Thomas Harris - Domingo Negro

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Con una impresionante hoja de servicios, el veterano de la guerra de Vietnam Michael J. Lander proyecta un diabólico atentado, que tendrá en jaque a los servicios de seguridad. Cuando concibió la operación, no pensó que necesitaría ayuda, pero, a medida que urdía su plan, decidió darle una nueva dimensión con el apoyo de Septiembre Negro y una coartada política. Poco después, el proyecto cobra forma y le depara un insospechado encuentro con Dahlia Iyad, una hermosa mujer que lucha por la causa de la liberación de Palestina.

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Y ahora que los explosivos estaban en alta mar, dirigiéndose rumbo a los Estados Unidos a una velocidad de doce nudos en el carguero Leticia, todo el proyecto se veía amenazado por la traición del capitán Larmoso, y quizás por la del propio Benjamín Muzi. ¿Habría inspeccionado Larmoso el contenido de los cajones cumpliendo órdenes de Muzi?

Quizá éste había decidido quedarse con el primer pago, denunciar a Lander y a Dahlia a las autoridades y vender el plástico en otra parte. En ese caso, no podían correr el riesgo de recoger los explosivos en los muelles de Nueva York. Tendrían que buscarlos en el mar.

6

El aspecto de la embarcación era común y corriente, un pesquero deportivo de diez metros de largo, de línea esbelta, del tipo utilizado por los hombres con mucho dinero y poco tiempo. Todos los fines de semana en la época veraniega muchas de estas lanchas ponen proa al Este y se internan en medio de las grandes olas llevando a bordo unos gordos barrigones vestidos con bermudas, rumbo a las abruptas profundidades afuera de la costa de Nueva Jersey, donde vienen a comer los grandes peces.

Pero a pesar de tratarse de la era de los barcos de fibra de vidrio y aluminio, éste estaba construido en madera, con un doble forro de caoba de las Filipinas. Tenía una línea muy bonita, una estructura sólida y había costado mucho dinero. Su sobreestructura era también de madera, pero ello no era aparente ya que la mayor parte de las áreas barnizadas habían sido pintadas. La madera refleja muy mal las ondas del radar.

Estaba equipado con dos poderosos motores diesel a turbina y gran parte del espacio destinado a comedor y estar, en los barcos comunes, había sido sacrificado para hacer sitio a reservas extra de agua y combustible. Su dueño lo utilizaba en el Caribe durante el verano, traficando haschich y marihuana desde Jamaica a Miami a la luz de la luna. Durante el invierno se dirigía al Norte y lo alquilaba, pero no a pescadores. El precio eran dos mil dólares diarios, sin ninguna clase de preguntas, más un gigantesco depósito. Lander hipotecó su casa para conseguir el depósito.

Estaba guardado en un varadero al final de una serie de muelles desiertos en Toms River, saliendo de la bahía de Barnegat, con los tanques llenos de combustible, listo para ser usado.

Lander y Dahlia llegaron al varadero en una camioneta alquilada a las diez de la mañana del 10 de noviembre. Caía una lluvia fría y persistente y los muelles invernales estaban desiertos. Lander abrió la puerta doble del fondo del varadero que daba a tierra y entró con la camioneta marcha atrás hasta quedar a dos metros de distancia de la popa de la lancha. Dahlia dejó escapar una exclamación al ver la embarcación, pero Lander estaba atareado constatando si estaba todo lo que figuraba en su lista y no le prestó atención. Durante los veinte minutos siguientes estuvieron ocupados cargando un variado equipo a bordo, varios metros de soga, un mástil delgado, dos escopetas de cañón largo, una con el cañón recortado, un poderoso rifle, una pequeña plataforma sujeta sobre cuatro flotadores, más cartas de navegación para completar la bien provista colección con que contaba el barco y varios bultos cuidadosamente envueltos, que constituían un almuerzo.

Lander ató todos los objetos con tanta fuerza que aun si el barco diera una vuelta de campana, nada se habría caído.

Oprimió un interruptor situado en una de las paredes, y la gran puerta de la casilla que daba al agua se levantó, dejando entrar la gris luz invernal. Subió al puente volante. El primero en rugir fue el motor de babor; luego el de estribor, y una nube de humo azul inundó el cobertizo. Sus ojos pasaban de uno a otro indicador mientras se calentaban los motores.

