Y no había una respuesta inmediata para esa pregunta, ¿verdad? pensó Wills. Simplemente no la había, y este chico estaba entendiendo el juego demasiado rápido. ¿Qué demonios había aprendido en la Casa Blanca? Para empezar, hacía muchas preguntas. Y prestaba atención a todas las respuestas. Y hasta pensaba en ellas.
"Detesto decir esto, Jack, pero sólo soy tu oficial de entrenamiento, no el Gran Jefe de este equipo".
"Sí, lo sé. Lo lamento. Supongo que es que estoy acostumbrado a como mi papá hacía que las cosas ocurrieran – o al menos así me parecía a mí. Sé que no a él, al menos no siempre". Esto era doblemente así, dado que su madre era cirujana y estaba acostumbrada a hacer las cosas a su tiempo, que generalmente era en este mismo instante. Era difícil tomar decisiones sentado ante un terminal, lección que probablemente su padre había tenido que aprender en su momento, cuando los Estados Unidos vivían en la mira de un enemigo realmente serio. Los terroristas podían hacer doler, pero no le podían causar un verdadero daño estructural a los Estados Unidos, aunque una vez lo habían intentado en Denver. Estos tipos eran más parecidos a enjambres de insectos que a vampiros…
Pero los mosquitos podían transmitir la fiebre amarilla, ¿verdad?
Al sur de Munich, en la ciudad portuaria de Pireo, un contenedor fue alzado de un barco por una grúa y bajado hasta el acoplado de un camión. Una vez que el contenedor estuvo firmemente emplazado, el camión y su acoplado dejaron el puerto y, sin entrar en Atenas, se dirigieron a las montañas de Grecia, al norte. El remito de carga decía que iba a Viena, un largo camino sin altos por buenas rutas, a entregar una carga de café de Colombia. Al personal de seguridad del puerto no se le ocurrió registrarlo, pues la documentación de desembarque estaba en regla y pasó sin problemas los lectores de códigos de barras. Ya había hombres reuniéndose para ocuparse de esa parte de la carga que no estaba hecha para ser mezclada con agua caliente ni con crema. Hacía falta mucha mano de obra para fraccionar una tonelada de cocaína en paquetes de a dosis, pero contaban con un depósito de una planta recientemente adquirido donde hacerlo, desde donde partirían de a uno a distintos puntos de Europa, aprovechando la ausencia de fronteras internas que reinaba desde el establecimiento de la Unión Europea. Con esta carga, la palabra empeñada por un socio estaba siendo cumplida, y una ventaja psicológica era retribuida con una ganancia monetaria… El procedimiento continuó toda la noche, mientras los europeos -incluso aquellos que harían uso de parte de esa carga en cuanto dieran con un vendedor callejero que se la vendiera- dormían el sueño de los justos.
Vieron a su objetivo a las nueve y media de la mañana siguiente. Tomaban perezosamente el desayuno en una Gasthaus ubicada a media cuadra de la que empleaba a su amigo Emil, cuando vieron a Anas Aif Atef caminando con aire decidido por la calle pasar a menos de seis metros de donde ellos desayunaban con Strudel y café junto a unos veinte alemanes. Atef no notó que lo vigilaban: sus ojos miraban hacia adelante y no escudriñaban discretamente la zona, como lo habría hecho un agente entrenado. Era evidente que aquí se sentía a salvo. Eso era bueno.
"Ahí va nuestro amigo", dijo Brian, quien fue el primero en verlo. Como en el caso de Sali, no tenía un letrero luminoso en la cabeza para señalado, pero era idéntico a la foto y había salido del edificio que correspondía. Su bigote hacía que fuera difícil cometer un error de identificación. Iba razonablemente bien vestido. A no ser por su piel y su mostacho, podría haber pasado por un alemán. En la esquina subió a un autobús que se dirigía hacia el este.
"¿Alguna especulación?", le preguntó Dominic a su hermano.
"Se fue a tomar el desayuno con un amigo o a planificar la caída del Occidente infiel. Realmente, no tenemos forma de saberlo".
