Michael Crichton - Esfera

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En las profundidades del Océano Pacífico se descubre una misteriosa nave espacial de grandes dimensiones. Las autoridades norteamericanas envían a un grupo de científicos para que investigue el inquietante hallazgo. ¿Procede la nave de alguna civilización extraterrestre? ¿De un universo diferente? ¿Del futuro? La respuesta desafía la imaginación y escapa a cualquier intento de explicación lógica: un extraordinario y terrible poder amenaza toda la vida existente en torno al enigmático objeto.

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– ¡Esta zona está prohibida para todo el personal, señor!

– Pero quiero ir a dormir.

– ¡Lo lamentamos mucho, doctor Johnson, señor! ¡Nadie puede perturbar al doctor Adams mientras él duerme, señor!

– No voy a perturbar al doctor Adams.

– ¡Lo sentimos, doctor Johnson, señor! ¿Podemos ver lo que lleva en la mano, señor?

– ¿En la mano?

– ¡Sí! ¡Lleva algo en la mano, señor!

Aquel modo de expresarse, cortante y en ráfagas, como las de una ametralladora, siempre interrumpido por el «¡señor!» al final, estaba sacando a Norman de sus casillas. Las volvió a mirar: los almidonados uniformes cubrían músculos poderosos. Norman no creyó poder abrirse paso por la fuerza. Más allá de la puerta vio a Harry, acostado de espaldas y roncando: era un momento perfecto para aplicarle la inyección.

– ¡Doctor Johnson! ¿Podemos ver lo que lleva en la mano, señor?

– ¡No, maldición, no pueden!

– ¡Muy bien, señor!

Norman dio media vuelta y regresó al Cilindro D.

– Lo vi todo -dijo Beth, señalando el monitor con un gesto de la cabeza.

Norman miró el monitor y vio a las dos mujeres en el corredor. Después observó el otro monitor que estaba al lado, y que mostraba la esfera.

– ¡La esfera se ha modificado! -exclamó Norman.

No había la menor duda de que las estrías espiraladas de la puerta estaban alteradas: el patrón era más complejo y se había desplazado hacia arriba. Norman se hallaba segurísimo de que había cambiado.

– Creo que tienes razón -admitió Beth.

– ¿Cuándo ocurrió eso?

– Podemos pasar las cintas más tarde. De momento, lo mejor será que nos encarguemos de esas dos.

– ¿Cómo? -preguntó Norman.

– Muy sencillo -contestó Beth cerrando los puños-. En el Cilindro B tenemos cinco puntas de lanza explosivas. Iré allí, sacaré dos y haré volar a los ángeles de la guarda. Tú entras corriendo y le pinchas.

La fría resolución de Beth habría resultado estremecedora, de no haber mediado el hecho de que la mujer estaba tan hermosa. Ahora sus rasgos poseían una refinada distinción. A cada minuto que transcurría, Beth parecía volverse más elegante.

– ¿Los lanzadores automáticos están en el B? -preguntó Norman.

– Claro que sí: mira el monitor. -Beth apretó un botón-. ¡Demonios!

En el Cilindro B faltaban los lanzadores neumáticos de dardos.

– Creo que el hijo de puta protegió sus flancos -dijo Norman-. ¡El bueno de Harry!

Beth miró a Norman con gesto meditativo.

– Norman, ¿te encuentras bien?

– Por supuesto. ¿Por qué?

– Hay un espejo en el botiquín de primeros auxilios. Ve a mirarte.

Norman abrió la caja blanca y se miró en el espejo. Quedó horrorizado por lo que contempló: no era que esperara verse bien; estaba acostumbrado al regordete contorno de su rostro, así como a su gruesa barba gris, cuando se afeitaba los fines de semana.

Pero la cara que lo miraba fijamente desde el espejo era enjuta, con una barba tosca y negra como el azabache. Debajo de los ojos, brillantes como ascuas e inyectados en sangre, había ojeras oscuras. El cabello era largo, lacio y pringoso, y le colgaba sobre la frente.

Norman tenía el aspecto de un hombre peligroso.

– Parezco el doctor Jekyll -dijo-. O, mejor aún, el señor Hyde.

– Sí. Así es.

– Tú te estás volviendo más hermosa -le dijo a Beth-, pero yo soy el hombre que se comportó de manera despreciable con Jerry. Por eso me estoy volviendo más despreciable.

– ¿Crees que Harry está haciendo esto?

– Eso creo -dijo Norman, y agregó para sí: «Espero que sea así.»

