– ¡Mamá! -Michael había alzado la mirada y la había visto. Ya corría hacia ella.
Sophie cayó de rodillas cuando él se lanzó a abrazarla. Lo abrazó a su vez y lo apretó con fuerza. Michael olía a sal, a sudor y a jabón. Dios, cómo lo quería. Se aclaró la garganta.
– ¿Qué haces aquí fuera? ¿Estás jugando? ¿No deberías estar en la cama durmiendo?
– Te estaba esperando -dijo Michael, y retrocedió un paso-. Y al señor MacDuff no le importa. Dice que el fútbol es bueno para el alma a cualquier hora, de día o de noche.
– Me temo que no estoy de acuerdo -dijo ella, apartándole un mechón de la frente-. En cualquier caso, no tienes mal aspecto.
– Estoy bien -dijo él, mirando por encima del hombro-. Le presento a mi madre. Mamá, te presento al conde de Connaught, Señor del castillo de MacDuff. Tiene muchos otros nombres pero no puedo recordarlos todos. Supongo que tendremos que dejarlo por hoy, señor.
– Qué pena. -MacDuff se acercaba a paso tranquilo-. Encantado de conocerla, señora Dunston. Espero que haya tenido un viaje sin sobresaltos.
– Así ha sido. Hasta que nos topamos con su rebaño de ovejas por el camino.
– ¿De verdad? -preguntó él, frunciendo el ceño.
– De verdad -dijo Sophie, que se obligó a soltar a Michael-. Tengo que hablar con mi hijo a solas. ¿Nos puede dejar un momento?
– No. -MacDuff se giró hacia Royd y le tendió la mano-. ¿Usted es Royd?
– Sí. -Royd se inclinó y estrechó la mano que MacDuff le tendía.
– ¿Puede usted acompañar a Michael y a la señora Dunston de vuelta al castillo? Tengo que hablar con Jock. Le diré que llame a James para que les enseñe sus habitaciones.
– Michael y yo podemos hablar aquí -dijo Sophie.
MacDuff negó con un gesto de la cabeza.
– Para Michael este lugar ahora es especial. No quiero que quede manchado. Hable con él en algún otro sitio. -MacDuff se giró y fue hacia donde estaba Jock.
Aquel tío era un cabrón arrogante.
– ¿Manchado? -Michael la miró con un dejo de ansiedad.
Ella le puso una mano en el hombro.
– Volveremos al castillo.
– Sabía que ocurría algo malo -murmuró él-. Cuéntamelo.
– No pretendo ocultarte nada -dijo ella, con voz suave-. Pero, al parecer, no puedo hablar contigo aquí. Vamos a tu habitación -indicó, señalándole el camino-. ¿Royd?
– Iré detrás de vosotros hasta que lleguéis al castillo y sepa que estáis a salvo. Después de eso, ya no me querrás ni me necesitarás, ¿no?
Ella quería decirle que sí lo necesitaba. Se había acostumbrado a su compañía y a su fuerza durante esos últimos días, a apoyarse inconscientemente en él. Sin embargo, esto no tenía nada que ver con el vínculo que los unía. Se trataba de una cuestión entre ella y su hijo. Asintió con un gesto de la cabeza mientras caminaba por el sendero.
– No, no te necesitaré.
Royd observó a Sophie y a Michael cruzar el patio hacia la puerta principal del castillo. Sophie caminaba con la espalda muy recta, como si se preparara para un golpe. Royd ya había visto esa postura antes. Pensó que ella no había dejado de recibir golpes que la marcaban desde el momento en que lo había conocido a él, y que los aceptaba con la misma fortaleza inagotable.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Royd esperó, con los puños apretados a los lados. Dios, qué impotente se sentía. Sophie había sufrido y todavía iba a sufrir más cuando le contara a Michael lo de su padre.
Nada podía hacer él. Él era el extraño. Así que, pensó, sería mejor dominar el impulso de ir tras ellos y, en su lugar, hacer algo útil. Giró sobre sus talones y volvió hacia la puerta, donde Jock, MacDuff y Campbell, el guardia, estaban hablando. Al llegar, interrumpió la conversación.
– Vale, ¿cuál es el problema?
MacDuff alzó las cejas.
