Todo cesó con la misma rapidez con que había empezado. Los espíritus habían atravesado el cielo raso y desaparecieron.
Me tomé un minuto para respirar y después paseé la vista por el lugar. Entre mi cuerpo y la puerta el suelo había sido destruido, y en su lugar quedaba un agujero que conducía al sótano. Miré hacia la ventana, pero apenas tenía cuarenta y cinco centímetros cuadrados. Ninguna parte de mi cuerpo tenía ese tamaño, ni en redondo ni en cuadrado.
Después de algunas respiraciones profundas más, me acerqué al agujero que había en el suelo. Desde abajo alcancé a oír un sonido que hizo vibrar mi corazón. La voz de Savannah. Estaba en el sótano y entonaba un conjuro.
Me dejé caer de rodillas, me aferré al borde del agujero y me incliné hacia el vacío.
– ¿Savannah? Soy yo, querida. Soy Paige.
Ella siguió canturreando, y su voz era un susurro distante. Carraspeé.
– ¿Savannah? ¿Puedes…?
De pronto la casa se sacudió, como un barco al que le han cortado sus amarras. Volé por el agujero cabeza abajo y di una vuelta sobre mí misma, después de lo cual aterricé en la tierra que cubría el piso de abajo. Por un momento no pude moverme; mi cerebro no era capaz de mandar ninguna orden a mis músculos. El pánico me invadió. Entonces, como en una reacción retardada, todos mis miembros se convulsionaron y me arrojaron hasta dejarme despatarrada. Me puse de pie sin prestar atención al dolor que me invadía.
Desde alguna parte me llegó la leve voz de Savannah. Al mirar lo que me rodeaba vi que estaba en un sótano vacío destinado a almacenar carbón. Me acerqué a la única puerta que vi y la abrí. La voz de Savannah me llegó ahora con toda claridad. Pesqué algunas palabras en griego, lo suficiente para decirme, si no lo había adivinado ya, que estaba lanzando un conjuro. Cuál de todos ellos, exactamente, no podía saberlo aún. Corrí hacia ella antes de descubrirlo.
Mientras seguía la voz de Savannah, oí otra voz, la de Nast.
– Tienes que parar, querida -dijo-. No puedes hacer esto. No es posible.
Savannah siguió canturreando.
– Sé que estás enfadada. No sé qué ha ocurrido…
Savannah calló en mitad de un conjuro y gritó:
– ¡Tú la has matado!
– Yo no he matado a nadie, princesa. Si te refieres a ese muchachito…
– ¡Me refiero a Paige! Tú la mataste. Les dijiste que la mataran.
– Yo jamás…
– ¡Vi su cuerpo! ¡Leah me lo mostró! Los vi transportarla a la furgoneta. ¡Tú me prometiste que estaría a salvo y la mataste!
Entré en un cuarto que tenía un horno de leña gigantesco y caminé hasta verla en el otro extremo, de rodillas, frente a la pared más alejada.
– Estoy aquí, Savannah -anuncié-. Nadie me ha matado.
– Oh, gracias a Dios -dijo Nast-. ¿Lo ves, querida? Paige está bien.
– ¡Tú la mataste! ¡La mataste!
– No, querida, estoy aquí…
– ¡Tú la mataste! -Gritó Savannah-. ¡Tú la mataste! ¡Me lo prometiste! ¡Me lo prometiste y mentiste!
Las lágrimas surcaban la cara de Savannah. Nast dio un paso adelante con los brazos abiertos para abrazarla. Yo di un salto para agarrarlo, pero fallé.
– ¡No lo hagas! -grité.
Las manos de Savannah se elevaron y Nast salió disparado hacia atrás. Su cabeza golpeó contra la pared de cemento. Sus ojos se abrieron de par en par y luego se cerraron cuando su cuerpo se desplomó sobre el suelo y su cabeza cayó hacia adelante.
Corrí hacia él y le tomé el pulso, pero no tenía pulso. La sangre manaba desde su nuca aplastada y le caía por el cuello y sobre mis dedos.
– Oh, Dios. Oh Dios. -Respiré hondo y traté de serenar mi voz-. Está bien, Savannah. Todo estará bien. Tú no quisiste hacerlo. Yo lo sé.
