Tom Clancy - Los dientes del tigre

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"Si le vas a patear el trasero al tigre, más vale que tengas un plan para enfrentarte a sus dientes."
Tom Clancy. Durante la era del terrorismo global, donde cualquiera puede acceder tanto a un fusil Kalashnikov como a algunas fatales nociones de química, o simplemente está dispuesto a morir por una "causa justa", las antiguas reglas ya no corren.
Por más organizaciones gubernamentales creadas ad hoc, las únicas efectivas son las rápidas y ágiles, libres de supervisión y restricciones y fuera del sistema.
En un anónimo edificio suburbano, una empresa invierte con éxito en acciones, bonos y divisas pero, tras la fachada financiera, de lo que se ocupa en realidad es de identificar y localizar amenazas terroristas para eliminarlas del modo que sea.
Instalado con la venia del presidente norteamericano, "el Campus" recluta a tres nuevos talentos: el agente del FBI Dominic Caruso, su hermano Brian, combatiente en Afganistán, y Jack Ryan Jr., que ha crecido rodeado de intrigas mientras su padre llegaba a la Casa Blanca.
La frenética trama de Los dientes del tigre obligará a Jack a deshacerse de sus conocimientos sobre espionaje y operaciones de inteligencia para enfrentarse a un mundo que se ha vuelto mucho más peligroso, poblado por fanáticos islámicos y narcotraficantes colombianos.
El genio de Tom Clancy para las historias amplias y absorbentes lo ha convertido en uno de los narradores más destacados de la actualidad. Su nueva novela supera las marcas anteriores.

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"A media hora al este de Amarillo. Fue un agradable tramo de trescientas cincuenta millas, pero nos estamos quedando sin combustible".

"¿Por qué no me despertaste hace unas cuantas horas?"

"¿Por qué? Dormías tranquilamente, y la ruta estuvo casi totalmente despejada toda la noche, con excepción de los malditos camiones. Los estadounidenses deben de dormir toda la noche. No creo haber visto más de treinta automóviles en las últimas horas".

Mustafá miró el velocímetro. El coche había ido a sesenta y cinco. Así que Abdulá no se había pasado del límite. No los había detenido la policía. No había por qué incomodarse. Pero Abdulá no había seguido sus órdenes con la precisión que Mustafá prefería.

"Ahí", dijo el conductor, señalando un letrero azul. "Podemos cargar combustible y comer algo. Pensaba despertarte aquí, Mustafá. Puedes estar tranquilo, amigo mío". El indicador de combustible casi marcaba "vacío" -, vio Mustafá. Abdulá había cometido un error al dejado bajar tanto, pero ya no tenía sentido reprenderlo por eso.

Se detuvieron en un estacionamiento de considerable tamaño. Los surtidores de gasolina eran de Chevron, y automáticos. Mustafá sacó su billetera e insertó su tarjeta Visa en la ranura, llenando luego el Ford con más de setenta litros de gasolina especial.

Cuando terminó, los otros tres ya habían pasado por el baño y estudiaban las opciones de comida. Al parecer, tendrían que ser donuts otra vez. Diez minutos después de haber salido de la interestatal, la tomaban otra vez, hacia Oklahoma, al este. Veinte minutos después, entraban allí.

En el asiento trasero, Rafi y Zuhayr iban despiertos, conversando. Mustafá escuchaba sin participar.

El terreno era llano, de topografía similar a la de su tierra natal, aunque mucho más verde. El horizonte quedaba sorprendentemente lejos, tanto que estimar distancias parecía imposible a primera vista. El sol estaba por encima del horizonte, y lo incomodó hasta que recordó los anteojos de sol que llevaba en el bolsillo de la camisa. Ayudaron un poco.

Mustafá notó su propio estado de ánimo. Conducir le parecía agradable, el paisaje era placentero y, lo que había de trabajo, fácil. Más o menos cada noventa minutos veía un auto de la policía, que generalmente pasaba su Ford a buena velocidad, demasiado rápido para que los que iban dentro los miraran bien a él y sus amigos. Mantener la velocidad crucero justo dentro del límite había sido un buen consejo. Se desplazaban a buen ritmo, pero así y todo, otros vehículos los pasaban a menudo, aun camiones grandes. No romper la ley ni un poquito los hacía invisibles a los ojos de la policía, cuyo principal objetivo era penalizar a los que fuesen demasiado rápido. Confiaba en la solidez de la seguridad de su misión. De no haber sido así, los habrían seguido, o detenido en algún tramo de ruta particularmente desierto, una trampa con armas y muchos, muchos enemigos. Pero eso no había ocurrido. Otra ventaja de conducir cerca del límite de velocidad era que cualquiera que los siguiese se destacaría. Sólo era cuestión de mirar por el espejo. Nadie permanecía detrás de ellos por más de unos pocos minutos. Cualquier seguimiento policial lo haría un hombre -tenía que ser varón- de entre veintitantos y treinta y tantos años. Tal vez dos, uno para conducir, otro para mirar. Tendrían aspecto de estar en buen estado atlético, cortes de cabello conservadores. Los seguirían por unos minutos antes de romper contacto y que otros los relevaran. Por supuesto que serían astutos, pero la naturaleza de su misión haría que sus procedimientos fuesen predecibles. Habría vehículos reconocibles que desaparecerían y reaparecerían. Pero Mustafá estaba completamente alerta y no había visto autos que apareciesen más de una vez. Claro que los podían seguir desde el aire, pero los helicópteros eran fáciles de detectar. El único peligro hubiese sido un avión pequeño, pero no podían preocuparse por todo. Lo que estaba escrito, estaba escrito, y no había forma de defenderse de eso. Por ahora, la ruta estaba despejada y el café era excelente. Sería un bonito día. CIUDAD DE OKLAHOMA, 36 MILLAS, proclamó el cartel indicador verde.

