Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Además, el dominar completamente las formas tradicionales del sueco, incluso lo que otros consideran arcaico, formaba parte de la educación aristocrática. Sé que escribo en un sueco algo anticuado, pero lo hago porque me gusta. Esto de vivir más entre libros que entre la gente es parte de mi historia familiar y de mi situación especial.

Los profesores decían a menudo que tenía talento, bien porque era verdad, bien porque demostraban educación y buena disposición. En cualquier caso, era aplicado; apenas tenía otros quehaceres que leer y concentrarme en algo que desviara mis pensamientos del irremisible dolor siempre presente. Además, todo me parecía interesante; aún me lo parece. ¡Qué profusión y diversidad nos ofrece nuestro abigarrado mundo! Palabras, imágenes, relatos, arte, música, sistemas filosóficos… ¡Strindberg, Rilke, Vermeer, Dickens, Beethoven, Schopenhauer! Todo está ahí a nuestro alcance, con nuestra atención como único límite.

Por mi parte, absorbía las materias de estudio como una esponja. En dos años había alcanzado a los compañeros de mi edad, y a los catorce años destaqué en la prueba nacional. Como ya me había entrenado en años anteriores realizando pruebas, sabía que la pasaría y no le di mayor importancia. Pero cuando llegó el resultado, ¡mis padres estaban realmente satisfechos! Nunca antes había visto tan contento a mi padre, tan radiante a pesar de su rostro demacrado, siempre tan correctamente vestido con traje y chaleco… y su cuerpo delgado y largo. Estaba orgulloso. Fue la única vez en mi vida que vi que se sentía orgulloso de mí. De mí, que le había dado tantos…, de mí, que no fui lo que…

¿Cómo era la relación con mis padres en esa época? En lo exterior todo iba bien; lo bien que podía ir. Ningún reproche por su parte, ningún arrebato por la mía. Casi nunca salía de mi habitación (las escaleras hasta el salón eran demasiado difíciles y yo tenía mi propio baño). En cambio, mis padres venían a «visitarme», como dije antes. Mi padre se sentaba y hablaba con afán de siembras y cosechas, vacas enfermas y empleados molestos. A veces me daba palmaditas en el brazo por encima de la colcha. Mi madre leía novelas y cuentos conmigo y de vez en cuando me acariciaba las manos y me miraba como pidiéndome algo. Nunca hablamos del accidente.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, todo me resultaba más difícil. Con seis años era demasiado pequeño para entenderlo, puede que incluso con nueve, cuando volví de la larga gira por los hospitales. Pero cuando cumplí trece, catorce años, mi responsabilidad aumentó: «¿Cómo pudiste ser tan inconsciente para salir corriendo al atardecer y subirte a un árbol que sabías que estaba húmedo y resbaladizo? Y esa correa suelta… Debieras haber comprendido que…». Nadie me decía estas cosas, me las decía yo mismo cada vez con más claridad según pasaban los meses y los años, y a mi tortuosa manera, crecía y adquiría una mayor responsabilidad. Me parecía que la pregunta estaba en el aire cuando mi padre entraba en la habitación y se endurecía para no recular ante mi figura en la cama. O cuando mi madre me miraba con esa tristeza misteriosa. ¿Eran imaginaciones mías que desde su pensamiento me dirigían interminables preguntas? Nunca lo sabré.

Cuando me acercaba a la vida adulta, ya con dieciséis o diecisiete años, empecé a sentir una especie de instinto protector hacia el niño que había sido. «Un niño de seis años no tiene por qué entender -me decía-. Vigilarlo para que no se haga daño es responsabilidad de los adultos. Es como un niño de dos años que puede salir corriendo y cruzar la carretera sin mirar.» Y entonces sentía rencor hacia mis padres. ¡De no haber sido por ellos sería normal! ¿Por qué no habían contratado a una niñera para que realmente me atendiese? ¿De qué servía que mi madre estuviera en casa todo el tiempo si me dejaba a mi aire?