Ella volvió a canturrear. Tenía las manos entrelazadas en lo alto, la cabeza gacha, los ojos cerrados. Traté de descifrar el hechizo, pero las palabras fluían con tanta rapidez que resultaban casi ininteligibles. Sólo sabía que ella estaba convocando a alguien, pero, ¿a quién?
Entonces pesqué una palabra, una única palabra que me lo dijo todo. Madre. Savannah estaba tratando de convocar el espíritu de su madre.
– Savannah -dije en voz baja y serena-. Savannah, querida. Soy yo. Soy Paige.
Ella siguió lanzando el hechizo, repitiendo incesantemente las palabras en una cinta sin fin. Mi mirada se desplazó a sus manos, y me llamó la atención un brillo rojizo. La sangre le corrió por las muñecas cuando sus dedos se le clavaron en las palmas de las manos.
– Oh, Savannah -susurré.
Me acerqué a ella con los brazos extendidos. Cuando estaba a apenas centímetros de tocarla, sus ojos se abrieron. Estaban en blanco, como si sólo fuera una forma o una persona desconocida. Gritó algo y se golpeó las manos contra los costados. Mis pies volaron por debajo de mí y fui arrojada hacia la pared más alejada.
Permanecí en el suelo hasta que ella volvió a su canturreo. Entonces me puse de rodillas.
Desde mi nuevo punto de vista, la luz procedente del pasillo del sótano le daba a Savannah en la cara y hacía brillar las lágrimas que se la surcaban y que le mojaban la pechera de la blusa. Las palabras volaron de sus labios, más expulsadas que habladas, pasando incesantemente de un hechizo al siguiente, de un idioma a otro, en un intento desesperado de encontrar la manera adecuada de hacer aparecer el espíritu de su madre.
– Oh, pequeña -le susurré y sentí que mis ojos se llenabaí también de lágrimas-. Mi pobre niña.
Ella lo había intentado tanto, moviéndose de una vida a la otra esforzándose todo lo posible para adaptarse a un nuevo mundo poblado por desconocidos que no querían, no podían entenderla Ahora, incluso ese mundo se había destruido. Todos la habían abandonado, le habían fallado, y ahora trataba desesperadamente de convocar a la única persona que jamás le había fallado. Y era lo único que nunca podría lograr.
Savannah podía convocar a todos los demonios del universo y nunca alcanzaría a su propia madre. Podía accidentalmente haber hecho levantar a los espíritus de aquella familia en el cementerio, pero no podía hacer lo mismo con su madre, sepultada en una tumba desconocida a miles de kilómetros de distancia. Si tal cosa fuera posible, yo me habría puesto en contacto con mi madre, al margen de los problemas morales que algo así supondría. ¿Cuántas veces la habría convocado en este último año para pedirle consejo o guía, para cualquier cosa? O sólo para hablar con ella…
Mi dolor me inundó; mis lágrimas cayeron a borbotones y rompieron la barrera que con tanto cuidado me había construido. Qué diferente habría sido todo si mi madre hubiera estado allí. Ella podría haberme dicho cómo lidiar con el Aquelarre, podría haber intercedido a mi favor. Podría haberme rescatado de la cárcel y consolado después de aquella tarde infernal en la funeraria. Con ella allí, las cosas nunca habrían salido así, yo jamás me habría equivocado tanto.
No estaba preparada para nada; ni para Savannah ni para ser líder del Aquelarre, ni para nada de lo que me había sucedido desde su muerte. Ahora me encontraba allí, en ese sótano desconocido, escuchando los cánticos de dolor de Savannah, sabiendo que si yo no la detenía, ella convocaría a algo sobre lo que no teníamos ningún control. Algo que nos destruiría a ambas.
Lo sabía, pero no podía hacer nada al respecto. No tenía idea de qué hacer. Al oír a Savannah gritar el nombre de su madre, con una voz que aumentaba de intensidad en un crescendo enloquecido, hice lo único que se me ocurrió: le pedí ayuda a mi madre. Cerré los ojos y me dirigí a ella; la llamé desde las profundidades de mi memoria y le supliqué que me ayudara. Cuando Savannah calló un instante para inhalar aire, oí que alguien pronunciaba mi nombre. Por un segundo el corazón me dio un vuelco al pensar que, de alguna manera, mi petición había tenido éxito. Entonces la voz se volvió más identificable.
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