– El chico al que atacaron primero, Holden -dije-. También él llamó a la línea de emergencia. ¿No te parece que es extraño? ¿Que casi todas las víctimas tuviesen tiempo de pedir ayuda antes de ser atacadas? En el caso de Jacob, me lo explico, porque tenía un teléfono móvil. ¿Pero los otros?
– Considero seriamente la posibilidad de que se les permitiera hacer la llamada, puede que prolongando la cacería de manera que pudiesen llegar a un teléfono.
– ¿Pero porqué?
– Ya era demasiado tarde para que llegara la ayuda, de modo que probablemente el asesino se estaba asegurando de que el caso permaneciera bajo la jurisdicción de una camarilla, y de que los humanos no fuesen los primeros en encontrar a las víctimas. No obstante, tenemos que centrarnos en los hechos, más que en las interpretaciones. Es muy pronto para eso.
– Hablando de hechos, ojalá Holden haya visto a su agresor. -Me asaltó un pensamiento-. Lo que necesitamos es el informe presencial de alguien que se suponía que no iba a escapar. Necesitamos a un nigromante.
Lucas movió la cabeza de un lado a otro.
– Es una buena idea, pero con las víctimas de asesinato es muy difícil comunicarse poco después de haber muerto, y en las raras ocasiones en que un nigromante logra establecer contacto, los espíritus están casi siempre demasiado traumatizados para recordar los detalles que rodearon sus muertes.
– No me refiero a Jacob. Me refiero a Dana. Un buen nigromante puede establecer contacto con alguien que está en coma.
– Tienes razón, me había olvidado de eso. Excelente idea. Conozco a varios nigromantes, uno de los cuales me debe importantes favores. Durante el vuelo, haré algunas llamadas y veré cuál de ellos puede llegar antes a Miami.
Antes de llevar a Savannah al aeropuerto, los guardias de la Camarilla la habían acompañado a nuestro apartamento para que recogiera más ropa. Benicio le había pedido también que nos hiciera las maletas a Lucas y a mí, puesto que habíamos llegado a Miami con lo puesto. Una actitud considerada de su parte, tengo que reconocer. Yo estaba demasiado preocupada por Savannah como para pensar en eso. El único aspecto negativo de eso fue que Savannah recogió lo que ella creía que debíamos ponernos.
Lucas se había llevado su maleta al jet sin abrirla, probablemente porque temía que la expresión de su rostro al ver el contenido pudiera hacerle sentir a Savannah que sus esfuerzos no eran apreciados. A pesar de que Lucas tenía muy poca ropa informal, yo sospechaba que absolutamente toda estaría en aquella maleta, y ninguna prenda adecuada para vestir en los tribunales. Pero confiaba en que se le hubiera ocurrido incluir algunos calcetines y algo de ropa interior.
Cuando deshice mi maleta, comprobé que la falta de ropa interior no sería un problema para mí.
– ¿Qué es lo que hiciste?, ¿volcar en la maleta todo el cajón de mi ropa interior? -pregunté, tratando de desenredar una maraña de sujetadores.
– Por supuesto que no. No creo que se fabriquen maletas tan grandes como para eso. -Tiró de un par de ligas que estaban enredadas con los sujetadores-. ¿De verdad usas estas cosas? ¿O son solamente para el sexo?
Le quité las ligas de las manos.
– Claro que las utilizo.
Por supuesto que cuando me las ponía era sólo porque aumentaban la ventaja sexual de las faldas, ventaja que es muy difícil de aprovechar si se llevan pantys. Sin embargo, ésa era una información que no estaba dispuesta a compartir con cualquiera, bueno, aparte de Lucas, aunque él, obviamente, ya la conocía.
– Me prometiste que yo tendría cosas de éstas cuando estuviera en secundaria -dijo, levantando un par de medias de seda.
– Yo nunca prometí tal cosa.
– Bueno, yo te lo mencioné y tú no dijiste que no. Es lo mismo que prometer. ¿Sabes la vergüenza que da cambiarse en un vestuario y que las chicas me vean usar esas bragas de algodón como las de las abuelas?
