Ella no confiaba en él. Una parte de él estaba furiosa porque no lo hiciera y la otra parte lo entendía. Ella no podía saber que, gracias a su leopardo, su cuerpo le dolía cada minuto del día, duro y desesperado por encontrar alivio. No podía saber la cantidad de mujeres que se le lanzaban. Él nunca había ido tras una mujer. Nunca jamás, no antes de Emma. Y nunca había tomado a una inocente. Todas las mujeres con las que había estado querían otra cosa además de su cuerpo, su dinero. No estaban interesadas en su mundo o sus niños, sólo en el dinero y el placer que su cuerpo podría proporcionarles.
– Emma. -susurró su nombre en voz alta, ansiándola, ansiando el modo en que ella sonreía, su olor, el sonido de su voz, la risa que siempre le incluía a él.
Ella había venido para ser su hogar. Él realmente esperaba ansioso de abrir la puerta de la cocina y encontrar su comida preparada con mimo. Ella prestaba atención a cuáles eran sus platos favoritos. Arreglaba la casa para satisfacerlo y lo ayudaba a relacionarse mejor con los niños, y hacía todo esto silenciosamente, suavemente.
Ni siquiera había notado las diferencias al principio, pero recordaba el momento en que esto le golpeó, el silencio total cuando llegaba a casa, a una casa vacía. La casa era enorme, una mansión, una obra maestra, tan fría como el infierno y tan vacía. Nunca se había molestado en contratar un cocinero porque no confiaba en nadie. Y entonces apareció Emma, con su risa, alegría, la casa se lleno de música, aromas y del repiqueteo de pies.
Los bebés le abrazaban con sus caras iluminándose cuando él volvía a casa, debido a ella. Emma. Ella les enseñaba con su ejemplo. Mientras que él cuidaba de ella, ésta sentía cariño por él y enseñaba a los niños a hacer lo mismo. El rostro de la mujer se iluminaba cuando lo miraba. Existía esa suave nota de bienvenida en su voz de la que él había llegado a depender. Cuando estaba malhumorado, borde y era un completo bastardo, en vez de enfadarse con él, ella le sonreía y le decía que se llevaba a los niños arriba para que él pudiera tener un poco de paz. O le tomaba el pelo, o le masajeaba los hombros. Pero nunca lo culpaba. A veces incluso le gastaba bromas y le mandaba salir, y esos momentos eran los que él más adoraba. Le hacían sentir parte de algo, amado.
El dormitorio de ella era su lugar favorito. Su olor estaba por todas partes, y cuando se acostaba en su cama y sepultaba la cara en su almohada, podía tomarla profundamente en sus pulmones. Antes de que ella hubiera venido, él había pasado la mayor parte de las noches deambulando por el exceso de energía, tanto sexual como emocional. Tenía demasiados recuerdos y al parecer no podía expulsarlos por la noche. Pero ahora podía yacer en la oscuridad con el cuerpo caliente y suave de ella a su lado, hablando durante largas horas en la noche, y sentirse en paz. Nunca había tenido esto antes, y si ella lo abandonaba, nunca lo tendría otra vez. Lo había arriesgado todo siendo demasiado primitivo y olvidando su inexperiencia.
Jake se puso un par de vaqueros y una camiseta y fue al cuarto de Emma, pisando suavemente sobre sus pies desnudos por el pasillo, procurando guardar silencio, sin querer alertarla de su presencia. La puerta estaba entornada y se deslizó dentro. Al instante supo que el cuarto estaba vacío. El débil olor de ella permanecía detrás, pero ahí sólo había silencio y la hoja blanca de papel en el centro de la cama todavía hecha. Él lo recogió, sus ojos lo escrutaron brevemente, sintiendo el golpe como una perforadora en sus entrañas.
Maldita fuera. Ella no iba a dejar el rancho. No esta noche. No mientras estuviera disgustada con él y no hubiera tenido la oportunidad de explicarle sus razones. Él era un hombre de negocios. Había estado en mil salas de juntas. Podía cerrar un trato, pero no si ella se marchaba del rancho. Cogió el teléfono con la mandíbula rígida y expresión salvaje.
Emma asomó la cabeza por la ventanilla y sonrió forzadamente a Jerico.
– Abre las puertas.
Para su asombro, Jerico movió la cabeza en gesto negativo con una pequeña mueca en su cara.
