Thomas Harris - Domingo Negro

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Con una impresionante hoja de servicios, el veterano de la guerra de Vietnam Michael J. Lander proyecta un diabólico atentado, que tendrá en jaque a los servicios de seguridad. Cuando concibió la operación, no pensó que necesitaría ayuda, pero, a medida que urdía su plan, decidió darle una nueva dimensión con el apoyo de Septiembre Negro y una coartada política. Poco después, el proyecto cobra forma y le depara un insospechado encuentro con Dahlia Iyad, una hermosa mujer que lucha por la causa de la liberación de Palestina.

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Se registró en un motel del West Side, bajo el nombre de Chesterfield Pardue. Enfrió doce botellas de Perrier en el lavabo del baño. Sintió durante un instante un estremecimiento nervioso. Experimentó una urgente necesidad de sentarse en la bañera seca con la cortina de baño corrida, pero tuvo miedo de que su enorme trasero se quedara atascado en la bañera como le había sucedido una vez en Atlantic City. Se le pasó el frío después de recostarse un rato en la cama, con las manos apoyadas sobre su prominente estómago, mirando el techo con el ceño fruncido. Qué tonto fue en meterse con esos roñosos guerrilleros. Una colección de flacos idiotas a los que lo único que les interesaba era la política. Beirut había resultado algo funesto para él hace unos años cuando quebró el banco Intra en 1967. Eso le comió una buena parte de la suma que había juntado para poder jubilarse. De no haber ocurrido ese desastre haría tiempo ya que habría dejado de trabajar.

Estuvo a punto de recuperar lo perdido cuando los árabes se presentaron con esa oferta. La fantástica suma que cobraría por conseguir el plástico lo haría salir nuevamente a flote. Esa fue la razón por la que decidió correr el riesgo. Bueno, tendría que arreglárselas con la mitad del dinero prometido por los guerrilleros.

Jubilarse. Vivir en su deliciosa casa cerca de Nápoles sin escalones que subir. Hacía mucho que lo esperaba.

Comenzó a trabajar como camarero del carguero Ali Bey. A los dieciséis años su volumen le hacía ya difícil subir y bajar las escalerillas del barco. Cuando el Ali Bey llegó a Nueva York en 1938, Muzi echó una larga mirada a la ciudad y abandonó el barco sin más trámite. Dominaba cuatro idiomas y era hábil con los números, por eso le resultó fácil conseguir trabajo en la zona portuaria de Brooklyn como contador de un depósito propiedad de un turco llamado Jahal Bezir, un hombre de una astucia casi satánica, que se llenó de dinero trabajando en el mercado negro durante la segunda guerra mundial.

Bezir estaba muy impresionado por Muzi, porque nunca pudo sorprenderlo robando. En el año 1947, Muzi llevaba los libros de Bezir, y a medida que transcurría el tiempo, el viejo confiaba más y más en él.

La mente del anciano turco seguía despejada y activa, pero cada vez adoptaba más frecuentemente el idioma turco de su niñez, dictando inclusive su correspondencia en esa lengua y dejando que Muzi se ocupara de hacer la traducción. Bezir hacía la gran parodia de leer las traducciones, pero si las cartas eran varias, a menudo no sabía cuál era la que tenía en su mano. Esto intrigaba a Muzi. La vista del viejo era buena. Estaba lejos de ser senil. Hablaba inglés corrientemente. Después de realizar unas cuantas pruebas atinadas, Muzi llegó a la conclusión de que Bezir ya no podía leer. Una excursión a la biblioteca pública lo puso al tanto sobre varias características de la afasia. Era lo que tenía el anciano. Muzi pensó un buen rato sobre su descubrimiento. Luego comenzó a hacer pequeñas especulaciones con moneda extranjera, aprovechándose del crédito del turco, sin que éste lo supiera ni lo autorizara a hacerlo.

Las fluctuaciones monetarias de la posguerra fueron beneficiosas para Muzi. Con la única excepción de tres días terribles en que un grupo de especuladores de Muscat se presentaron a las puertas del negocio para reclamar los diez mil certificados retenidos por Muzi a veintisiete dólares por libra, mientras el turco roncaba pacíficamente en el piso de arriba. Eso le costó tres mil dólares de su propio bolsillo, pero en ese momento tenía con qué pagarlos.

