Thomas Harris - Domingo Negro

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Con una impresionante hoja de servicios, el veterano de la guerra de Vietnam Michael J. Lander proyecta un diabólico atentado, que tendrá en jaque a los servicios de seguridad. Cuando concibió la operación, no pensó que necesitaría ayuda, pero, a medida que urdía su plan, decidió darle una nueva dimensión con el apoyo de Septiembre Negro y una coartada política. Poco después, el proyecto cobra forma y le depara un insospechado encuentro con Dahlia Iyad, una hermosa mujer que lucha por la causa de la liberación de Palestina.

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Fasil volvió a la terminal a las nueve de la mañana del día siguiente. Quitó un papel engomado amarillo en el que podía leerse «no funciona» de un teléfono situado junto a la entrada y lo pegó en el teléfono que había elegido y que estaba situado al final de la hilera de casillas. Miró su reloj. Faltaba media hora. Se sentó en un banco cerca del teléfono y se dispuso a leer el periódico.

Fasil no había abusado hasta entonces de las conexiones de Najeer en el Líbano. Y no se atrevería a hacerlo ahora de haber estado éste vivo. Se había limitado a recoger el explosivo plástico en Benghazi una vez que Najeer hizo los arreglos necesarios, pero el nombre de «Sofia», que Najeer había adoptado como código para la misión, había servido para abrirle todas las puertas en Benghazi. Lo incluyó en su telegrama y confiaba en que volvería a dar resultado.

El teléfono sonó a las nueve y treinta y cinco. Fasil contestó a la segunda llamada.

– ¿Hola?

– Sí. Estoy tratando de hablar con la señora Yusuf -Fasil reconoció a pesar de la mala conexión la voz del oficial libio que actuaba como enlace con Al Fatah.

– Busca entonces a Sofía Yusuf.

– Adelante.

Fasil habló rápidamente. Sabía que el libio no permanecería mucho tiempo en el teléfono.

– Necesito un piloto capaz de manejar un helicóptero de carga modelo Sikorsky S-58. Prioridad absoluta. Debe presentarse en Nueva Orleans dentro de seis días. Debe ser sacrificable -Sabía que estaba pidiendo algo extremadamente difícil. Sabía también que Al Fatah disponía de grandes recursos en Benghazi y Trípoli. Prosiguió rápidamente antes de que el oficial pusiera objeciones-. Es similar a las máquinas rusas utilizadas en la represa de Assuan. Lleve la petición al más alto nivel. El más alto. Estoy investido de la autoridad de Once -Once era Hafez Najeer.

La voz del otro extremo era suave, como si el hombre tratara de susurrar en el teléfono.

– Quizá no encuentre semejante hombre. Me parece muy difícil. Seis días es muy poco tiempo.

– Si no lo consigo para entonces no me servirá de nada. Se perderá mucho. Me es absolutamente necesario. Llámeme dentro de veinticuatro horas al otro número. Prioridad absoluta.

– Comprendo -dijo la voz a diez mil kilómetros de distancia. La línea enmudeció.

Fasil se alejó del teléfono y salió de la terminal con paso rápido. Era muy peligroso comunicarse directamente con el Oriente Medio, pero el escaso tiempo de que disponía justificaba correr el riesgo. La petición de un piloto era difícil de satisfacer. No había ninguno entre los fedayines. Manejar un helicóptero de carga con un objeto pesado suspendido debajo de él requiere una gran habilidad. No abundan los pilotos capaces de hacerlo. Pero los libios habían ayudado anteriormente a Septiembre Negro. ¿Acaso el coronel Khadafy no había cooperado con el ataque de Khartoum? Las armas utilizadas para asesinar a los diplomáticos norteamericanos habían sido metidas en el país por un diplomático libio. El tesoro de Libia facilita anualmente treinta millones de dólares a Al Fatah. ¿Cuánto podía valer un piloto? Fasil tenía razón en no perder las esperanzas. ¡Si consiguieran encontrarlo pronto!

El límite de seis días impuesto por Fasil no era estrictamente exacto, ya que faltaban dos semanas hasta el Super Bowl. Pero iba a ser necesario modificar la bomba para poder transportarla en otra máquina diferente a la original, y necesitaba tiempo y la experimentada ayuda del piloto.

