Thomas Harris - Domingo Negro

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Con una impresionante hoja de servicios, el veterano de la guerra de Vietnam Michael J. Lander proyecta un diabólico atentado, que tendrá en jaque a los servicios de seguridad. Cuando concibió la operación, no pensó que necesitaría ayuda, pero, a medida que urdía su plan, decidió darle una nueva dimensión con el apoyo de Septiembre Negro y una coartada política. Poco después, el proyecto cobra forma y le depara un insospechado encuentro con Dahlia Iyad, una hermosa mujer que lucha por la causa de la liberación de Palestina.

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El baño. Dos cepillos de dientes. Una pequeña arruga apareció entre sus ojos. Un gorro de baño. Cremas faciales, loción para el cuerpo, baño de espuma. Bueno, bueno. Se alegró en ese momento de haber violado la intimidad de Lander. Se puso a pensar qué aspecto tendría esa mujer. Quería ver el resto de sus pertenencias.

Inspeccionó el otro dormitorio y luego abrió la puerta del cuarto de juegos. Se quedó boquiabierta contemplando la lámpara de alcohol, las colgaduras de las paredes, los candelabros y la gran cama. Se acercó a la cama y tocó la almohada. Seda. ¡Oh, la-la! -se dijo para sus adentros.

– Hola Margaret -dijo Lander.

Dio media vuelta dejando escapar un sonido entrecortado. Lander estaba parado en el umbral con una mano sobre el picaporte y la otra en su bolsillo. Estaba pálido.

– Sólo estaba…

– Qué bien estás. -Era verdad. Estaba espléndida. La había visto anteriormente en ese mismo cuarto en sus pensamientos. Llamándolo como Dahlia, tocándolo como Dahlia. Lander sintió un vacío en su interior. Deseó que Dahlia estuviera allí. Miraba a su antigua esposa tratando de ver a Dahlia, con una urgente necesidad de ver a Dahlia. Pero vio a Margaret. Desparramaba vitalidad a su alrededor.

– Pareces estar muy bien, también, quiero decir que tienes muy buen semblante también, Michael. Debo… debo confesar que no esperaba encontrarme con esto. -Barrió el cuarto con su mano.

– ¿Qué era lo que esperabas? -Su cara estaba bañada en transpiración. Oh, las cosas que había encontrado nuevamente en este cuarto no podían compararse con Margaret.

– Michael, preciso las cosas de bebé. La cunita y el cochecito.

– Ya veo que Roger te preñó. Pero por supuesto, te otorgo el beneficio de la duda.

Sonrió sin pensar no obstante en el insulto, tratando de dejar pasar la frase, tratando de escapar. Esa sonrisa le dio a entender a Lander que consideraba divertida la infidelidad, y que era una broma que podían compartir juntos. Pero lo hirió como un hierro rojo.

– Puedo buscar las cosas en el garaje -agregó dirigiéndose a la puerta.

– ¿Fuiste ya a buscarlas? -Muéstraselo. Muéstraselo y luego mátala.

– No, estaba por ir…

– La cuna y el cochecito no están allí. Los guardé en un depósito. Los gorriones se meten en el garaje y ensucian todo. Haré que te los manden. - ¡No! Llévala al garaje, y muéstrale lo que has fabricado y luego mátala.

– Gracias, Michael. Sería muy amable de tu parte.

– ¿Cómo están las chicas? -Le sonaba rara su propia voz.

– Muy bien. Pasaron una Navidad muy bonita.

– ¿Quieren a Roger?

– Sí, es muy bueno con ellas. Pero les gustaría verte alguna vez. Preguntan siempre por ti. ¿Vas a mudarte? Vi el enorme camión en la entrada y pensé…

– ¿El de Roger es más grande que el mío?

– ¿Qué dices?

Ya era imposible detenerse.

– Maldita hija de puta -dio un paso hacia ella. Tengo que detenerme.

– Adiós, Michael. -Lo esquivó y se dirigió a la puerta.

La pistola que tenía en el bolsillo le quemaba la mano. Debo detenerme. Arruinaré todo. Dahlia dijo que era un privilegio verme trabajar. Dahlia me dijo qué fuerte estás hoy Michael. Dahlia dijo me encanta hacerlo por ti, Michael. Fui tu primer hombre, Margaret. No. El elástico dejó marcas rojas en tus caderas. No pienses más. Dahlia volverá pronto, volverá pronto, volverá pronto. No debo… Click.

– Siento mucho lo que dije, Margaret. No debí haberlo dicho. No es cierto y lo siento.

Seguía asustada. Quería irse.

Podía aguardar un minuto más.

– Margaret, quería mandarte algo. Para ti y para Roger. Espera, espera. Me he comportado muy mal. Me importa mucho que no te enfades conmigo. Me molestará mucho que te enfades conmigo.

– No estoy enfadada contigo, Michael. Tengo que irme. ¿Has visto últimamente a un médico?

