– No respira -dijo Lucas.
Lucas comenzó con el masaje cardiorrespiratorio. Le arranqué la camisa al muchacho y la utilicé para enjugar la sangre, tratando de ver dónde estaba el origen de la hemorragia, para intentar contenerla. Sequé la sangre de unas tres, cuatro o tal vez cinco heridas de arma blanca, al menos dos de las cuales sangraban. La camisa húmeda pronto estuvo empapada. Miré a Sean y a Bryce.
– Dadme vuestras camisas -dije.
Me miraron fijamente, sin entenderme. Estuve a punto de pedírselo de nuevo cuando vi el shock en sus ojos y me di cuenta de que no se habían movido desde que nosotros comenzamos con nuestros intentos.
– ¿Habéis llamado pidiendo ayuda? -dije.
– ¿Llamar? -La voz de Sean era distante, confusa.
– Nueve-uno-uno o cualquier otro. ¡A alguien, a cualquiera, simplemente llamad a alguien!
– Yo lo hago -dijo Lucas-. Sustitúyeme aquí.
Cambiamos de lugar. Puse las manos en el pecho del muchacho y me incliné hacia delante para seguir con el masaje cardiorrespiratorio, pero su piel estaba tan empapada de sangre que me resbalaban las manos. Traté de guardar el equilibrio y volví a presionarle el pecho, contando quince repeticiones.
Apreté la nariz del muchacho, me incliné sobre su boca y exhalé dos veces. Lucas le daba instrucciones al operador. Yo reinicié el masaje. La sangre parecía haber dejado de manar. Me dije que estaba equivocada. Tenía que estar equivocada.
Volví a la respiración boca a boca, mientras Lucas reanudaba las compresiones pectorales. Me incliné sobre el muchacho. En el momento en que mis labios tocaban los suyos, algo me golpeó, un golpe pleno, como el de una bolsa de aire que se activa. Durante un segundo, me encontré en el aire. Después, me estrellé de espaldas contra el pavimento. El dolor me dejó sin aire en los pulmones, con un quejido entrecortado, y durante un segundo lo vi todo negro.
Me recuperé justo a tiempo para ver a un hombre rubio que se lanzaba hacia mí, con el rostro distorsionado por la ira. Antes de que pudiera alcanzarme, Lucas le golpeó y lo tiró al suelo. Mientras yo me apartaba, el hombre rubio saltó hacia mí con los dedos de una mano extendidos, pero Lucas le sujetó ambos brazos hacia abajo, lo que resulta un recurso muy eficaz para limitar el poder de un hechicero, tanto como la mordaza para un druida. El hombre se esforzó por liberarse, pero, como muy pronto hubo de reconocer, Lucas era mucho más fuerte de lo que parecía.
– Mi hijo…, ella estaba…
– Tratando de salvarle la vida -dijo Lucas-. Hemos llamado a una ambulancia. A menos que usted sepa hacer un masaje cardiorrespiratorio, déjenos a nosotros…
Un rechinar de ruedas lo interrumpió. Una minifurgoneta sin identificación entró velozmente en el estacionamiento. Aun antes de que se hubiese detenido, dos auxiliares se apearon de ella de un salto. Traté de ponerme de pie, pero la fuerza del golpe me había producido un punzante dolor en las heridas del estómago. Lucas se arrodilló junto a mí.
– ¿Puedes levantarte? -preguntó.
– Lo estoy intentando -dije-. No lo parece, lo sé, pero lo estoy intentando.
Me rodeó con sus brazos y me levantó con cautela.
– Aquí no hay nada que podamos hacer. Vamos dentro.
En el momento en que Lucas se inclinó para que le pasara el brazo por el cuello, vi que el hombre rubio se arrodillaba junto al muchacho, tomándole la mano. La gente que estaba en torno a él se apartó y Thomas Nast se acercó. El anciano se detuvo. Perdió el equilibrio. Dos o tres hombres se aproximaron para darle apoyo, pero él los apartó de un empujón, siguió caminando, miró a su nieto ensangrentado e inclinó la cabeza, llevándose las manos a la cara.