La NPR anunció que era el cumpleaños de Barbra Streisand, una información esencial para comenzar el día, pensó John Patrick Ryan Jr. mientras salía de la cama y se dirigía al baño. A los pocos minutos, vio cómo su cafetera automática había funcionado según lo previsto, sirviendo el equivalente a dos tazas en el jarro de plástico blanco. Había pensado irse a McDonald's esa mañana y comerse un Egg McMuffin y papas fritas al estilo sureño, camino al trabajo. No era exactamente un desayuno saludable, pero sí satisfactorio y, a los veintitrés años no se preocupaba demasiado por la grasa y el colesterol, como sí le ocurría a su padre, gracias a su madre. Mamá ya estaría vestida y lista para irse al Hopkins (hasta donde la llevaba su principal agente del Servicio Secreto) para su trabajo matinal, sin café si le tocaba operar ese día, pues la preocupaba la posibilidad de que la cafeína le produjese un ligero temblor en las manos que la hiciera ensartar su bisturí en el cerebro de algún pobre desgraciado después de atravesarle el cerebro como si fuese la aceituna de un martini (broma de su padre que generalmente provocaba una juguetona palmadita de mamá). Papá se pondría a trabajar en sus memorias, asistido por un escritor profesional (lo cual detestaba, pero que su editor le había impuesto). Sally estaba pasando por la etapa de escuela médica en que le gustaba jugar a la doctora; no sabía qué estaría haciendo en ese momento. Katie y Kyle se estarían vistiendo para la escuela. Pero el pequeño Jack debía ir a trabajar. Ultimamente, había dado en pensar que la universidad había sido su última vacación. Sí, claro, todos los niños y niñas quieren crecer y hacerse cargo de su propia vida, pero cuando llegan allí ya no pueden volverse atrás. Eso de trabajar todos los días era un clavo. Sí, claro, a uno le pagaban por hacerlo, pero él ya era rico y heredero de una familia distinguida. En su caso, ya había hecho dinero y no era la clase de persona que lo derrocharía, arruinando su propia vida. Dejó su taza vacía en el lavaplatos y fue a afeitarse al baño.

Ésa era otra cosa que no le causaba gracia. Maldita sea, cuando uno llegaba a adolescente, era tan agradable ver cómo esa primera suave pubescencia de melocotón se volvía oscura y erizada. Luego, había que afeitarla una o dos veces a la semana, por lo general antes de una cita. Pero cada mañana, iqué clavo! Recordó haber visto cómo lo hacía su padre, observando cómo suelen hacerlo los niños y pensando qué bueno que era ser adulto. Sí, claro. Crecer no valía la pena. Era mejor tener un papá y una mamá que se ocuparan de toda la mierda de rutina. Sin embargo…

Sin embargo, ahora estaba haciendo cosas importantes, y eso era, hasta cierto punto, satisfactorio. Una vez que uno pasaba toda la parte doméstica que acarreaba. Bueno. Camisa limpia. Elegir corbata y traba de corbata. Ponerse la chaqueta. Salir. Al menos, el auto que tenía era genial. Podía comprarse otro. Un descapotable, tal vez. Llegaba el verano y sería agradable sentir el viento en el cabello. Hasta que algún degenerado que llevase un cuchillo le rajase el techo, y entonces había que llamar a la compañía de seguros y el auto desaparecería en el taller durante tres días. Crecer, si uno lo analizaba, se parecía mucho a ir a un centro de compras a adquirir ropa interior. Todos la necesitaban, pero no servía de mucho más que para quitársela.

El camino al trabajo era más o menos tan rutinario como ir a estudiar, con la diferencia de que ahora no se debía preocupar por los exámenes. Y si con la diferencia de que si se equivocaba, perdía el trabajo, y esa falta estaría con él durante mucho más tiempo que una nota baja en sociología. De modo que no debía equivocarse. El problema con su trabajo era que cada día se pasaba en aprender, no en aplicar conocimientos. La gran mentira acerca de la universidad era que te decían que te enseñaba todo lo que necesitabas saber en la vida. Sí, claro. Probablemente no había ocurrido así con su padre -y mamá, bueno, nunca había dejado de leer sus periódicos médicos a ver qué había de nuevo. No sólo periódicos estadounidenses, sino también ingleses y franceses, porque hablaba buen francés y decía que en Francia había buenos médicos. Mejor que sus políticos, pero, todo hay que decirlo, cualquiera que juzgase a los Estados Unidos por su dirigencia política, probablemente pensara que eran una nación de chapuceros. Al menos desde que su papi dejó la Casa Blanca.

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