– ¿Te sientes diferente, Norman?

– No, me siento exactamente igual que antes. Lo único terrible es mi aspecto.

– Sí. Tu aspecto infunde un poco de miedo.

– Estoy seguro de ello.

– ¿Te encuentras bien de verdad?

– Beth…

– De acuerdo -dijo Beth, dio media vuelta y volvió a mirar los monitores-. Se me ocurre una última idea: vayamos los dos al cilindro A y pongámonos los trajes; luego, entremos en el Cilindro B y cerremos el paso de oxígeno en el resto del habitáculo; Harry quedará inconsciente y sus guardias desaparecerán, y nosotros podremos entrar en el dormitorio y aplicarle la inyección. ¿Qué opinas?

– Vale la pena intentarlo.

Norman dejó la jeringa, y ambos se dirigieron hacia el Cilindro A.

En el C, pasaron frente a las dos guardias, que, una vez más, con un movimiento rápido y cortante se pusieron en posición de firme.

– ¡Doctora Halpern, señor!

– ¡Doctor Johnson, señor!

– Continúen -dijo Beth.

– ¡Sí, señor! ¿Podemos preguntar adonde van, señor?

– Recorrido rutinario de inspección -respondió Beth.

Hubo un silencio.

– ¡Muy bien, señor!

Les permitieron pasar. Beth y Norman penetraron en el Cilindro B, con su impresionante despliegue de tuberías y maquinaria. Norman lanzó una rápida mirada nerviosa, pues no le gustaba entrometerse en los sistemas para mantenimiento de la vida, pero no se le ocurría qué otra cosa podían hacer.

En el Cilindro A quedaban tres trajes. Norman tendió la mano hacia el suyo.

– ¿Sabes lo que estás haciendo? -preguntó.

– Sí -dijo Beth-. Confía en mí.

La mujer deslizó un pie dentro del traje y empezó a correr el cierre automático.

Y en ese mismo instante las alarmas empezaron a sonar por todo el habitáculo y las luces rojas volvieron a destellar. Sin necesidad de que nadie se lo dijera, Norman supo que eran las alarmas periféricas.

Estaba comenzando otro ataque.

1.520 HORAS

Volvieron corriendo por el pasillo de conexión y fueron derechos del Cilindro B al D. Mientras pasaban, Norman se dio cuenta de que las marineras habían desaparecido. En el D las alarmas estaban sonando con tono metálico, en tanto que las pantallas de los sensores periféricos refulgían en color rojo brillante. Norman echó un vistazo a los monitores de televisión.

VOY PARA ALLÁ.

Los termosensores internos están activados. Es cierto: Jerry está viniendo.

Sintieron un golpe sordo y Norman se dio vuelta para mirar por la portilla: el calamar verde ya estaba en el exterior, y sus enormes brazos provistos de ventosas empezaban a enroscarse en torno de la base del habitáculo. Uno de los grandes brazos se adhirió a la portilla, y las ventosas se distorsionaron por la presión sobre el vidrio.

AQUÍ ESTOY.

– ¡Harrryyy! -gritó Beth.

Hubo una tenue sacudida cuando los brazos del calamar aferraron el habitáculo, y se oyó el lento y agonizante crujido del metal.

Harry entró corriendo en la sala.

– ¿Qué pasa?

– ¡Tú sabes qué pasa! -gritó Beth.

– ¡No, no! ¿Qué pasa?

– ¡Es el calamar, Harry!

– ¡Oh, Dios mío, no! -gimió Harry.

El habitáculo se estremeció con suma violencia. Las luces de la sala parpadearon y se extinguieron. Ahora sólo había una iluminación color rojo incandescente que provenía de las lámparas de emergencia.

Norman se volvió hacia Harry:

– Deténlo, Harry.

– ¿De qué estáis hablando? -aulló Harry en tono quejumbroso.

– Tú sabes de qué estoy hablando, Harry.

– ¡No lo sé!

– Sí lo sabes, Harry. Eres tú -dijo Norman-. Tú estás haciendo esto.

– ¡No! ¡Estás equivocado! ¡No soy yo! ¡Juro que no soy yo!

– Sí, Harry -insistió Norman-. Y, si no lo detienes, todos moriremos.

El habitáculo volvió a agitarse. Uno de los calefactores del techo explotó, lo que produjo una lluvia de fragmentos de vidrio y alambre calientes.

– Vamos, Harry…

– ¡No, no!

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