– No haré caso de amenazas. Mi hijo está a salvo.
– Tu hijo sólo está a salvo si yo quiero que lo esté. Coge un avión y ven a Caracas. Me encontraré contigo allí.
– No pienso ni acercarme a ti.
– Te daré un día. El tiempo apremia. Te mandaré un DVD a tu nombre a un apartado postal en Caracas. No te molestes demasiado por las magulladuras del pobre niño. -Colgó.
– Quiere que vaya a Caracas. -Se volvió hacia Royd-. Dice que me mandará un DVD de Michael, y que no debo molestarme por las magulladuras de Michael. Cabrón -dijo, y se estremeció.
– Pero estás inquieta. ¿Por qué? Sabes que no es verdad.
– Hablaba como el arrogante que es. -Se humedeció los labios-. Está tan seguro. Casi le he creído. -Se levantó y caminó hacia la barandilla-. Ya hemos echado a rodar el carro, Royd.
– Sí. -Royd dio unos pasos y se acercó a ella-. Si quieres, puedes volverte atrás.
– No, no puedo. -Sophie miró hacia el mar-. Háblame de San Torrano. ¿Qué ha averiguado Kelly?
– Es una isla diminuta en la costa de Venezuela, aunque ahora figura como propiedad privada de una empresa canadiense. Te aseguro que si revisamos los documentos, descubriremos que todo nos conduce a Sanborne. Tiene menos de cinco mil habitantes, en su mayoría indígenas. La actividad principal es la pesca. Los niños sólo van unos pocos años a la escuela primaria antes de empezar a trabajar.
– ¿Y la planta depuradora de agua?
– Tiene sesenta años y fue construida por el gobierno venezolano después de una epidemia de cólera que casi acabó con toda la población. La planta abastece a la isla y los nativos se cuidan mucho de beber un agua que no sea la que sale de sus grifos.
– De modo que si echan el REM-4 en el agua tienen inmediatamente a cinco mil sujetos de prueba. Hombres, mujeres, niños… -Sophie sacudió la cabeza-. Es un panorama encantador.
– Eso no ocurrirá.
– Dios mío, espero que no. ¿Dónde se encuentra esta planta depuradora?
– Según las notas y los planos de Gorshank, está situada a unos tres kilómetros de la costa occidental de la isla. Puedo llegar hasta la orilla buceando y luego colocar los explosivos. Pero tenemos que asegurarnos de que todas las cubas estén en la planta para que sean destruidas. Tú tendrás que averiguarlo -dijo, después de una pausa-. Además de averiguar dónde están los CDs del REM-4. En cuanto lo sepas, yo entraré y te sacaré de ahí.
– Si destruimos la planta, corremos el riesgo de que la población vuelva a enfermar de cólera.
– Y si no la volamos beberán REM-4 y no sabemos qué efectos tendrá en ellos. Prácticamente jamás ha sido probado. Seguro que las órdenes de Gorshank no ponían la seguridad por encima de la eficacia.
– Sí, seguro. La fórmula de Gorshank era muy concentrada -dijo Sophie, y frunció el ceño-. No lo sé, es como un círculo vicioso.
– ¿Cuál de los dos riesgos prefieres correr?
– El cólera. -La respuesta no tardó en llegar-. No sabemos qué tipo de daños cerebrales podría causar el REM-4 administrado de esa forma. Sin embargo, quizá pueda encontrar una manera de volar las cubas sin volar la planta.
– No te arriesgues. Te estarán observando. Si piensan que te tienen atrapada, te darán una cierta libertad. Pero si despiertas sospechas, te vigilarán.
Sophie apretó los labios.
– Tengo que ver si hay otro medio. No te preocupes. No te pondré en peligro a ti ni a nadie.
– Eso suena casi divertido. Tú eres la que estará en la cuerda floja.
– Entonces, deja que lo haga a mi manera. Y no seré yo quien muera si te sorprenden en la playa o a pocos kilómetros de la planta. Eres mucho más vulnerable que yo. -Se encogió de hombros con gesto cansino-. No importa. Lo conseguiremos. De una u otra manera. Sólo tengo que tener la certeza de que Michael está seguro mientras lo hacemos. -Alzó la mirada hacia Royd-. ¿Está seguro, no es así?
