu nombre, por favor.
– ¡Mi nombre es guerra! ¡Mi nombre es pestilencia! ¡Mi nombre es miseria y dolor y tormento eterno!
– Tal vez, pero como forma de presentación, es un poco incómoda. ¿Cómo te llaman tus amigos?
– Esus -dije yo.
El cadáver se volvió hacia mí y se sentó más derecho.
– Sí, gracias a vosotros. -Miró fijamente a Lucas-. La bruja sabe quién soy.
– Y, al parecer, tú sabes quiénes somos nosotros -replicó Lucas.
– Yo soy Esus. Lo sé todo. Te conozco a ti, conozco a la bruja y conozco a la nigromante. -Observó a Jaime-. He visto tu función. No está mal, pero podría tener un poco más de emoción.
La voz de Esus había perdido su resonancia oratoria y se había acomodado a una extraña mezcla de dialecto escocés y estadounidense: el discurso de un espíritu antiguo que sentía placer en adaptarse a los tiempos. Jaime se acercó y se puso a nuestro lado.
– De modo que tú eres un…
– Una deidad druida -repuse yo-. Esus, dios de los bosques y las aguas.
– Me agrada la bruja. Hablaré con la bruja.
– Y nosotros hablaremos con Everett Weber -dijo Lucas.
– No, no hablaréis con él. Os di la oportunidad de hablar con Weber, ¿y qué es lo que habéis hecho? Casi provocasteis que se lo cargara la banda de matones de una camarilla. ¿Pero interferí acaso? No. No intervine y permití que detuvieran a mi acólito, porque confié en que vosotros lo sacaríais de allí. -El cadáver levantó las manos-. Y, sí, lo hicisteis. ¡Pero muerto!
– Es verdad. -Me acerqué al cadáver redivivo tanto cuanto me atreví-. Pero, puesto que lo sabes todo, sabes también que no fue culpa nuestra. Hicimos cuanto pudimos con la información de que disponíamos.
El suspiro de Esus hizo volar trozos de carne marchita del cuello torcido del cadáver.
– Lo sé. Pero a pesar de ello no puedo dejaros hablar con Everett. Está un poco traumatizado en este momento, recién muerto y todo eso.
– Es comprensible -dije-. Pero realmente necesitamos hablar con él, y éste es el momento más oportuno.
– No puede ser, niña. Pide todo lo que quieras, pero no voy a cambiar mi decisión. Por supuesto, todo cuanto sabe Everett lo sé también yo, de modo que puedes preguntármelo. Aunque por supuesto, pagarás un precio.
– No, no -dijo Jaime-. No entraremos en tratos con el diablo. Sobre eso ya he aprendido una lección.
El cadáver la miró con ira.
– Yo no soy el diablo. Ni un demonio. Ni ningún fantasma grotesco. Yo soy… -Esus cruzó los brazos-. Un dios.
– Muy bien, entonces ¿qué es lo que quieres? -preguntó Lucas.
– ¿Qué crees que quiero? ¿Qué quieren todos los dioses? Un sacrificio, por supuesto.
– Dejaré el alcohol durante una semana -dijo Jaime.
– Ja, ja. Podrías utilizar un poquito de ese humor en tus funciones. A mi modo de ver, hay en ellas demasiada sensiblería. Una buena broma con algún cadáver de vez en cuando las haría más interesantes. Como dios druida, exijo un verdadero sacrificio. Un sacrificio humano. -Miró a Lucas-. Tú servirías.
– Seguro que sí. Pero nada de sacrificios humanos.
– Una cabra, entonces. Aceptaré una cabra.
Jaime miró a nuestro alrededor.
– ¿Te daría igual un caimán?
– Nada de sacrificar seres vivos -dijo Lucas-. De ninguna clase. A cambio de respuestas claras y comprensibles a nuestras preguntas te ofreceré cuarto litro de sangre.
– ¿Tuya?
– Por supuesto.
Esus contrajo los labios.
– Medio litro.
– Cuarto antes y cuarto después.
– De acuerdo.
