Sophie empezaba a marearse.
– Entiendo.
– Así está mejor. Mandaré a uno de mis hombres a buscarte a la plaza Bolívar esta noche a las seis. Te traerá a la isla. Sé puntual. No quiero tener que hacer una llamada telefónica que te pondría muy triste. -Colgó.
Sophie desconectó el móvil.
Se sintió paralizada. Tenía que ponerse en marcha. Debía encontrarse con Royd en la calle lateral junto a la oficina de correos. Había venido sola, en caso de que la observaran, pero ahora Royd tenía que enterarse del DVD y de la llamada de Sanborne.
Sin embargo, no podía enfrentarse a él si antes no se controlaba. En ese momento, se sentía completamente dominada por el pánico. Tenía que concederse un momento para recuperar la calma.
Si confiaba en Royd, ¿por qué estaba tan aterrada creyendo que ese DVD era auténtico?
Confía en él. Confía en él. Confía.
– Intenta obtener su autorización para ir a la planta depuradora mañana. -Royd disminuyó la velocidad a medida que se acercaban al centro de Caracas-. Quizá quiera que trabajes en un laboratorio en el pueblo, pero invéntate un pretexto para ir a la planta.
– De acuerdo.
– Intentaré montar la operación para dentro de tres días. Traeré a MacDuff y a sus hombres y para entonces estaremos listos para ponernos en marcha. Desembarcaremos después de la puesta de sol. Asegúrate de estar en la planta en ese momento. Yo iré por delante de MacDuff y Kelly y primero te sacaré de ahí. No puedo darte un micrófono ahora porque seguramente te registrarán cuando llegues a la isla. Una vez que te hayas establecido, debería ser seguro. Tienes que poder contactar con nosotros si todo te revienta en las manos.
– Si todo me revienta en las manos, también es probable que yo reviente. No necesitaré el micrófono.
– No tiene gracia -dijo él, cortante.
– Lo siento. ¿Cómo me harás llegar un micro?
– Lo dejaré cerca de la puerta de la verja que rodea la planta. Muy cerca de la superficie, de modo que sólo tendrás que quitar un poco de tierra para encontrarlo.
– ¿De qué hablas?
– Plantaré un par de flores amarillas típicas de la isla. En realidad, son maleza, pero son bonitas. Coge unas cuantas flores hasta que des con el micrófono, que no será más grande que la uña de tu pulgar. Mantenlo puesto en todo momento. Si vemos que la situación empeora, vendré a buscarte.
– Eso sería una estupidez. Sólo conseguirás que te maten. Espera hasta que yo te diga que vengas.
– Ya veremos.
– No, tú espera. No voy a arriesgar el pellejo si no puedo decir cómo hay que hacerlo.
Royd guardó silencio un momento.
– Esperaré. Hasta que ya no pueda esperar más.
– Eso no es una gran concesión.
– Es una enorme concesión -dijo él, grave-. La más grande que jamás he hecho a nadie. -Se detuvo junto al bordillo-. Ahora, baja. No puedo ir más lejos sin correr el riesgo de que nos vean juntos. La plaza Bolívar está a dos manzanas, siguiendo por esa calle. A partir de aquí, estarás sola.
Sola. Sophie intentó que no se notara el impacto de esas últimas palabras. Ya se lo esperaba. Se habría rebelado si él le hubiera dicho que había cambiado de parecer y que no la mandaría a la isla. Sin embargo, ahora que había llegado el momento, la realidad le daba miedo.
– De acuerdo. -Sophie intentó sonreír cuando fue a abrir la puerta-. Supongo que estaré en contacto, pero no antes de que me hagas llegar el maldito micrófono. -Bajó del coche y vaciló-. Royd, tengo que pedirte algo.
– Dime.
– Si algo me ocurre, ¿cuidarás de mi hijo? ¿Te asegurarás de que esté seguro y sea feliz?
– Mierda.
– ¿Me lo prometes?
– No te ocurrirá nada.
– Prométemelo.
– Prometido -dijo él, después de un breve silencio.
