Michael Crichton - Esfera

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En las profundidades del Océano Pacífico se descubre una misteriosa nave espacial de grandes dimensiones. Las autoridades norteamericanas envían a un grupo de científicos para que investigue el inquietante hallazgo. ¿Procede la nave de alguna civilización extraterrestre? ¿De un universo diferente? ¿Del futuro? La respuesta desafía la imaginación y escapa a cualquier intento de explicación lógica: un extraordinario y terrible poder amenaza toda la vida existente en torno al enigmático objeto.

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– No sé por qué la gente del futuro puede hacer eso contestó Harry-. No estamos allá aún. Quizá fue un accidente, tal vez no tuvieron esa intención.

– Sigamos adelante y ábranla -decidió Barnes.

– Abriendo, señor.

La mano del robot se desplazó hacia adelante, en dirección al botón «abierta», y apretó varias veces. Se produjo un sonido como de campanas al entrechocar los metales, pero nada ocurrió.

– ¿Qué es lo que anda mal? -preguntó Barnes.

– Señor, no logramos hacer presión sobre el botón; el brazo extensor es demasiado grande y no cabe dentro del panel.

– Está bien.

– ¿Intento con la sonda?

– Intente con la sonda.

La garra retrocedió y una delgada sonda de aguja se extendió hacia el botón. La sonda se deslizó hacia adelante, ajustó su posición con delicadeza, tocó el botón, apretó… y resbaló.

– Intentando de nuevo, señor.

Otra vez la sonda apretó el botón; y volvió a resbalar.

– Señor, la superficie es demasiado resbaladiza.

– Sigan tratando de conseguirlo.

– ¿Saben? -dijo Ted, pensativo-, ésta sigue siendo una situación notable. En realidad es más notable que el contacto con seres de Otro planeta. Yo ya estaba casi seguro de que la vida extra-terrestre existe en el universo, pero… ¡el viaje por el tiempo! Con franqueza, en mi condición de astrofísico, tenía mis dudas. Por todo lo que sabemos es imposible, lo contradicen las leyes de la física. Y, sin embargo, ahora tenemos la prueba de que viajar por el tiempo es posible… ¡y que nuestra propia especie lo hará en el futuro! -Ted estaba sonriente con los ojos muy abiertos y feliz otra vez. «Hay que admirarlo», pensó Norman. ¡Era tan maravillosamente indomable!

– Y henos aquí… -continuó Ted- ¡en el umbral de nuestro primer contacto con nuestra especie procedente del futuro! Piensen en esto: ¡vamos a encontrarnos con nosotros mismos que venimos, o vienen, de un tiempo futuro!

La sonda apretó de nuevo; y una vez más, sin éxito.

– Señor, no podemos hacer presión sobre el botón.

– Ya lo veo -dijo Barnes, poniéndose de pie-. Muy bien, apáguelo y sáquenlo de allí. Ted, parece que, después de todo, se va a cumplir su deseo: tendremos que entrar y abrirla de forma manual. Pongámonos los trajes.

DENTRO DE LA NAVE

En el vestuario del Cilindro A, Norman se puso su traje. Tina y Jane le ayudaron a colocarse bien el casco, y cerraron el cerrojo de resorte del aro que había en el cuello del traje. Norman sintió el gran peso de los tanques de respiración autónoma que tenía a la espalda, y las correas apretadas sobre los hombros. Notó gusto a aire metálico, y hubo un chasquido cuando se activó el intercomunicador de su casco.

Las primeras palabras que oyó fueron:

– ¿Qué opinas de «Estamos en el umbral de una grandiosa oportunidad para la especie humana»?

Norman rió, agradecido porque la voz de Ted había roto la tensión.

– ¿Lo encuentras gracioso? -preguntó Ted, ofendido.

Norman miró al otro lado de la habitación y vio a Ted, enfundado en su traje y con su casco amarillo en el que se leía: «fielding».

– No -respondió Norman-. Es sólo que estoy nervioso.

– Yo también -confesó Beth.

– No hay por qué estarlo -dijo Barnes-. Confíen en mí.

– ¿Cuáles son las tres mentiras más grandes que se dicen en el DH-8? -preguntó Harry, y volvieron a reír.