Fasil comparó las posibilidades de encontrar un piloto y el riesgo inherente a pedir uno, contra el magnífico resultado que podía obtenerse de encontrarlo. Consideró que valía la pena correr el riesgo.

¿Y si su telegrama, aparentemente inocente, llegaba a ser examinado por las autoridades de los Estados Unidos? ¿Qué pasaría si el judío Kabakov conocía el número de código utilizado para los teléfonos? Fasil pensó que eso no era muy probable, pero no le impidió sentirse incómodo. Era indudable que las autoridades estaban buscando el plástico, pero no conocían la naturaleza de la misión. No había nada que los hiciera pensar en Nueva Orleans.

Se preguntó para sus adentros si Lander seguiría delirando. Tonterías. La gente no delira ya por fiebre alta. Pero los locos desvarían a veces, con o sin fiebre. Dahlia lo mataría a la primera indiscreción.

En ese momento ocurrían en Israel una serie de cosas que harían sentir mucho más su peso en la petición de Fasil que cualquier influencia del fallecido Hafez Najeer. Catorce pilotos israelíes subían a bordo de siete Phantom caza-bombarderos F-4 en una base aérea de Haifa. Corrieron por la pista, distorsionando el calor el aire detrás de ellos, como un vidrio resquebrajado. Avanzaron de a dos por el asfalto y ascendieron al cielo dando un largo giro que los condujo sobre el Mediterráneo, hacia el Oeste, rumbo a Tobruk, Libia, al doble de la velocidad del sonido.

Era una incursión en represalia. Humeaban todavía los escombros de la casa de apartamentos de Rosh Pina destruida por cohetes rusos Katyusha, suministrados a los fedayines por Libia. Está vez la represalia no sería contra las bases de los fedayines en el Líbano y Siria. Esta vez sufrirían las consecuencias los proveedores.

El jefe de la escuadrilla divisó a los treinta y nueve minutos de despegar un carguero libio. Estaba exactamente en el lugar que les había indicado el Mossad, a dieciocho millas de Tobruk rumbo al Este, cargado con armas para los guerrilleros. Pero tenían que tener la absoluta certeza. Cuatro Phantoms permanecieron en lo alto para cubrir a los otros del fuego antiaéreo árabe. Los otros tres se lanzaron en picada. El guía aceleró a doscientos nudos, y pasó sobre el barco a dieciocho metros de altura. No estaban equivocados. Los otros tres se lanzaron entonces hacia el barco, descargaron sus bombas y ascendieron velozmente otra vez. No resonaron gritos de victoria en las cabinas cuando el barco se incendió. Los israelitas escudriñaron esperanzadamente el cielo durante el viaje de regreso. Se sentirían mucho mejor si vieran aparecer los MIG.

El Comando revolucionario de Libia fue presa de una terrible ira de resultas del ataque israelí. Nunca se sabrá quién de entre ellos estaba enterado del golpe programado por Al Fatah en los Estados Unidos. Pero un engranaje se puso en marcha en los iracundos pasillos de Benghazi.

Los israelitas habían atacado con aviones que les habían dado los norteamericanos.

Ellos eran los que habían dicho: «Los proveedores sentirán las consecuencias».

Así sería.

20

– Le dije que podía irse a la cama pero respondió que tenía órdenes de entregarle personalmente la caja -le explicó a Kabakov el coronel Weisman, agregado militar, mientras se dirigían al salón de reuniones de la embajada israelí.

El joven capitán cabeceaba en su silla cuando Kabakov abrió la puerta. Se puso en pie de un salto.

– Mayor Kabakov. Soy el capitán Reik. El paquete de Beirut, señor.

Kabakov hizo un esfuerzo por sofocar la urgente necesidad de abrir la caja y revisar su contenido. Reik había realizado un largo viaje.

– Lo recuerdo muy bien, capitán. Usted estaba a cargo del mortero en Qanaabe. -Se estrecharon la mano demostrando gran entusiasmo el más joven de los dos.

Kabakov se dirigió a la mesa donde había depositado la caja de cartón. Medía sesenta centímetros de largo por treinta de profundidad y estaba atada con un cordel. Sobre la tapa podía leerse escrito en idioma árabe: «Pertenencias personales de Abu Ali, calle Verdun 18, fallecido. Expediente 186047. Debe conservarse hasta el 23 de febrero». En uno de los ángulos de la caja podía apreciarse un gran agujero. El agujero de una bala.

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