– ¿Problema?
– Las malditas ovejas. Cuando Sophie le habló de las ovejas en el camino, usted tuvo una reacción… Se nota que eso lo puso en guardia. Y enseguida quiso hablar con Jock. ¿Qué está pasando?
– Podría ser una coincidencia, ¿sabe? -dijo MacDuff-. Quizá sólo quería decirle a Jock que consolara a la señora Dunston en este momento de aflicción.
– Chorradas.
Campbell dio un paso adelante.
– Al Señor no se le habla de esa manera -dijo, con voz suave-. ¿Quiere que lo eche, Señor?
– Tranquilo, James, déjalo correr -respondió MacDuff-. Ve a buscar unos cuantos hombres y vuelve en diez minutos.
– ¿Está seguro? Para mí no representa ningún problema.
Jock soltó una risilla.
– No estés tan seguro -dijo-. Incluso a mí me daría problemas, James. -Señaló con el pulgar hacia el castillo-. Diez minutos.
Campbell se giró y cruzó la puerta a grandes zancadas.
– Las ovejas -repitió Royd.
– Díselo -sugirió Jock a MacDuff-. Si es lo que pensamos, puede que nos sea útil.
MacDuff guardó silencio un momento y luego se encogió de hombros.
– Tienes razón -convino, y alzó la mirada hacia el monte-. Las ovejas no tenían por qué estar en el camino. Esos montes son de mi propiedad pero he dejado a Steven Dermot y a su hijo cuidar de un pequeño rebaño en esas tierras. Su familia ha gozado de ese derecho desde hace generaciones. Pero Steven se cuida mucho de respetar mis derechos. Jamás he sabido que haya dejado a sus ovejas vagar libremente por mis caminos.
Royd siguió la mirada de MacDuff hacia los cerros.
– Usted compruebe lo de Dermot. Yo iré a dar una vuelta.
– ¿Ninguna pregunta? ¿Ninguna discusión sobre posibles coincidencias? -inquirió MacDuff.
– Una de las primeras reglas de mi entrenamiento es que cualquier cosa fuera de lo ordinario es sospechosa -dijo, y miró a Jock por encima del hombro-. ¿Vienes conmigo?
– Creo que tú te puedes ocupar de ello -dijo éste, con voz queda-. Yo crecí jugando en esos montes con Mark, el hijo de Steven. Iré con MacDuff a la cabaña.
Royd asintió con un gesto mudo.
– Si no encuentro a nadie, volveré para cubriros.
– Para eso tendremos a James y a varios más -dijo MacDuff-. Podría prescindir de un par de hombres para que le acompañen.
– No, se interpondrían en mi camino.
– Conocen el monte.
– Se interpondrían en mi camino -repitió Royd-. No quiero tener que ocuparme de nadie más que de mí mismo.
– Campbell y los demás no son unos inútiles -dijo MacDuff-. Han servido conmigo en los marines.
– Vale. Quédeselos -dijo, y se alejó por el camino.
¿Acaso lo observaban? Era probable. Sin embargo, estaría lejos del alcance de un rifle durante varios cientos de metros. Y luego se escabulliría entre los árboles en la falda del monte…
– Qué cabrón -murmuró MacDuff cuando se volvió hacia Jock-. Creo que estoy un poco cabreado. Más le vale que sea bueno. ¿Siempre es así?
– Es bueno -dijo Jock-. Y muy impetuoso. Puede que esté un poco más pesado que de costumbre, pero me parece haber detectado una pizca de frustración. Las cosas, al parecer, no van como él quisiera.
– ¿Y eso ocurre alguna vez?
– Sin embargo, Royd ha tenido que tratar con Sophie Dunston, y no se entienden -dijo Jock, y se encogió de hombros-. O quizá no sabe cómo manejarla. Seguro que es una ofensa a su ética de apisonadora tener que pararse y pensar en otra persona, cuando lo único que desea es llegar hasta Sanborne y Boch. -Jock miró por encima del hombro de MacDuff-. James y los demás han llegado. Vamos a ver qué pasa en la granja.
Lo estaban observando.
Royd se detuvo a junto a la sombra de un árbol y aguzó el oído.
El viento mecía las ramas. En la distancia, balaban las ovejas.
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