– Te dije que estaría seguro -respondió él, evitando mirarla.
– Entonces, ¿por qué no puedo hablar con él? -preguntó, con un gesto de impaciencia-. Sí, ya sé que me dijiste que no era seguro utilizar los teléfonos porque pueden localizar la llamada. Pero, ¿una sola llamada, sólo un momento?
Él negó con la cabeza.
– No lo estropees a estas alturas, Sophie.
Ella guardó silencio.
– Me resulta muy difícil, Royd.
– Eso es evidente. -Royd seguía sin mirarla-. ¿Acaso no confías en mí?
– No estaría aquí si no confiara en ti.
– Es un prodigio. Te dije en una ocasión que haría cualquier cosa para acabar con Sanborne y Boch. Os he puesto a ti y al niño en peligro desde el día en que nos conocimos.
– Soy una persona y tengo mi propia voluntad. Yo soy la que se ha prestado a correr el riesgo. Sí, confío en ti -dijo, tras una pausa-. Sólo dime una vez más que Michael está en lugar seguro.
– Tu hijo no sufrirá ningún daño -le aseguró él, y se giró-. Tengo que ir al puente y decirle a Kelly que zarpamos hacia Caracas.
Sophie lo vio alejarse con un sentimiento de desazón. Desde que habían dejado Estados Unidos, Royd estaba demasiado callado, casi cortante. Quizá fuera algo normal en esas circunstancias. Ella también estaba tensa, y tenía que controlar el pánico que la acechaba cuando pensaba en las horas siguientes. Sin embargo, no era pánico lo que percibía en Royd. De vez en cuando lo sorprendía mirándola, observándola.
Acabar con Boch y Sanborne lo era todo para él. Era la obsesión que lo mantenía vivo. ¿Acaso pensaba que se echaría atrás?
No lo sabía. Aquellos días, Royd era un enigma, y ella no tenía ni la energía ni la concentración necesaria para descifrar de qué se trataba. No era el momento para empezar a analizar cada uno de sus estados de ánimo y sus movimientos. Ella le había dicho que confiaba en él, y era verdad. Ese nerviosismo que sentía no tenía nada que ver con Royd sino con el enfrentamiento que le esperaba en los próximos días.
Tenía que confiar en él.
Caracas.
Sophie cogió el reproductor portátil de DVD e insertó el disco.
– ¿Mamá?
Oyó la voz de Michael antes de que en la imagen apareciera su cara.
Dios mío.
Michael tenía una herida en la mejilla izquierda y el labio superior tenía un corte y estaba hinchado. Parecía aterrado. Michael intentó sonreír.
– Estoy bien, mamá. No tengas miedo. Y no dejes que te obliguen a hacer algo que no quieras hacer.
Las lágrimas le ardían en los ojos.
– Tengo que irme. -Michael miraba a alguien fuera de cámara-. No les ha gustado lo que he dicho. Pero lo he dicho en serio. No los dejes…
La cámara se apagó y el disco llegó a su fin.
Sophie se apoyó en la mesa, sintiéndose barrida por oleadas de pánico. Si Michael estaba actuando, merecía un Óscar. Esas magulladuras…
Confía en mí, había dicho Royd. Maldito seas, Royd.
«Confía en mí».
«No te desmorones ahora. Él le había dicho que el DVD sería auténtico. Tenía que pasar la inspección de Sanborne. Las magulladuras…»
Sonó su móvil.
– Has tenido tiempo para ver nuestra película casera. ¿Te ha gustado?
– Hijo de puta. -Sophie no podía impedir que la voz le temblara-. Es sólo un niño.
– Por lo visto, no te ha gustado -dijo Sanborne-. Creo que el niño ha dado muestras de un gran valor. Deberías estar orgullosa de él.
– Estoy orgullosa de él. Quiero que lo dejes ir.
– A su debido tiempo. Cuando tengamos éxito con la primera prueba del REM-4.
– Ahora.
– Nada de exigencias. Las exigencias me irritan -dijo él, y guardó silencio-. Cada día que te niegues a ayudarme recibirás un nuevo vídeo de tu hijo. Empezaré con magulladuras y luego seguiré con otras partes del cuerpo. ¿Me entiendes?
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