– Bueno, no soy precisamente la nigromante que fue mi abuela. Y, por supuesto, la imagen que doy no gusta demasiado a las camarillas. Cuando empecé a tener fama, querían que cancelara mis actuaciones. Lucas me ayudó con eso. Ahora me dejan en paz.
La cerradura de la puerta hizo un clic. Lucas la abrió con el pie, ocupadas ambas manos con una bandeja de alimentos. Jaime lo observó por un momento mientras se afanaba, y luego se puso de pie de un salto y se acercó a echarle una mano.
– ¡Hummm…!, eso huele de primera -dije-. ¿Sopa?
– Sopa de pescado. No exactamente del nivel a que estás acostumbrada, pero se trataba de esto o de guisantes.
– Has elegido bien. -Levanté un vaso de cristal de líquido rojo rubí-. ¿Vino?
– No mientras estés tomando esto -dijo colocando mi frasco de medicación sobre la bandeja-. Es zumo de arándanos. El postre es natillas, una alternativa más atractiva que el budín.
Le sonreí.
– Eres el mejor.
– Sin duda -dijo Jaime-. La última vez que estuve enferma, el tipo con el que estaba saliendo me trajo una botella de gaseosa… y esperaba que se lo retribuyera.
Lucas le pasó a Jaime una taza y unas segundas natillas que tomó de mi bandeja.
– Si quieres alguna otra cosa, la cocina estará abierta unos minutos más. -Junto al café colocó un platito con recipientes de crema y azúcar-. Y no, no es preciso que me lo retribuyas.
– No cabe duda de que salgo con los tipos equivocados.
Lucas comenzó a desenvolver su sandwich y luego se interrumpió.
– ¿Queréis que comamos en el camino?
– Diez minutos no van a suponer una gran diferencia. Cómete tu sandwich y luego nos vamos.
– ¿Irnos adónde? -preguntó Jaime.
Le comenté las pruebas que teníamos contra Weber y que estábamos seguros de que él había conseguido esas listas para el asesino.
– La única manera de descubrir quién quería esas listas es hablando con Weber. Y tú eres la que puede hablar con él. ¿Te parece bien?
– Sí, claro… ¡Cómo no! Creí que empezaríamos poniéndonos en contacto con Dana otra vez, pero bueno, me parece que tiene más sentido que lo hagamos primero con el Weber ese. Sabemos dónde está enterrado, ¿verdad?
– Oh, estoy seguro de que todavía no lo han enterrado -dije.
– Sí lo han enterrado -dijo Lucas-. Son las normas de las camarillas. Entierran a sus muertos inmediatamente.
Jaime afirmó con la cabeza.
– Si no, sería como abrir la puerta de Tiffany's e irse a pasar la noche en casa.
Lucas captó mi mirada, que expresaba confusión.
– Los nigromantes consideran que los restos de los sobrenaturales son reliquias sumamente valiosas.
– Así es -respondió Jaime-. Otra gente va al mercado negro para conseguir DVDs y diamantes. Nosotros los nigromantes solemos comprar partes de cuerpos en descomposición. Otra razón por la que todos los días doy gracias por este don increíble que he recibido. -Rebañó la cazuelita de natillas y chupó la cuchara-. Bueno, esto no era exactamente lo que yo tenía pensado para la noche, pero que así sea. Ya es hora de despertar a los recientes difuntos.
* * *
Jaime acababa de terminar su último show en Orlando cuando llegaron a sus oídos las últimas noticias sobre Weber. Entonces alquiló un coche para hacer el viaje de trescientos veinte kilómetros hasta Miami, de modo que ahora teníamos un vehículo. Lucas condujo porque era el único que sabía dónde encontrar el cementerio. Pero, como pronto descubrí, no era ésa la única razón. Cuando llegamos a los aledaños de Miami, Jaime se cubrió la cara con un antifaz para dormir. Al principio pensé que iba a echar un sueñecito. Luego comprendí que permitir que un nigromante supiera dónde enterraba a sus muertos una camarilla constituía una grave infracción de seguridad. No es que yo imaginara a Jaime recorriendo un cementerio iluminado por la luna pala en mano, pero la tuve aún en mayor estima cuando advertí que se vendaba los ojos para no poner a Lucas en una situación comprometida.
