Iris Johansen - Cuenta atrás

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La vida de Jane MacGuire parece cambiar para siempre en un segundo cuando, en un secuestro aparentemente azaroso, su amigo de la infancia pierde la vida y mientras Jane trata de salvar la suya, escucha una frase inquietante: «No la mates, imbécil. No nos sirve muerta». De pronto, comienza a sospechar que ella era el verdadero objetivo del ataque. ¿Por qué la buscan? ¿Qué quieren de ella? A partir de ese momento Jane se ve envuelta en una terrible carrera contra el tiempo y ni siquiera su padre adoptivo, Joe Quinn, de la policía de Atlanta, podrá ayudarla. Finalmente, se ve obligada a aceptar la ayuda de Mark Trevor, un atractivo estafador por quien Jane tuvo una atracción en el pasado ¿o no? Mark está allí, dispuesto a cooperar -quién sabe por qué oscuras razones- y ambos emprenden una travesía hacia Nápoles, perseguidos por un asesino obsesionado por un misterio de dos mil años de antigüedad que puede conmocionar al mundo entero.

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– ¿Eso crees? ¿Quién es el que lo comparó con Rambo? No estoy tan segura.

– Y no quieres que lo encuentren.

Jane se paró en las escaleras para mirarlo.

– ¿Y tú?

Trevor negó con la cabeza.

– Pero aunque MacDuff destruyó el expediente de Reilly sobre él, todavía podría tener una reacción violenta. Jock ha demostrado lo peligroso que puede ser. Tal vez fuera una buena idea que consiguiera ayuda en un psiquiátrico.

– Y un cuerno sería una buena idea. ¿Quieres que intente suicidarse otra vez?

– Quizá esté lo suficientemente curado para no… -Se encogió de hombros-. De acuerdo, sería un riesgo. -Avanzó por el pasillo-. Pero tampoco quiero que muera en medio de una tormenta de nieve.

Eso era lo que también la había estado preocupando a Jane.

– Creo que estará perfectamente bien. -¡Por Dios!, en eso confiaba-. Es duro. Y quizá el entrenamiento de Reilly le salve la vida. Bien sabe dios que el muchacho se merece alguna compensación de ese bastardo. -Empezó a subir la escalera de nuevo-. Siempre que los hombres de Venable no lo acorralen y lo hagan reaccionar, en lugar de pensar.

Trevor ya había entrado en la biblioteca y no contestó.

Jane abrió la puerta del estudio de Mario y se quedó allí parada, mirando la habitación que tan bien conocía. La mesa que rebosaba de papeles; la estatua de Cira junto a la ventana; el sofá del rincón donde ella había pasado tantas horas… Todo era lo mismo y sin embargo diferente. Nada era como ella había percibido que era.

¡Ánimo!

Enderezó los hombros, arrojó el maletín que contenía los documentos de Herculano de Reilly sobre un sofá situado junto a la puerta y se dirigió con aire resuelto a la mesa. Encontrar la carta de Cira era su primer objetivo. Empezó a revisar cuidadosamente los papeles del escritorio de Mario. Diez minutos más tarde renunció a la búsqueda y se dirigió al dormitorio del joven.

Allí tampoco había nada.

¡Maldición!, no había dispuesto de tanto tiempo para esconder la traducción. Quizá la destruyera…

No, había significado demasiado para él. Aunque no hubiera considerado la traducción como moneda de cambio, había habido una parte de Mario que se había sentido orgullosa de su trabajo, y él había estado absolutamente enfrascado en la leyenda de Cira. Incluso había insistido en que Trevor renunciara…

Se puso tensa.

– ¡Joder!

Salió del dormitorio de Mario, volvió a entrar en el estudio y se dirigió a la estatua de Cira, junto a la ventana.

– ¿Te la dio a ti? -murmuró Jane.

Cira le devolvió la mirada, descarada y resuelta.

– Tal vez… -Levantó el busto con cuidado y lo colocó en el suelo.

Sobre el pedestal había unas cuantas hojas de papel.

– ¡Sí! -Cogió las hojas, volvió a colocar la estatua y se dejó caer en el sillón. Las manos le temblaban cuando desdobló la traducción de Mario.

Mi querida Pía:

Esta noche puedo morir.

