Corrí la tela hacia abajo sobre mi labio superior. En ese momento la furgoneta volvió a moverse y el nudo de la mordaza se soltó. Fui moviendo la mandíbula lo suficiente para liberar mi boca y poder, al menos, farfullar. Lancé entonces el hechizo de asfixia. Friesen tosió. Yo permanecí inmóvil.
Él volvió a mirarme por el espejo y sonrió.
– Me parece que me falta un poco de aire. Debe de ser culpa de esas bragas rojas. Veamos si puedo encontrar un lugar donde detener el vehículo.
Cuando miró en otra dirección, volví a lanzar el hechizo. Nada. Rápidamente lo repetí. Él tosió y luego resolló. La furgoneta viró bruscamente. Friesen trató de mantenerla en la carretara, mientras jadeaba durante lo que a mí me pareció una eternidad. Al fin, el vehículo se salió del camino y rodó en el campo.
El lado derecho se hundió en el agua de una zanja. Por un momento la furgoneta siguió avanzando dando tumbos, patinando lentamente hacia la zanja. De pronto, el mundo comenzó a girar a mí alrededor. Salí volando del suelo, me golpeé contra uno de los laterales de la furgoneta y me di contra el techo. Seguí bamboleándome dentro del vehículo hasta no saber qué era lo de arriba y qué lo de abajo. Entonces, todo se detuvo.
Cuando levanté la cabeza, los asientos estaban sobre mi cabeza. La furgoneta se había detenido boca abajo. Me moví y traté de apoyarme en la espalda. El vehículo tembló y crujió hasta quedarse finalmente inmóvil.
Miré en todas direcciones en busca de algo que se hubiera roto y que fuera afilado. La ventana más próxima se había hecho añicos, pero su cristal de seguridad había quedado del todo inservible para mis fines. Miré por encima de mi cabeza. Una de las butacas se había roto y de ella asomaba una barra metálica que me pareció útil. Me llevó unos veinte minutos y una dosis más que abultada de maldiciones, pero finalmente pude cortar las ataduras que me ligaban las manos. Me desaté las de las piernas y salí de la furgoneta por la ventana rota.
Friesen todavía estaba sujeto por el cinturón de seguridad y colgaba boca abajo. Tenía un corte en la cabeza y sus ojos estaban cerrados. Me acerqué a él lentamente y vi que estaba inconsciente pero vivo. Aunque estuve tentada de hacerle algo más doloroso a ese hijo de puta, no lo hice. Con dejarlo allí inconsciente me bastaba.
Pasé los siguientes minutos registrando a Friesen y el interior de la furgoneta en busca de un teléfono móvil. Por supuesto, no hallé ninguno. Eso habría sido demasiado fácil. Finalmente, me di por vencida y sellé las puertas con los hechizos de cerrojo más fuertes que tenía.
Mientras me abrochaba el sujetador y me abotonaba la blusa paseé la vista por el lugar. La furgoneta había aterrizado en un campo. Cuando llegué al camino me detuve un momento para orientarme. Debía tomar una decisión: ¿regresar a la casa o tratar de conseguir ayuda? Parecía una elección obvia, ¿no? Tampoco soy estúpida. Seguramente debería darme cuenta de que lo más sensato era buscar algo que me proporcionara una mayor seguridad, lograr la ayuda de alguien fuerte y después volver a buscar a Savannah. Pero no podía hacer eso. En ese momento sabía bien dónde encontrarla. Si intentaba conseguir ayuda, puede que ella no estuviera allí a mi regreso. Sí, era una locura, pero tenía que volver a la casa.
Me interné en los campos, fuera de la vista de la carretera, e inicié la larga caminata de regreso. ¿Qué debía hacer cuando llegara allí? No lo sabía. Si podía rescatar a Savannah, lo haría. Tenía que reconocer que era poco probable que pudiera lograrlo sola. Si no era capaz de hacerlo, tal vez podría enviarle un mensaje, decirle que había vuelto. En el peor de los casos podría evaluar la situación, ir en busca de ayuda y después volver deprisa para vigilar a Savannah desde lejos.
