Por otra parte, si no le bloqueaba el paso al Escarabajo, Jambo podría salir inmediatamente cuando el Volkswagen estuviese todavía a medio camino entre Jambo y el final de la calle, donde Newt estaba aguardando. Había furgonetas y automóviles estacionados junto a ambas aceras, y con el Escarabajo impidiéndole el paso, Newt no sería capaz de venir a toda velocidad desde el final de la calle para chocar con Jambo por detrás y encajonarlo.
Aparte de todo esto, existiría un riesgo, mayor de lo aceptable, de que el conductor del Escarabajo resultase herido o incluso muerto.
– Se acerca un vehículo civil -comentó Newt con voz tranquila.
– Ya lo veo -repuso Ralph.
– ¿Qué quieres hacer?
– Rezar a san Felipe para que despeje la calle.
– ¿Podrías cortarle el paso?
– Jambo todavía no ha empezado a moverse. Si nota que algo se le viene encima, no se moverá. Intentará escaparse.
El Escarabajo resoplaba y se acercaba cada vez más.
– Podríamos dejar que se fuera -sugirió Newt-. Podríamos ir a por él en la calle Washington en lugar de hacerlo aquí.
– No, no. Tenemos que cogerlo aquí. Acuérdate de lo que pasó con DeSisto.
«DeSisto contra el estado de Massachusetts» era un caso muy famoso en el cual no se había podido conseguir que condenaran a un traficante de drogas porque la policía había perdido momentáneamente de vista su vehículo entre el tráfico. Durante aquellos pocos segundos perdidos, había argumentado el abogado defensor de DeSisto, cualquiera habría podido echar el paquete, que constituía la prueba incriminatoria, en el interior del coche de su cliente. Que aquello fuera probable o no no venía al caso. Era posible, y por ello DeSisto había volado. Ralph estaba decidido a que no sucediese lo mismo con Jambo, porque si Jambo volaba, todos aquellos altivos mocosos de la Ivy League y todos aquellos arrogantes tecnócratas del Instituto de Tecnología de Massachusetts volarían también. En su trabajo, Ralph se pasaba la mayor parte del tiempo capturando a camellos de poca monta, a adictos al crack y a tarados con los pantalones meados. Por lo que a él se refería, era cuestión de profundos principios morales que la ley se aplicase con igual rigor a los que llevaban ropa de Calvin Klein o Niño Cerruti y pasaban los veranos en Newport o en el Caribe.
El Escarabajo pasó lentamente a su lado. Echó una rápida ojeada al conductor. Era una chica negra, de unos veintitrés años, que llevaba pequeñas trenzas apretadas y pendientes de aro de plata. En la puerta del Escarabajo habían pintado el dibujo del cuervo de Dumbo quitándose un sombrero de paja y diciendo: «¡Cepíllame los pies!» Ralph se fijó en que la matrícula estaba caducada y que los guardabarros de las ruedas de atrás estaban muy oxidados y remendados con fibra de vidrio.
– Vamos, nena -le urgió Ralph en voz baja. Ella casi había llegado donde se encontraba el coche de Jambo-. Vamos, nena, aprieta el acelerador.
Pero el Escarabajo fue reduciendo la velocidad cada vez más. Cuando estuvo prácticamente a la altura del lugar donde estaba estacionado Jambo, se detuvo por completo, y una nube de humo marrón salió por el tubo de escape. Durante un momento, Ralph pensó que quizás la chica hubiese sufrido una avería, pero luego se dio cuenta de que se había detenido únicamente porque estaba buscando una dirección concreta. El Escarabajo permaneció allí parado durante casi un minuto, vibrando y echando humo, mientras Ralph, sentado en el coche, tamborileaba con los dedos, sudaba y rezaba para que la chica continuase adelante.
– ¿Qué cojones está haciendo? -preguntó Newt por el radiotransmisor.
– Parece que está mirando los números de las casas -repuso Ralph-. Debe de haberse perdido.
– ¿Y por qué cojones no va a perderse a otra parte?
Ralph no contestó. Estaba demasiado tenso. La chica se había perdido porque se había perdido; y porque todas las vigilancias que Ralph había organizado siempre habían estado plagadas de inocentes fallos técnicos: personas que vagaban desconcertadas y se ponían sin saberlo en la línea de fuego, camiones que aparcaban delante de las ventanas que ellos estaban vigilando, obreros que reparaban la calzada y que de pronto decidían ponerse a taladrar justo al lado de las cabinas telefónicas que ellos tenían intervenidas.