Mientras tanto había hecho las delicias de Bezir al inventar un cable hueco para contrabandear haschich. Cuando el turco murió, aparecieron unos parientes lejanos que se hicieron cargo de su negocio y lo arruinaron. Muzi se quedó con sesenta y cinco mil dólares que había ganado con divisas y unas excelentes relaciones para entrar contrabando. Eso era todo lo que necesitaba para convertirse en un traficante de cualquier cosa que le produjera beneficios, con excepción de narcóticos. El astronómico beneficio potencial de la heroína lo tentó, pero resistió la tentación. No quería quedar marcado para el resto de su vida. No quería tener que dormir en una caja de seguridad todas las noches. No quería correr los riesgos ni le gustaban las personas que traficaban con heroína. Haschich era algo totalmente distinto.

En 1972 la sección Jihaz-al-Rasd de Al Fatah estaba muy metida con el contrabando de haschich. Muchas de las bolsitas de medio kilo que Muzi importaba del Líbano estaban decoradas con su marca de fábrica: un fedayin empuñando una metralleta. Fue a través de esas conexiones que Muzi entregó la carta del norteamericano y a través de ellos fue contactado para contrabandear el plástico.

Muzi había estado alejándose del tráfico de haschich durante los últimos meses, y liquidando sistemáticamente todos sus otros intereses en el Oriente Medio. Quería hacerlo gradualmente y no dejar clavado a nadie. No tenía interés en llenarse de enemigos que podrían interferir luego la paz de su alejamiento de esas actividades y la interminable sucesión de comidas al fresco en su terraza que daba a la bahía de Nápoles. Este asunto del Leticia había amenazado todo eso. Quizás los guerrilleros no confiaban ya en él al enterarse de que pensaba desvincularse del Oriente Medio. Posiblemente el mismo Larmoso se había enterado de sus intenciones, se había sentido incómodo y decidió aprovechar esa oportunidad para entrar en el negocio. Fuera lo que fuera lo que había hecho Larmoso, había conseguido molestar a los árabes.

Muzi sabía que podría arreglárselas muy bien en Italia. Tenía que correr un pequeño riesgo en Nueva York y luego quedaría libre de irse a su casa. Tirado sobre la cama del motel, esperando poder hacer algún movimiento mientras su estómago protestaba, Muzi imaginó estar comiendo en el Lutece.

Kabakov estaba sentado sobre una manguera enroscada, tiritando. Una corriente de aire frío entraba por el desván donde se guardaban las herramientas en la parte alta del depósito y las paredes estaban cubiertas de escarcha, pero además de ser un buen escondite, desde la barraca podía verse perfectamente bien la casa de Muzi situada en la vereda de enfrente. El hombre somnoliento que vigilaba por la ventana del costado del cobertizo, quitó el papel a una tableta de chocolate y comenzó a mordisquearla, haciendo ruiditos secos al quebrarse cada barrita. El y otros dos integrantes del equipo táctico invasor habían viajado desde Washington en un coche alquilado después de recibir la llamada de Kabakov.

El agotador viaje por carretera fue necesario porque el equipaje del grupo habría despertado mucho interés bajo el fluoroscopio del aeropuerto: metralletas, rifles, granadas. Otro miembro del equipo estaba apostado sobre el techo de otra casa en la misma manzana pero del otro lado de la calle. El tercero estaba con Moshevsky en la oficina de Muzi.

El somnoliento israelí le ofreció un pedazo de chocolate a Kabakov, pero éste meneó la cabeza y prosiguió observando la casa con los prismáticos espiando por la pequeña rendija en la puerta de la barraca. Kabakov se preguntó si habría hecho bien al no contarle a Corley y las otras autoridades norteamericanas lo que había averiguado sobre Muzi y la estatuilla de la Virgen. Resopló por la nariz. Por supuesto que había hecho bien. Lo más que le habrían permitido hacer los norteamericanos era conversar con Muzi en una antesala de la comisaría con un abogado presente. Así podría hablar con él en circunstancias más favorables si es que los árabes no lo habían matado ya.

Muzi vivía en una simpática calle con árboles a ambos lados en el barrio Cobble Hill de Brooklyn. El edificio, cuyo frente era de piedra, contenía cuatro apartamentos. El suyo era el más grande de la planta baja. La única entrada estaba en el frente y Kabakov estaba seguro de que por ahí iba a pasar Muzi cuando llegara. Era demasiado gordo para tratar de meterse por una ventana a juzgar por el tamaño de la ropa guardada en el armario.

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