– Sí, sí. Estoy muy bien, lo que pasa es que fue una gran sorpresa volver a verte -sus próximas palabras se le atragantaban, por el esfuerzo de decirlas-. Te he extrañado y me ofusqué un poco. Eso es todo. Espera un segundo. -Caminó rápidamente hasta el escritorio de su cuarto; cuando regresó Margaret estaba bajando la escalera-. Toma, quiero que te lleves esto. Llévatelo y que te diviertas y no te enfades.

– Muy bien, Michael. Adiós, entonces. -Cogió el sobre y cuando llegó a la puerta se detuvo y se volvió hacia él. Sentía la necesidad de decírselo. No sabía bien por qué. Tenía que enterarse. -Michael, sentí mucho lo de tu amigo Jergens.

– ¿Qué pasa con Jergens?

– Era él quien nos despertaba para hablar contigo a medianoche, ¿verdad?

– ¿Qué pasa con él?

– Se suicidó. ¿No lo leíste en el periódico? Decían que era el primer prisionero de guerra que se suicidaba. Tomó unas pastillas y se colocó una bolsa de plástico en la cabeza -dijo-. Lo sentí mucho. Recuerdo cómo le hablabas por teléfono cuando no podía dormir. Adiós, Michael -sus ojos parecían cabezas de alfileres y se sentía más aliviada sin saber por qué.

Cuando estuvo a tres manzanas de distancia, esperando en un semáforo en rojo, abrió el sobre que le había entregado Michael. Contenía dos entradas para el partido del Super Bowl.

Lander corrió al garaje en cuanto se fue Margaret. Estaba con los nervios de punta. Comenzó a trabajar rápidamente, tratando de ignorar los pensamientos que surgían como aguas arremolinadas en su mente. Empujó hacía adelante el elevador a horquilla que había alquilado, deslizando la horquilla debajo del soporte que contenía la barquilla. Puso en marcha el motor y se subió al asiento. Pensó en todos los elevadores de cargas que había visto en los depósitos y en los muelles. Pensó en los principios de las palancas hidráulicas. Salió afuera y abrió la puerta de atrás del camión. Enganchó la rampa metálica a la parte posterior del vehículo. Recordó los dispositivos de aterrizaje que había visto y la forma en que estaban enganchadas las rampas. Pensó desesperadamente en las rampas de carga. Echó un vistazo a la calle. Nadie vigilaba. De todos modos no tenía importancia. Se instaló nuevamente en el elevador a horquilla y levantó la barquilla del suelo. Con mucha suavidad. Era un trabajo delicado. Tenía que concentrarse en él. Tenía que obrar con sumo cuidado. Condujo el pequeño tractor lentamente hasta la rampa del camión y se introdujo en la parte posterior del vehículo. Los elásticos crujieron con el peso. Bajó la horquilla que sujetaba la barquilla, puso el freno, aseguró las ruedas firmemente y ató fuertemente la barquilla y el tractor con una gruesa soga. Pensó en los nudos. Conocía toda clase de nudos. Podía atar doce nudos diferentes. Debía recordar dejar un cuchillo grande en la parte posterior del camión para que Dahlia pudiera cortar las sogas llegado el momento. No tendría tiempo de manipular nudos. Oh, Dahlia. Vuelve pronto, estoy ahogándome. Guardó la rampa y una bolsa con armas pequeñas dentro del camión y cerró con un candado la puerta posterior. Listo.

Vomitó en el garaje. No debo pensar. Se dirigió al armario donde guardaban las bebidas y sacó una botella de vodka. El estómago rechazó la vodka. La segunda vez se quedó. Sacó la pistola del bolsillo y la tiró detrás de la cocina donde no podría alcanzarla. Otra vez la botella y otra vez más. Había consumido la mitad del contenido y le chorreaba por la camisa y el cuello. La botella una y otra vez. La cabeza le daba vueltas. No debo vomitar. Tengo que aguantar. Estaba llorando. La vodka comenzaba a hacerse sentir. Se sentó en el suelo de la cocina. Dentro de dos semanas estaré muerto. Gracias a Dios que habré muerto. Todos los demás también. Donde reina la calma. Y donde nada existe realmente. Oh, Dios, qué espera tan larga. Oh Dios, he esperado desde hace tanto. Hiciste bien en suicidarte, Jergens. ¡Jergens!… Comenzó a gritar. Se levantó y caminó dando tumbos hasta la puerta de atrás. Salió y siguió gritando. Una lluvia fría mojaba su cara mientras daba alaridos en el patio. ¡Hiciste bien, Jergens! Se le vinieron encima los escalones y cayó al césped seco cubierto por la nieve, quedando de cara a la lluvia. Un último pensamiento antes de perder totalmente el conocimiento. El agua es buena conductora del calor. Observen millones de motores y mi corazón helado sobre la tierra.

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