Se apiñaron en la diminuta esclusa de aire, hubo un entrechocar de cabezas protegidas por cascos, y la escotilla de la izquierda se cerró herméticamente mediante el giro de un volante. Barnes dijo:

– Muy bien, basta respirar en forma normal -abrió la escotilla externa y dejó al descubierto la masa de agua negra, pero el agua no subió al compartimiento-. El habitáculo está bajo presión positiva -dijo Barnes-, así que el nivel del agua no ascenderá. Ahora mírenme y procedan como yo lo hago. No quiero que se desgarren el traje.

Desplazándose con torpeza debido al peso de los tanques, Barnes se puso en cuclillas al lado de la escotilla, se cogió a las agarraderas laterales, se dejó ir y desapareció con un suave chapoteo.

Uno tras otro, se dejaron caer al lecho oceánico. Norman jadeó cuando el agua, a una temperatura muy próxima a la de congelación, le envolvió el traje. De inmediato, el psicólogo oyó el leve zumbido de un minúsculo ventilador, al ponerse en marcha los calefactores eléctricos del traje.

Los pies de Norman tocaron un suave suelo lodoso. En la oscuridad, miró en derredor y vio que estaba debajo del habitáculo. Justo delante, a unos cien metros, se hallaba la refulgente parrilla rectangular. Barnes ya estaba adelantándose a zancadas, inclinándose dentro de la corriente, desplazándose con lentitud, como si caminase sobre la superficie lunar.

– ¿No es fantástico?

– Cálmate, Ted -aconsejó Harry.

Beth dijo:

– En realidad, resulta extraño ver qué poca vida hay aquí abajo. ¿Lo habéis observado? Ni una gorgonia, ni un caracol, ni una esponja, ni un pez solitario. Nada, excepto un vacío suelo marino de color pardo. Éste tiene que ser uno de esos puntos muertos que hay en el Pacífico.

Una luz brillante le llegó a Norman desde atrás, proyectando su propia sombra hacia adelante, sobre el lecho del mar. El psicólogo se dio vuelta y vio a Jane Edmunds, que sostenía una cámara y un foco, encerrados dentro de una voluminosa cobertura impermeable.

– ¿Estamos grabando todo esto?

– Sí, señor.

– Trata de no hacer mal tu papel -bromeó Beth.

– Lo estoy intentando.

Se encontraban ya más próximos a la parrilla. Norman se sintió mejor al ver a los otros buzos que estaban trabajando allí. A la derecha se encontraba la erguida aleta, que se extendía fuera del coral; era una enorme y suave superficie oscura que, al alzarse hacia la superficie, empequeñecía a los buzos que tenía a su lado.

Barnes los guiaba; pasaron la aleta y descendieron por un túnel practicado en el coral. Tenía unos dieciocho metros, era estrecho y estaba recorrido por un rosario de luces. Caminaban en fila india. «La impresión es como la de bajar a una mina», pensó Norman.

– ¿Esto es lo que cortaron los buzos?

– En efecto.

Norman vio una estructura parecida a una caja, de acero acanalado, rodeada por tanques de presión.

– Exclusa adelante. Ya casi llegamos -indicó Barnes-. ¿Están todos bien?

– Hasta ahora, sí -respondió Harry.

Entraron en la exclusa y Barnes cerró la puerta. El aire entró con un siseo intenso. Norman miraba cómo el agua descendía hasta más abajo del visor de su casco; después, hasta la cintura, las rodillas y, finalmente, hasta el suelo. El siseo se detuvo. Todos pasaron por otra puerta y luego la cerraron herméticamente.

Norman se volvió hacia el casco metálico de la astronave. El robot había sido apartado a un lado. Norman tenía la sensación de estar parado al lado de un gran avión de pasajeros: una superficie metálica curva y una portezuela al ras de esa superficie. El color era gris mate, lo que le confería un aspecto desagradable. A su pesar, Norman estaba nervioso; y al escuchar el modo de respirar de los demás, se dio cuenta de que también ellos lo estaban.

– ¿Todo bien? -preguntó Barnes-. ¿Se encuentran todos aquí?

– Esperen la videograbación, por favor -pidió Jane Edmunds.

– Muy bien.

Todos se alinearon al lado de la puerta, pero seguían con los cascos puestos. «Esta imagen no va a ser gran cosa», pensó Norman.

Edmunds: Corre la cinta.

Ted: Querría decir algunas palabras.

Harry: Por Cristo, Ted. ¿Nunca vas a terminar con eso?

Ted: Creo que es importante.

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