* * *
Esus dio instrucciones para que preparásemos el círculo para el sacrificio. Luego ayudé a Lucas a sacarse la sangre. Sin remilgos. Había pasado muchas horas de voluntaria en clínicas de donantes de sangre, pero nuestros métodos esa noche fueron digamos que un poco más primitivos, ya que utilizamos un cortaplumas y un sostén. Como torniquete, no hay prenda de ropa que sea más adecuada, ni hay tampoco ninguna cuya falta se advierta menos. Y si llegaba a mancharse, bueno, nunca me he opuesto a la posibilidad de darle más atractivo a mi lencería.
Una vez que se hubo extraído la sangre, desaté el torniquete de emergencia y lo coloqué sobre la herida. Lucas levantó el brazo para disminuir el flujo, y luego se volvió hacia Esus.
– ¿Suficiente? -preguntó Lucas.
– Seda roja -dijo Esus-. Muy bonita. Imagino que hay unas bragas que hacen juego. -Su mirada se deslizó hacia mí, con una sonrisa que fue tornándose lasciva, lo cual, considerando que él estaba aposentado en el destrozado cadáver de una anciana, no era muy halagador-. Quizá me he equivocado de sacrificio.
– Lo siento, aquí no hay vírgenes -dije.
– A mí nunca me han atraído mucho las vírgenes. Y siempre preferiré la seda roja a las puntillas blancas. Podrías dejar aquí a la señorita bruja, y tú y yo…
Lucas se aclaró la garganta.
– ¿Qué es lo que puedes decirnos sobre el asesino?
– ¿Te asusta la competencia?
Lucas recorrió con una mirada intencionada la forma corpórea adoptada por Esus y dijo:
– No, realmente no.
– Bueno, ya encontraría yo un cuerpo mejor, por supuesto. -Esus se dirigió a mí-. ¿Rubio o moreno?
– Me gusta lo que tengo -dije-. Lo siento.
– Bueno, también puedo hacerlo. No le veo el atractivo, pero…
– Teníamos un trato -dijo Lucas-. Vamos a ver: encontramos listados con los nombres de jóvenes de las camarillas en el ordenador de Everett y un programa que seleccionaba víctimas potenciales. Lo que queremos saber es…
– Quién compró los datos -contestó Esus. Cerró los ojos y entonó un suave canturreo sosteniendo la nota durante unos segundos-. Lo que tú buscas puede hallarse en una tierra en la que no habitan ni los muertos ni los que viven eternamente. Como tú, aunque no como tú. Un cazador, uno que acecha, un corazón de animal en un…
Lucas se aclaró la garganta.
– Tal vez podrías definirlo de un modo claro y comprensible.
– Tal vez deberíamos definirlo de modo oscuro y aburrido. -Lucas le miraba sin responder, y Esus suspiró-. Vale, como tú quieras. Es terrestre. Humano. Ahora bien, hay información que ni siquiera el mismo Everett podría darte porque nunca ha visto a ese hombre. Lo vi fugazmente en el tribunal, cuando asesinó a ese muchacho. Los malditos chamanes de las camarillas me pusieron una barrera para mantenerme alejado, de modo que no pude ayudar a Everett. Estaba tratando de encontrar una grieta en el blindaje cuando el tipo cogió al chaval. Pero no pude verlo bien.
– ¿Por qué no? -preguntó Jaime-. Pensé que lo veías todo.
– Lo sé todo, pero no lo veo todo -respondió al instante-. Soy un dios, no Papá Noel.
– Pero si lo sabes todo… -empezó a decir ella.
La toqué con el codo para que guardase silencio. Dudaba que los dioses, incluso las deidades menores celtas, vieran con buenos ojos que se les señalaran sus limitaciones.
– Volvamos entonces a los archivos. ¿Cómo surgió ese asunto?
– Como surgen muchos trabajos. A través de la red. Después de que los Nast echaran a Everett…, ah, ¿y sabéis por qué lo echaron? Porque el amigo de un hechicero quería el trabajo para su cooperativa. Obviamente, a Everett no le sentó nada bien. Buscaba alguna venganza, y tal vez lo hizo demasiado público. Ese tipo se enteró, lo llamó y le preguntó a Everett si quería ganarse un dinero entrando en los archivos de empleados de las camarillas. Everett se imaginó que el tipo estaba buscando reclutar empleados de las camarillas. Es algo que ocurre todo el tiempo.
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