* * *
Dada la escena que se desarrollaba fuera, el edificio del tribunal se había quedado desierto y silencioso. Lucas me condujo a un sofá que se hallaba en una habitación retirada y me ayudó a recostarme. Cuando me vio cómoda, se retiró, cerrando con un hechizo la puerta a sus espaldas. Momentos después, volvió con un auxiliar. El hombre me examinó. Comprobó que los puntos habían sufrido cierta tensión, pero que no se habían soltado, y me aconsejó reposo y cama, calmantes, y un chequeo en condiciones por la mañana.
Una vez que el hombre se hubo retirado, me obligué a reconocer lo obvio. Si el auxiliar había tenido tiempo de ocuparse de mis heridas, eso sólo podía significar una cosa.
– No pudo recuperarse, ¿verdad? -susurré.
Lucas movió la cabeza indicando que no.
– Si hubiéramos llamado antes…
– Habría dado igual. Cuando llegamos hasta él, ya era demasiado tarde.
Pensé en el muchacho, el primo de Savannah. Un miembro más de su familia al que nunca conocería, que ni siquiera sabía que existiera. Y que ahora ya no existía.
Una conmoción en el vestíbulo interrumpió mis pensamientos, un trueno de pisadas y voces airadas. Lucas empezó a formular un hechizo de cerramiento, pero antes de que pudiera terminar, la puerta se abrió con brusquedad y entró Thomas Nast a grandes zancadas. Pegado a sus talones lo seguía Sean, con los ojos rojos.
– Tú has sido el autor de esto -dijo, dirigiéndose a Lucas-. No me digas que no.
La mano de Lucas se extendió y dibujó un círculo mientras murmuraba las palabras de un hechizo de barrera. Nast se golpeó contra ella y quedó en silencio. Sean tomó el brazo de su abuelo y lo apartó, parándose ante él.
– Él no ha hecho nada, abuelo -afirmó Sean-. Ya te lo hemos dicho. Lucas estaba dando un masaje cardiorrespiratorio a Joey, y luego tuvo que llamar para pedir ayuda, de modo que Paige lo sustituyó.
Nast torció el gesto.
– ¿Que esa bruja ha tocado a mi nieto?
– Para ayudarlo -dijo Sean-. Bryce y yo no sabíamos qué hacer. Ellos estaban allí y…
– Por supuesto que estaban allí. Ellos lo mataron.
– No, abuelo, no fueron ellos. Bryce y yo los seguimos desde que salieron de la sala del tribunal. Fuimos detrás de ellos todo el tiempo. No hicieron absolutamente nada.
La puerta volvió a abrirse y entraron dos hombres. El primero agitaba un bloc de escribir -nuestro bloc- que había sido hallado, caído, en el aparcamiento.
– Esto es suyo, ¿verdad? -le dijo a Lucas-. Vi que usted escribía en este bloc durante el juicio.
Lucas murmuró una afirmación y alargó la mano para recibirlo, pero el hombre lo retiró bruscamente, poniéndolo fuera de su alcance. Sean Nast le arrancó el bloc desde atrás y lo revisó, tras lo cual levantó la vista hacia nosotros.
– Ustedes estaban preparando una apelación -dijo Sean-. No creían que Weber fuera el autor de los hechos.
Para entonces, todos los CEOs de las camarillas, incluido Benicio, se habían reunido en la pequeña habitación, y Lucas tuvo que admitir que tenía reparos respecto de la culpabilidad de Weber, lo cual condujo a la cuestión obvia de por qué nadie había sido informado de nuestras sospechas. Lucas no iba a rebajarse nunca a un «se lo dije», aun cuando ello se justificara tanto como en este caso. Podría haberlo hecho yo, pero Benicio se anticipó. Su admisión no le ganó, por cierto, ningún premio a la sinceridad, y las otras camarillas saltaron sobre él, cruzándose acusaciones.
Eso fue el comienzo de un mar de recriminaciones. Tras unos minutos, todos tenían teorías sobre quién estaba detrás de los asesinatos, y todas las teorías involucraban a otra camarilla. Los Cortez habían encubierto la inocencia de Weber porque el verdadero asesino era uno de los suyos. Los Nast eran quienes residían más cerca de Weber, de modo que habían sembrado elementos de prueba y lanzado el ataque del grupo de choque, también en ese caso para ocultar al verdadero asesino. Los Boyd eran la única camarilla que el asesino no había atacado, de manera que obviamente estaban detrás del asunto. ¿Y la Camarilla St. Cloud? Bien, no había indicio alguno que los señalara como los culpables, cosa que era precisamente la prueba de que lo eran.
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