– No puedo hacer eso, Emma. ¿Adónde ibas a ir a estas horas de la noche?
Ella frunció el ceño.
– No es asunto tuyo.
– Soy el responsable -dijo Jerico-. No quiero perder mi trabajo.
Emma soltó su aliento despacio, obligándose a mantener su temperamento bajo control. No era culpa de Jerico. Él tenía que seguir las reglas lo mismo que todos.
– Voy a dar un paseo. -No era culpa suya que ella estuviera tan alterada. Esto sólo era culpa de ella. Suya . Se detestaba a sí misma, pero le dirigió una pequeña sonrisa, esperando cautivarle-. Por favor abre la puerta.
– No puedo hacer eso. Lo siento. El jefe dijo que no te dejara marcharte.
La ceja de Emma se elevó.
– Al contrario de la creencia popular, Jerico, no trabajo para Jake. Él no me puede dar órdenes. Abre la puerta.
Jerico negó con la cabeza, aunque parecía arrepentido.
– Ni siquiera llevas un guardaespaldas contigo. Dijo que no debías marcharte bajo ninguna circunstancia a menos que él expresamente diera el visto bueno. Si tienes problemas con el jefe…
Emma salió del Jeep y cerró la puerta de golpe.
– ¿De verdad Jake te ordenó que me retuvieras aquí, en el rancho? ¿Cómo una prisionera? Abre la puerta ahora mismo, Jerico. Quiero marcharme. Por si no lo has notado, soy una mujer adulta, no una niña.
– Emma…
– ¿Hay algún problema, Emma? -Drake apareció detrás de ella a su manera silenciosa.
Emma giró para mirar hacia su cara alcanzada por los faros del vehículo. La mirada penetrante de él se quedó en las marcas rojo vivo y más que evidentes de su cuello, la señal de la mordedura en su hombro. Él aspiró y se puso rígido, su mirada se movió a Jerico y después miró cautelosamente a su alrededor. Incluso retrocedió unos pasos, poniendo distancia entre ellos mientras su aguda mirada estudiaba las señales obvias de posesión. Echó otra mirada cautelosa alrededor, explorando la noche en busca de algo peligroso.
Emma sintió que se sonrojaba, pero siguió con su barbilla en alto.
– Jerico no va a abrir las puertas y quiero ir a dar un paseo -dijo con voz exigente.
– Tú no quieres que Jerico pierda su trabajo, Emma. Si el jefe dice no, ¿cuál es el problema? Tienes más de dos mil quinientos kilómetros cuadrados para conducir. Quédate en el rancho.
Las manos de Emma se cerraron en dos puños apretados.
– Tengo derecho a marcharme siempre que quiera, Drake. No voy a discutir contigo sobre eso. Abre la puerta. -No quería estar cerca de nada de lo que Jake fuera dueño.
Él movió su cabeza muy tranquilo.
– Habla del asunto con Jake, Emma. Ambos sabemos lo protector que puede ser. Le preocupa que te pueda pasar algo…
– Es un fanático del control -espetó ella, interrumpiéndole-. Y él a mi no me controla.
Ella oyó la camioneta pero no hubo luces cuando Jake llegó. Su corazón comenzó a palpitar y saboreó el miedo en su garganta. Él bajó lentamente del camión y le lanzó las llaves a Drake antes de cerrar la puerta con una indiscutible determinación que hizo que su boca se quedara seca. Trató de no sentirse intimidada por la anchura de sus hombros, el confiado y fluido modo de caminar, o los músculos tensos como cuerdas moviéndose bajo su camisa con poder insinuante. ¿Acaso estaba asustada de él después de todo?
Su cuerpo la traicionó, volviéndose líquido, caliente, derritiéndose, diciéndole que estaba más asustada de sus propias reacciones que de las de él. No tenía voluntad cuando él estaba cerca. Ninguna resistencia. Odiaba el desear borrar el dolor de los ojos de Jake, las cicatrices de su alma. Odiaba quererle con cada célula de su cuerpo. No podía ponerse en manos de un hombre capaz de la clase de crueldad de la que ella sabía que Jake era capaz. Él destruía a sus enemigos. Había oído hablar de su manera despiadada de hacer negocios. Usaba y tiraba a las mujeres. No confiaba en nadie. ¿Cómo podría alguna vez ella respetarse de nuevo si cediera ante él?
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