Ahí tumbado podía estar dándole vueltas al tema durante horas y días, sobre todo cuando los dolores eran mayores de lo habitual. Nunca lo dije directamente, pero indirectamente me vengaba. Podía apretar las manos de mi madre tan fuerte que le hacía realmente daño, al tiempo que fingía una desesperada búsqueda de ayuda que me impedía entender las señales que enviaba de que le soltara las manos. Y, naturalmente, podía entristecer y preocupar a ambos haciéndoles creer que estaba más enfermo de lo que en realidad estaba, a veces incluso fingiendo que me había desmayado. Si esa era mi voluntad.

Unos meses después del éxito de la prueba nacional murió mi padre. Un bonito día de agosto pasó a visitarme y me dijo que iba a dar un corto paseo antes del té de la tarde para ver cómo iba la instalación de la alambrada. Ni siquiera se cambió de ropa (llevaba traje de chaleco a cuadros tipo pepita, muy pequeños), simplemente se puso unas botas de goma. Cuando regresaba de la alambrada sufrió un ataque al corazón. Yo estaba sentado -colgado en mi silla de ruedas- junto a la ventana, esperándole. Íbamos a tomar el té en familia, como una especie de picnic junto a mi cama. Vi cómo entre cuatro mozos lo llevaban cogido por los brazos y las piernas hacia la casa. Parecía dormir con la cabeza hacia un lado en una hamaca, pero tenía la ropa llena de barro y hierba. Y supe que estaba muerto. De haber estado vivo, no se habría manchado. «Un fulminante infarto al corazón -dijo nuestro médico-. La muerte fue inmediata.»

¿Qué sentí? ¿Dolor? Sí, y algo más, asombro. Lo más sólido que existía, lo que decidía la vida, la mía y la de mi madre, había desaparecido. Como si el viento hubiera dejado de soplar o el sol de brillar. Desaparecieron las reglas y las convenciones, todo lo que uno debía hacer y dejar de hacer. En cierto modo, dejamos de pertenecer a la familia. Mi madre era baronesa por matrimonio y nunca se había implicado en la finca, y yo era… como era. Ninguno de nosotros podía hacerse cargo de una propiedad tan grande y de todo lo que exigía, tanto en lo referente a la agricultura como por ser el bastión simbólico de una estirpe noble. ¿Qué pintábamos nosotros allí? Así nos sentíamos mi madre y yo cuando estábamos sentados en mi habitación el día después del entierro (al que yo no asistí para «no convertirme en un espectáculo», como oí que murmuraban las criadas cuando la cuestión aún no se había decidido).

Formalmente yo debía ser el barón, o en realidad lo era desde el momento en que el corazón de mi padre dejó de latir. El hecho de que yo fuera menor no era problema, pues en la aristocracia existían arreglos bien documentados de tutoría que incluían el cuidado de la finca. Sí era un problema mi estado físico, mi total ausencia de representatividad, mi elemental falta de movilidad y el hecho de que evidentemente no iba a poder tener descendencia. Se convocó una gran reunión familiar en la que participaron también otros nobles para velar por la respetabilidad y los intereses generales de la aristocracia. Entendí su manera de razonar: «Tenerlo a él como barón, y encima con una madre totalmente confusa y plebeya, minaría nuestra posición». Nuestros abogados nos explicaron que podíamos hacerles frente, conservar todos los títulos y derechos hasta que yo fuera mayor de edad, y a partir de ese momento utilizarlos con toda su fuerza. Al fin y al cabo ¡yo no era un enfermo mental!

Llegados a este punto empecé a recibir visitas. Mi madre y yo ya habíamos tomado una decisión, pero aproveché la situación y jugué con los altos señores, los parientes mayores, los abogados y un funcionario del Parlamento. A veces me llevaban chocolate y fruta, otras veces algún estúpido juguete infantil. Estos dignatarios se sentaban encogidos en la silla baja que había junto a mi cama e intentaban parecer obsequiosos cuando expresaban su importante asunto y su asco ante mi figura. No soy fácil de contemplar si uno no está acostumbrado, y ahora encontraba satisfacción en retorcer el cuerpo y la cara aún más de lo normal y, de repente, apartar la manta para que lo vieran todo. Descubrí que tenía una vena teatral, me complacía moldear la realidad bajo mi propia horma. Las escenas resultantes eran magníficas, ¡como salidas directamente de Dickens o Hjalmar Bergman! Qué gestos los suyos… como cuando uno necesita vomitar pero aguanta.

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