Julius se está comportando de manera extraña, y puede que haya descubierto que el oro ha desaparecido. Aunque los guardias a los que convencí para que hicieran mi voluntad siguen al servicio de Julius, es posible que él esté intentando desarmarme hasta que pueda averiguar a dónde envié el oro. No te remitiré esta carta, a menos que crea que es seguro. No corras ningún riesgo. Tú no debes morir. Tienes que vivir muchos años y disfrutar cada minuto de tu vida. Todas las noches de terciopelo y todas las mañanas de plata. Todas las canciones y todas las risas. Si no sobrevivo, recuérdame con amor, no con amargura. Sé que debería haberte encontrado antes, pero el tiempo pasa volando, y no se puede volver atrás. Pero ya basta de tanta melancolía. Es permanecer junto a Julius lo que hace que piense en la muerte. Necesito hablarte de la vida, de nuestra vida. No mentiré; no puedo prometerme que será ni…

* * *

Capítulo 22

– ¿Adónde vas? -le preguntó Bartlett mientras Jane bajaba las escaleras a toda velocidad-. ¿Va todo bien?

– Fantástico. Dile a Trevor que vuelvo enseguida. Tengo que ver a MacDuff… -Desapareció cuando salió corriendo por la puerta y bajó los escalones delanteros. No, a MacDuff no. Todavía no. Cruzó el patio como una flecha y entró en el establo. Un instante después levantó la trampilla, cogió una linterna y empezó a bajar la escalera que conducía hasta el mar.

Fría. Húmeda. Resbaladiza.

La casa de Angus, la había llamado Jock. Y luego, también la habitación de Angus. A ella le había parecido extraño, dado que no había ninguna habitación…

No donde ella estaba.

Había llegado al estrecho pasadizo que daba la vuelta para dirigirse a las colinas, en lugar de a los acantilados. Empezó a caminar por el pasadizo.

Oscuridad. Una estrechez agobiante. Piedras resbaladizas bajos los pies.

Y una puerta de roble a unos cien metros más adelante.

¿Estaba cerrada?

No, se abrió girando sobre uno goznes engrasados.

Se detuvo en la entrada, y el haz de su linterna alumbró la oscuridad.

– ¿Por qué titubea? -preguntó secamente MacDuff detrás de ella-. ¿Por qué no un allanamiento más? ¿Una invasión más de la intimidad?

Jane se puso tensa y se volvió para enfrentarlo.

– No va a conseguir que me sienta culpable. ¡Joder!, a lo mejor tengo derecho a saber por qué Jock decía que usted pasaba aquí tanto tiempo.

La expresión de MacDuff permaneció inalterable.

– Trevor no tiene alquilada esta parte de la propiedad. No tiene ningún derecho a estar aquí.

– Trevor ha invertido mucho en intentar encontrar el oro de Cira.

– ¿Cree que está aquí?

– Creo que hay una posibilidad.

El terrateniente levantó las cejas.

– ¿Se supone que he encontrado el oro de Cira en uno de mis viajes a Herculano y lo he escondido aquí?

– Es posible. -Ella meneó la cabeza-. Aunque no es eso lo que supongo.

MacDuff sonrió levemente.

– Será fascinante oír sus especulaciones. -Hizo un gesto-. Entremos en la habitación de Angus y podrá contármelo todo. -Su sonrisa se ensancho cuando vio la expresión de Jane-. ¿Cree que me voy a permitir jugar sucio? Podría hacerlo. El oro de Cira es un gran instigador.

– Usted no es idiota. Trevor destrozaría este sitio, si desapareciera. -Se volvió y entró en la habitación-. Y vine aquí para ver lo que había en esta habitación, y ahora tengo una invitación.

MacDuff rió.

– Una invitación a regañadientes. Deje que encienda los faroles para que pueda ver bien. -Atravesó la habitación hasta una mesa apoyada contra la pared y encendió dos faroles, que iluminaron la estancia. Era un cuarto pequeño que contenía una mesa, sobre la que descasaba un ordenador portátil abierto, una silla, un jergón y diversos objetos cubiertos con telas apoyados contra la pared opuesta-. Ningún cofre rebosante del oro de Cira. -Se apoyó perezosamente contra la pared y cruzo los brazos sobre el pecho-. Pero a usted no le interesa realmente el oro, ¿no es así?

– Me interesa todo lo relacionado con Cira. Quiero saber.

– ¿Y cree que puedo ayudarla?

– Estaba muy impaciente por coger los archivos de Reilly sobre Herculano. No le gustó ni un pelo que no le permitiera tenerlos.

– Es cierto. Como es natural, me preocupaba que pudieran proporcionar una pista sobre dónde estaba el oro.

Jane meneó la cabeza.

– Lo que le preocupaba es que entre esos documentos hubiera un cuaderno de bitácora escrito por un mercader llamado Demónidas.

MacDuff la miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Ah, sí? Bueno, ¿y por qué?

Jane no respondió.

– No caí en la cuenta de lo importante que podía ser ese cuaderno de bitácora hasta que leí la traducción de Mario de la última carta de Cira.

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