– Gracias -Sophie cerró la puerta.
– Espera.
Ella se volvió para mirarlo.
Royd había bajado la ventanilla. Ahora la miraba con una intensidad y un brillo en sus ojos que le quitaron el aliento.
– ¿Recuerdas que en una ocasión te dije que mataría por ti?
Ella dijo que sí con la cabeza.
– Pues he estado pensando en ello. Y ha cambiado. Se ha hecho más grande -afirmó, con voz temblorosa-. Ahora creo que moriría por ti.
Antes de que ella pudiera responder, él puso el coche en marcha y Sophie lo vio perderse calle abajo.
Royd observó a Sophie por el retrovisor cuando ella se quedó mirando un momento antes de dar media vuelta y alejarse a toda prisa por la calle.
Maldita sea. Maldita sea.
Apretó las manos sobre el volante hasta que se obligó a relajarse. Lo último que necesitaba ahora era perder el control y tener un accidente.
Ella había intentado que él no se percatara, pero se había sentido muy sola e insegura en esos últimos momentos. ¿Quién podía reprochárselo? Él la había lanzado deliberadamente a las fauces del león.
Pero Sophie no sufriría. Él mismo se encargaría de que saliera de allí sana y salva.
Cogió el móvil y llamó a Kelly.
– Ya la he dejado. Reúnete conmigo en el muelle.
– ¿Cómo está?
– ¿Cómo crees que está? -preguntó él, con voz seca-. Tiene agallas, pero está asustada y se pregunta si conseguirá salir viva de esto. -Colgó.
Tenía que llamar a MacDuff. Tenía que resistir la tentación de ir y sacarla de ahí antes de que se encontrara con el hombre de Sanborne. Eso suponía que ella aceptaría ir con él, después de haberse comprometido con el plan. Sophie no se había prestado a ello sólo porque él la había convencido de que era la mejor manera de acabar con Sanborne. Al menos esperaba que no fuera el único motivo. Él la acusaba de estar obsesionada con su culpa, pero ahora los papeles se habían invertido.
Marcó el número de MacDuff.
San Torrano.
La isla tenía un aire tropical y todo parecía completamente normal. Era la hora del crepúsculo y el ambiente era cálido, pensó Sophie, mientras la zodiac cortaba las aguas en dirección al largo muelle donde esperaba Sanborne. Era un muelle muy largo, y Sophie tuvo una sensación de déjà vu que la hizo estremecerse. En un muelle como ése, su padre y su madre habían muerto y la horrible pesadilla había comenzado.
Sanborne era un hombre atractivo, de poco más de cincuenta años, pelo canoso y piel bronceada que hacía que pareciese estar perfectamente a sus anchas en aquel cuadro. Incluso parecía más joven y relajado que cuando ella había trabajado para él. Sonreía y le hacía señas.
Sophie sintió que se le tensaban los músculos del vientre. ¿Cómo podía parecer tan afable? ¿Y cómo era posible que ella no se hubiera dado cuenta cuando trabajaba para él de que aquel tipo era un monstruo? Nunca lo había visto como a una persona desagradable durante esos meses. Quizá nunca le había importado porque había estado tan absorta en el trabajo.
Sin embargo, después sí le había importado. Ese hombre le había destrozado la vida y destruido a sus seres queridos.
Sanborne se acercó tranquilamente cuando la zodiac lanzó las amarras al muelle.
– Sophie, querida, por fin otra vez juntos. -Lanzó una mirada al hombre que llevaba el bote-. ¿Algún problema, Monty?
El hombre negó con la cabeza.
– Ha venido sola. No nos han seguido.
– Buen trabajo -dijo, y le tendió la mano a Sophie-. Deja que te ayude.
Ella evitó el contacto y de un salto se plantó en el muelle.
– Puedo yo sola.
– Siempre tan independiente -dijo él, sin que se le borrara la sonrisa de la cara-. Ya no estoy acostumbrado a esa virtud. Gracias a ti, la mayoría de las personas con las que trato son humildes y modestas.
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