"Sí, sería bueno contar con una verdadera cobertura, pero no estamos investigando, ¿verdad? Este sujeto reclutó al menos a uno de los asesinos. Tiene ganado su lugar en la lista de los que pierden, Aldo".
"De acuerdo, hermanito", asintió Brian. Su conversión era total. Para él, Aní Atef no era más que un rostro, y un trasero que pinchar con su bolígrafo mágico. Más allá de eso, era alguien con quien Dios tendría que hablar en su momento, jurisdicción que no les concernía a ninguno de los dos por el momento.
"Si fuese una operación del Buró, en este momento tendríamos un equipo en el apartamento, al menos para echarle una mirada a su computadora".
Brian asintió. "Ahora qué?"
"Vemos si va a la iglesia, y de ser así, vemos qué posibilidades hay de pincharlo a la entrada o a la salida".
"¿No te parece que esto va un poco demasiado rápido?", se preguntó en voz alta Brian.
"Supongo que podríamos quedamos en el hotel aciéndonos la paja, pero es malo para la muñeca, ¿sabes?"
"Sí, tienes razón".
Terminaron el desayuno y dejaron dinero en la mesa, pero no una propina excesiva. Eso los hubiera marcado como estadounidenses.
El autobús no era tan confortable como su auto, pero en última instancia era más conveniente, pues no había que encontrar dónde estacionar. Las ciudades europeas no habían sido diseñadas para el automóvil. Por supuesto que tampoco El Cairo y los atascos de tránsito que allí se producían eran increíbles -aun peores que los de aquí- pero al menos Alemania tenía un buen sistema de transporte público. Los trenes eran extraordinarios. La calidad de las líneas impresionaba a ese hombre que había estudiado ingeniería durante algunos años -sólo algunos? se preguntó, parecía toda una vida. Los alemanes eran un pueblo extraño. Distantes y formales, se creían muy superiores a los demás. Miraban con desprecio a los árabes -y de hecho, también a la mayoría de los demás europeos- y sólo habían abierto sus puertas a los extranjeros porque así lo dictaminaban sus leyes internas, impuestas hacía sesenta años, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, por los estadounidenses. Pero como los obligaron, lo hicieron, en general sin protestar demasiado, pues ese pueblo de locos respetaba las leyes como si éstas fuesen escritas por la mismísima mano de Dios. Eran el pueblo más dócil que conocía,pero bajo esa docilidad subyacía una capacidad para la violencia -la violencia organizada- casi sin parangón en el mundo. En el pasado reciente habían tomado la decisión de eliminar a los judíos. Incluso habían convertido sus campos de exterminio en museos, pero museos cuyas piezas y artefactos aún funcionaban, como si estuviesen listos para volver a actuar. Era una pena que no tuviesen la voluntad política de ponerlos en marcha otra vez.
Los judíos habían humillado a su país en cuatro ocasiones, y en una de ellas habían matado a su hermano mayor Ibrahim, cuando éste iba al volante de un tanque soviético T-62. No recordaba a Ibrahim. Era demasiado joven en ese entonces, y sólo tenía una fotografía para saber que aspecto tenía, pero su madre aún lloraba por él. Murió tratando de completar la tarea que comenzaron los alemanes, pero fracasó al morir a causa del disparo de un tanque de batalla estadounidense M6OAI en la hatalla de la Granja China. Los estadounidenses eran quienes protegían a los judíos. Los Estados Unidos eran gobernados por sus judíos. Por ello proveían de armas a sus enemigos, les suministraban información de inteligencia, y amaban matar árabes.
Pero que los alemanes hubieran fracasado en su misión no había doblegado su arrogancia. Sólo la había reorientado. Lo notaba en el autobús, en las breves miradas de soslayo, la forma en que las ancianas se alejaban de él unos pasos. Probablemente alguien limpiaría con desinfectante la barra de la que se tomaba, refunfuñó Anas para sí. Por el Profeta, eran gente desagradable.
Читать дальше