– Vamos, nena, muévete -dijo, y dejó escapar un suspiro; pero el Escarabajo seguía soltando bocanadas de humo en el mismo sitio.
Oyó que Jambo tocaba la bocina con insistencia, y eso hizo que la muchacha moviera el coche. El vehículo avanzó resoplando unos cuantos metros calle abajo. Ahora, Jambo empezó a maniobrar con el Elektra negro para salir del lugar donde estaba aparcado. A través del cristal tintado del parabrisas, que tiraba a púrpura, Ralph podía ver la silueta del gorro de Jambo, y también las gafas de sol negras e inexpresivas como los ojos de un insecto. Pero el Escarabajo había vuelto a detenerse, esta vez justo detrás del coche de Ralph, lo que significaba que Newt tenía que enfrentarse a una carrera a toda velocidad a lo largo de cuarenta metros de calle, carrera que culminaría teniendo que pasar a ochenta quilómetros por hora entre el perezoso Escarabajo y los coches estacionados a lo largo del bordillo: un pasillo que le dejaría un margen de menos de quince o veinte centímetros a cada lado.
– Newt, ¿vas a intentarlo? -le preguntó Ralph.
– Nunca digas no -repuso Newt.
El coche de Jambo había salido del espacio donde estaba aparcado y se dirigía hacia Ralph aumentando de velocidad rápidamente. Era un modelo del año 81, sucio pero mecánicamente bien conservado, con la suspensión retocada y las ruedas anchas. Ralph sabía con certeza que si no hacía que Jambo se detuviera entonces, le costaría Dios y ayuda hacerlo en la calle Washington, en la autopista o en cualquier ruta que se le antojase coger para ir al aeropuerto a todo gas. Y no podía perderlo de vista ni por un instante, ni siquiera el tiempo que se tarda en parpadear; de lo contrario, volvería a repetirse la historia de DeSisto. Aquél era un caso que no podía perder de ninguna manera. No soportaba la idea de que los muchachos de la Ivy League se riesen de él. Tenía que capturarlos, procesarlos y encerrarlos, y eso era lo único que importaba. Tenía que hacerlos caer bien bajo, porque eran bajos, eran mierda.
– Ahora es el momento -dijo con tanta flema que a John Minatello le pilló por sorpresa. Pisó con fuerza el acelerador y sacó el Grand Prix hasta el medio de la calle con un estridente Achinar de neumáticos.
Jambo ni siquiera tuvo tiempo de frenar. El Elektra de mil ochocientos quilogramos iba a casi sesenta y cinco quilómetros por hora cuando chocó de frente con el Grand Prix de Ralph. Éste oyó un devastador choque, la cabeza le dio con fuerza por detrás contra el cabezal del asiento y la pierna izquierda le quedó aprisionada contra la puerta. Entonces gritó:
– ¡Fuera! ¡Fuera!
Y se encontró abriendo la puerta de una patada y después rodando hacia la calle. Sacó el arma de un tirón, una 44 no reglamentaria, de la funda, la amartilló y siguió rodando hasta situarse debajo de la parte trasera de un coche aparcado, de modo que cuando finalmente se puso como pudo en pie tenía la 44 sujeta con las dos manos y se hallaba parapetado tras la irregular parte trasera de un viejísimo Le Sabré.
Vio a John Minatello agachado detrás del asiento del pasajero del destrozado Grand Prix; blandía un 38 y gritaba:
– ¡Enséñame las manos! ¡Enséñame las jodidas manos!
Vio a Newt, que se acercaba hacia ellos calle Seaver abajo en el Plymouth color verde mar, rugiendo el motor y con la luz roja intermitente emborronada por el sol y el humo. Durante una fracción de segundo, Ralph pensó que Newt conseguiría pasar por el estrecho hueco que quedaba entre el Escarabajo y los coches aparcados en un lado de la calle. Llegó incluso a pronunciar las palabras «Lo has hecho fenómeno, hijo de puta». Pero luego vio volar por los aires los pedazos del espejo retrovisor de la puerta y oyó el horrible sonido de un violento choque de coches. El Escarabajo estaba volcado de lado, y el Plymouth de Newt se había empotrado de lleno en una camioneta marrón oxidada.
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