– Más razón para que sigas usándolas. Si te da vergüenza que las vean las chicas, más vergüenza te daría que las viesen los chicos. Son el cinturón de castidad de los tiempos que corren.
– Cuánto te odio. -Se tiró hacia atrás despatarrada sobre la cama, y luego levantó la cabeza-. ¿Sabes una cosa? Si no me las compras, podría engañarte y comprármelas yo misma. Eso sí que estaría mal.
– ¿Vas a hacer la colada también?
– ¡De ninguna manera!
– Entonces no me preocupo.
Alguien golpeó la puerta. Savannah saltó de la cama y salió de la habitación antes de que me diera tiempo de guardar toda mi lencería en un cajón. Oí el grito de bienvenida de Savannah y supe de quién se trataba.
– Paige está en el dormitorio guardando su ropa interior -dijo Savannah-. Le llevará un buen rato.
Cogí otro montón.
– ¡Mierda! -dijo una voz a mis espaldas-. No era broma. ¿Qué has hecho?, ¿has asaltado una tienda de lencería?
Ante mí se encontraba la única mujer loba del mundo, una denominación que más parecía describir un fenómeno de circo que a la mujer rubia que se hallaba de pie en el umbral. Alta y delgada, Elena Michaels tenía la constitución típicamente atlética de los hombres y mujeres lobos, y la saludable belleza que hace que los hombres digan cosas como: «¡Guau! ¡Si se arreglara un poco, dejaría a todo el mundo sin sentido!». Aunque si alguien se atreviera a decir algo así, acabaría, efectivamente, sin sentido.
Elena llevaba una camiseta, unos pantalones vaqueros cortados y zapatillas, con su largo cabello rubio plateado recogido con una goma elástica y quizá, sólo quizá, brillo de labios…, y tenía un aspecto infinitamente mejor del que yo conseguía después de estar varias horas acicalándome. No es que tuviera envidia, ni nada parecido. ¿Ah, he mencionado ya que tenía treinta y dos pero aparentaba veintitantos? ¿Qué puede zamparse un filete de cuatrocientos gramos y no engordar ni siquiera cincuenta? Los hombres y mujeres lobos tienen todas las ventajas: larga juventud, metabolismo extremo, sentidos acusados y una fuerza extraordinaria, y, sí, le tengo envidia.
De cualquier manera, ya que no puedo tener los dones de una mujer loba, tendré de amiga a una mujer loba. El hecho de que sean mitad lobas las hace sumamente leales y protectoras…, motivo por el cual Elena era la única persona a quien yo podía confiar a Savannah.
Elena observó el desorden de ropa interior que había encima de la cama.
– Ni siquiera estoy segura de dónde se pone una la mitad de esas cosas.
Savannah pasó corriendo junto a Elena, saltó sobre la cama, cogió un sujetador, y se lo puso sobre el pecho.
– Éste para mí-dijo Savannah, sonriendo-. ¿A que sí?
Elena se echó a reír.
– Tal vez dentro de unos años.
Savannah resopló.
– Al paso que voy, me llevará unos cuantos años y unos cuantos pares de calcetines. Soy la única chica de noveno grado que lleva sujetadores de deporte.
– Yo aún los usaba en décimo grado, así que me llevas ventaja. -Elena se inclinó para recoger un negligé que se me había caído-. Por lo que veo esperas pasar mucho tiempo a solas con Lucas.
– ¡Qué más quisiera yo! -respondí-. Va de camino a Chicago. Fue Savannah quien hizo la maleta, y confío en que metiera en ella algo de ropa.
– En el fondo -aseguró Savannah.
Guardé el resto de la lencería en un cajón, luego guardé la maleta medio vacía en el armario y me volví hacia Elena. Hice un esfuerzo para no responder al impulso de abrazarla. Elena no era de la clase de personas que gusta de abrazos y besos. Hasta el contacto físico superficial, como los apretones de mano, le producían cierta incomodidad, aunque esa incomodidad no pudiese compararse ni de lejos con la que experimentaba en esos casos otra persona…, pensamiento que hizo que cayera en la cuenta de que faltaba alguien en la reunión.
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