A una señal de Lander, Dahlia soltó los cables de popa y se reunió con él en el puente. Empujó los aceleradores hacia adelante, el agua se infló como un músculo a popa, la hélice apareció en la superficie y la lancha se internó lentamente en la lluvia.

Cuando dejaron atrás Toms River, Lander y Dahlia se trasladaron al tablero de controles situado dentro de la cabina climatizada y pusieron rumbo a Barnegat Inlet, al final de la bahía, para internarse en mar abierto. Soplaba viento del Norte que hacía encresparse ligeramente el agua. Avanzaron fácilmente, mientras los limpiaparabrisas barrían lentamente las gotas de lluvia. No se veía ninguna otra embarcación. El largo banco de arena que protegía la bahía se divisaba por debajo de la niebla de babor y del otro lado podían ver una chimenea en el extremo de Oyster Creek.

Llegaron a Barnegat Inlet en menos de una hora. El viento soplaba ahora del Noreste y una fuerte marejada castigaba la entrada de la caleta. Lander lanzó una carcajada al enfrentarse a las primeras y grandes olas del Atlántico cuya espuma salpicaba desde la proa. Habían subido nuevamente al puente exterior para salir de la caleta y una llovizna fría mojaba sus caras.

– Las olas no van a ser tan grandes mar afuera -dijo Lander mientras Dahlia se secaba la cara con el dorso de la mano.

Podía ver que estaba divertido. Le encantaba sentir el barco bajo su control. No había nada que fascinara más a Lander que la sensación de flotar. Esa fuerza fluida que cedía y empujaba con un respaldo firme como el de una roca. Movió lentamente la rueda del timón hacia uno y otro lado, alterando ligeramente el ángulo en el que la lancha hendía las olas, aumentando la percepción de sus músculos para sentir las distintas fuerzas que golpeaban el casco. La tierra firme iba quedando cada vez más atrás a ambos lados y la luz del faro de Barnegat podía verse a estribor.

Pasaron de la llovizna a la tenue luz de un sol de invierno al dejar atrás la línea de la costa y cuando Dahlia miró por encima de su hombro vio gaviotas volando en círculos, con sus siluetas blancas, recortadas contra las nubes grises. Dando vueltas como lo hacían sobre la playa de Tiro cuando ella era una niña y las observaba parada sobre la arena caliente, con sus pies pequeños y bronceados que asomaban por el deshilachado dobladillo de su vestido. Se había internado en demasiados vericuetos de la mente de Michael Lander durante demasiado tiempo. Se preguntó en qué forma incidiría en sus relaciones la presencia de Muhammad Fasil, si es que todavía estaba vivo y los esperaba con los explosivos pasando la curva de los noventa pies de profundidad. Tendría que hablar con Fasil inmediatamente. Había cosas que debería explicarle antes de qué cometiera un error fatal.

Cuando volvió la cabeza para mirar al mar que se extendía adelante, Lander estaba observándola desde el asiento del timonel, con una mano apoyada sobre el timón. El aire marino había coloreado sus mejillas y sus ojos brillaban. El cuello de su chaquetón forrado de piel de oveja estaba vuelto contra su cara y los pantalones se ceñían contra sus muslos, al inclinarse siguiendo el balanceo de la embarcación. Lander al comando de dos poderosos motores diesel, ocupado en algo que sabía hacer bien, echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír. Fue una risa auténtica que la sorprendió. No la había oído a menudo.

– ¿Sabe señora que usted es pura dinamita? -dijo secándose los ojos con los nudillos.

La joven bajó los ojos y luego levantó nuevamente la cabeza mirándolo sonriente.

– Vayamos a buscar un poco de plástico.

– Por supuesto -respondió Lander sacudiendo la cabeza- Todo el plástico de la tierra.

Fijó un rumbo de ciento diez grados, apenas un poco más al Norte que al Este con las variaciones de la brújula y luego lo corrigió cinco grados más al Norte cuando las campanas y las sirenas de las boyas fuera de Barnegat le indicaron con más exactitud el efecto del viento. La marejada golpeaba ahora contra la banda de babor, pero con mucha menos fuerza, salpicando apenas mientras la lancha hundía la proa en ellas. En algún lugar más allá del horizonte esperaba el carguero, cabalgando sobre ese mar invernal.

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