La Camarilla no enterraba a sus muertos en un cementerio municipal… ni en ningún otro cementerio reconocible. Lucas condujo el automóvil más allá de los límites de la ciudad y luego dio tantas vueltas que yo también me sentí perdida aun sin tener los ojos vendados. Por fin, salió del camino y tomó un angosto sendero de tierra que estaba flanqueado a ambos lados por pantanos. Más de un kilómetro después, el sendero llegaba a su fin. Miré por la ventanilla.
– ¿Es éste el cementerio? -pregunté.
Lucas dijo que sí con la cabeza.
– No favorece mucho las visitas, pero los caimanes suelen desalentar a los intrusos.
– ¿Caimanes? -Jaime se quitó el antifaz-. ¡Dios mío, estamos en medio de los malditos Everglades!
– Para ser precisos, en la periferia. Los Everglades están constituidos principalmente de llanuras cubiertas de juncias, y no de tierras pantanosas como las que veis aquí. Éste sería el pantano Big Cyprus, que se encuentra técnicamente ubicado fuera del Parque Nacional Everglades.
– Bueno, lo diré entonces de otra manera. ¡Dios mío, estamos en medio de un maldito pantano!
– A decir verdad…
– No lo digas -dijo Jaime-. No estamos en medio de un pantano, estamos en un lateral, ¿no es verdad?
– Sí, pero iremos hasta el medio, si eso te hace sentir mejor.
– Oh, créeme, me hace sentir mucho mejor. -Echó un vistazo a la oscura confusión de árboles, plantas colgantes y agua estancada-. ¿Cómo diablos vamos a meternos en el medio?
– Tenemos que usar el bote inflable. -Lucas me miró-. Si ves un caimán, tu nuevo hechizo de shock debería resultar altamente disuasorio.
– Estupendo -dijo Jaime en voz baja-. ¿Y qué se supone que debemos hacer nosotros, los que no tenemos la posibilidad de lanzar hechizos? ¿Correr para salvar el pellejo?
– Yo no lo aconsejaría. Un caimán mediano es más veloz que cualquier ser humano. Ahora bien, Paige, si pudieras lanzar un hechizo de luz podríamos ir hasta donde se encuentra el bote.
Lo siento. Aquí no hay vírgenes
Tras muchos esfuerzos por hacerlo arrancar, Lucas nos persuadió de que era seguro subir al bote e iniciamos el recorrido que nos llevaría al cementerio. El camino me recordó a un Túnel de los Horrores al que fui una vez, uno de esos en los que se viaja en total oscuridad. No hay nada que se te eche encima, pero eso no lo hace menos terrorífico, porque durante todo el tiempo estás tenso, esperando que se produzca el susto mayúsculo. Nunca he comprendido bien el atractivo de provocarse intencionadamente un susto que lo lleve a uno a conductas ridículas, pero en tales recorridos al menos sabes que no hay nada que pueda hacerte daño. Esto no ocurría en los Everglades. Estaba oscuro y olía mal, e íbamos a gran velocidad bajo ramas de las que colgaban enredaderas viscosas que nos rozaban el cuello como dedos de fantasmas. Dondequiera que se mirase, se veían árboles y agua, kilómetros y kilómetros de ambas cosas en todas las direcciones. Es cierto que no hay peligro de ahogarse. Antes actuarían los caimanes.
No me pregunten cómo sabía Lucas adónde se dirigía. La combinación de mi hechizo de iluminación y el farol del bote no iluminaba más de tres o cuatro metros por delante de nosotros. No obstante, a pesar de la falta de indicadores obvios, Lucas conducía el bote con pericia entre tantas curvas. Unos veinte minutos después, disminuyó la marcha.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– Hemos llegado.
– ¿Adónde demonios hemos llegado? -preguntó Jaime, apoyándose en la borda del bote-. Lo único que veo es agua.
Lucas condujo el bote algunos metros más, lo varó de costado y luego lo amarró con un cable. Dirigí mi bola de luz más allá de su cabeza y vi una pequeña loma cubierta de hierba que surgía del agua como el lomo de un brontosaurio dormido.
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