Debimos de haber avanzado por lo menos cinco kilómetros en la furgoneta. Por suerte, Friesen sólo había doblado una vez y los caminos estaban tan lejos unos de otros que me resultaría fácil adivinar dónde girar.
Al cabo de un kilómetro y medio recorriendo los campos a pie, oí a lo lejos el sonido de un motor y me quedé petrificada. Aunque estaba demasiado lejos del camino como para ser vista, me agazapé y aguardé a que el vehículo pasara. Cuando el coche salió de mi campo de visión, me incorporé y reanudé mi caminata.
Había avanzado alrededor de otro kilómetro y medio cuando el silencio fue interrumpido por las lejanas notas de un grito. Me dejé caer sobre la tierra. Los campos estaban en silencio. Aguardé otro minuto, pero cuando se hizo la calma, me puse en pie y comencé a avanzar, sólo que ahora con más lentitud.
Después de caminar otros cien metros vi un grupo de árboles que rodeaban lo que parecía ser una casa blanca de dos plantas. Antes de que pudiera romper a correr, oí voces. Me tiré al suelo de nuevo y permanecí inmóvil entre las altas hierbas.
– ¡Yo no pienso volver a entrar allí! -gritó Sandford con voz estridente.
– Si yo te lo digo, lo harás -respondió Nast, con absoluta frialdad.
– No, no lo haré. A partir de este momento, ya no pertenezco a tu maldita organización. ¡Me marcho! ¿Entiendes? ¡Me voy!
– Tienes un contrato.
– ¿Quieres que te diga dónde puedes meterte ese contrato? No pienso entrar en esa casa. Ella es tu hija. Sácala tú de allí.
Se sucedieron deprisa un aullido y un ruido sordo. Después, de nuevo el silencio. Avancé unos centímetros hasta poder ver a los dos hombres a través de los árboles. Se encontraban en el parque lateral. Sandford, agazapado en tierra, con sangre brotándole a borbotones de la nariz y de la boca. Nast, de pie a algunos pasos, con los brazos cruzados, aguardando.
– Por favor, Kris, sé razonable -pidió Sandford-. Me estás pidiendo que arriesgue la vida por una bruja.
– Te estoy pidiendo que ayudes a mi hija.
– ¿Cuánto hace que la conoces? Me pediste que me tomara esta tarea como un favor especial, y lo hice. Ahora todo se ha ido al diablo, pero yo sigo contigo, ¿no es así?
– Serás bien recompensado por esa lealtad tuya, Gabriel. Saca a Savannah de esa casa y te merecerás una bonificación de seis cifras.
Sandford se secó una mano ensangrentada en la camisa. Después miró a Nast.
– Una bonificación además de la vicepresidencia. Con una oficina en el piso doce.
– Una oficina en el piso doce… Y olvidaré quién se supone que debería haber estado vigilando a la bruja cuando ella se hizo humo.
Sandford logró ponerse de pie y asintió.
– Hecho.
– La quiero ilesa. Sin un rasguño. ¿Entendido?
Sandford asintió nuevamente y fue hacia la puerta principal. Yo esperé hasta que quedó fuera de mi vista; después corrí a los bosques y rodeé la casa hasta quedar en el lado opuesto.
La puerta lateral estaba abierta, crucé el parque como una exhalación y entré en la casa.
Cuando entré, lo primero que vi fue el cuerpo de la nigromante Shaw. Estaba tendida hecha un ovillo al pie de una escalera angosta. Miré en todas direcciones antes de seguir avanzando. Desde el piso de arriba sonaron uno o dos pares de pisadas. Me arrastré hasta el cuerpo de Shaw. A juzgar por el ángulo de su cabeza, supuse que se había caído por la escalera y fracturado el cuello.
¿Qué ocurría allí? Yo sólo había estado ausente alrededor de una hora. Ahora Shaw estaba muerta. Nast se encontraba afuera y Sandford, con gran reticencia, buscaba a Savannah. Por lo que Sandford dijo, me pareció entender que Savannah tenía que ver con el origen de todo esto. Pero, ¿de qué manera? Cualquiera que fuera la explicación, necesitaba encontrarla antes de que lo hiciera alguien más.
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