– No pasa nada -siguió Royd, escrutando su expresión-. Cuando alguien muere, es normal pensar que se merecían más de lo que les dábamos. A menos que sea alguien como yo, que se pone celoso a reventar y reacciona como un salvaje.
¿Celoso?
– Ya está, lo he dicho -dijo él, con voz seca-. Lo he hecho a propósito porque quiero que empieces a pensar en ello. Quiero acostarme contigo. Lo he deseado casi desde el día en que te conocí.
Sophie sintió que una ola de calor se apoderaba de ella. Resístete.
Es una locura, pensó.
– Has dicho que has estado demasiado tiempo en la selva -dijo, con un deje nervioso.
– No se trata de cualquier mujer. Eres tú. Tienes que ser tú.
– Sí, claro.
– Pero no voy a insistir, no ahora mismo. Así que olvídalo, relájate y escucha la música.
– ¿Que lo olvide? -preguntó ella, con expresión de incredulidad-. Tú no quieres que lo olvide.
– Claro que no. Quiero que te guardes la idea y que, de vez en cuando, la cojas y la acaricies y te acostumbres a ella.
Ella se humedeció los labios.
– Eso no ocurrirá -sentenció.
Él ignoró sus palabras.
– Creo que te gustaría. No soy un hombre suave ni dicharachero. No te susurraré dulces frases al oído. No pertenezco a ese mundo que compartías con Edmunds. La única educación que tuve más allá del instituto es lo que me he enseñado a mí mismo. Lo que ves es lo que hay. No temo no estar a la altura de la competencia. Puedo hacer cualquier cosa que tenga que hacer. Y te aseguro que te deseo más que cualquier hombre que hayas conocido y me tomaré el tiempo para que tú me desees a mí de la misma manera.
Ella lo miraba, intentando pensar en algo que decir.
– Ya verás cómo llegaré a gustarte -repitió él, con voz suave.
– No quiero…
– Como he dicho, no voy a presionarte. -Royd pisó el acelerador-. Sé dónde están tus prioridades. Tenemos una tarea por delante -dijo, y sonrió-. Pero piensa en ello.
¿Cómo evitarlo? Maldita sea.
Su enorme cuerpo estaba a unos centímetros de ella, y ahora sentía que el corazón se le aceleraba.
Se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Escucha la música, se dijo. Escucha la música.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Boch cuando Sanborne contestó el teléfono-. ¿La policía la ha encontrado?
– No, por lo que yo sé. Mi contacto en el departamento de policía dice que la siguen buscando.
Boch soltó una imprecación.
– Quiero que desaparezca del mapa. Mientras siga suelta por ahí, es una amenaza para las negociaciones. Me habías dicho que bastaría con la encerrona.
– Y bastará. En cuanto den con ella, irá a la cárcel. Las pruebas de ADN son sólidas.
– Si tu hombre no ha cometido errores.
– No ha cometido errores. Le di una muestra de su pelo y una nota perfectamente falsificada, con su saliva en el sobre, invitando a Edmunds a encontrarse con ella. Le dije que limpiara la escena del crimen.
– ¿Y el coche?
– Ahora mismo está en el fondo de la bahía. Es sólo cuestión de esperar a que la policía la detenga. Un poco de paciencia.
– A la mierda la paciencia. Sophie Dunston empezará a hablar de ti y del REM-4 en cuanto le den una oportunidad para hablar con los reporteros.
– No hablará con los reporteros durante un tiempo. Primero le darán apoyo legal. Eso le dará a mi hombre en la policía la oportunidad que necesita para llegar hasta ella.
– ¿Qué usará?
– Cianuro -dijo Sanborne, y sonrió-. ¿No es el cianuro la píldora clásica del suicidio? Será una pena que las mujeres policías no se lo encontraran encima cuando la registraron. Sin embargo, al fin y al cabo, Dunston es médico, y tiene acceso a todo tipo de fármacos mortales.
– ¿Y qué hay del niño? Lo necesitamos muerto, maldita sea. No hay compasión para una madre que mata a su lujo. Tenemos que encontrarlos antes que la policía.
– Yo creo que ha puesto al niño a buen recaudo al darse cuenta de que ella corría peligro.
Boch guardó silencio un momento.
– ¿Jock Gavin?
– Parece lógico. Gavin era el protegido de un lord escocés llamado MacDuff. He enviado al mismo hombre que se cargó a Edmunds para que investigue el castillo y vea qué se le ocurre.
– Gavin es un experto. No será nada fácil quitarle el niño.
– Nada que valga la pena es fácil. Pero el hombre que he enviado tiene órdenes de informar antes de pasar a la acción. No queremos que un incidente internacional salpique más lodo.
– ¿A quién has mandado? ¿Lo conozco?
– Oh, sí. Lo conoces. Sol Devlin -dijo, después de una pausa.
– ¡Madre mía!
– Reconocerás que es un tipo eficaz. Al fin y al cabo, es uno de los tuyos. Estabas muy orgulloso de él cuando acabó su entrenamiento en Garwood. -Y luego añadió, con un dejo de picardía-: O quizá necesitaras un resultado exitoso después de que Royd se marchó.
– Devlin fue un éxito. Es casi perfecto, es todo lo que Royd debería haber sido.
– Es verdad. Letal y obediente. Por eso lo he guardado para un trabajo especial como éste.
– Yo quería usarlo como ejemplo para enseñar a Ben Kaffir.
– Eso para más tarde. Esto es más importante.
Boch guardó silencio un momento.
– Vale, supongo que tienes razón.
Claro que tenía razón, pensó Sanborne, con gesto amargo. Cabrón desconfiado.
– ¿Cómo piensas matar al niño?
– Con la misma arma que mató a Edmunds. Pero si esa puta ha ido a buscarlo, valdrá la pena esperar hasta que esté lo bastante cerca como para parecer sospechosa. Por eso le he dicho a Devlin que vigile y espere.
– ¿Y si no está cerca? ¿Qué pasará si la policía la detiene?
– Entonces matamos al niño y lo tiramos al mar. Así, nadie sabrá cuándo lo mataron. Además, Devlin no usó todas las muestras de ADN en la escena del crimen de Edmunds. Todo saldrá bien. -Sanborne estaba harto de defenderse de Boch-. Tengo que colgar ya.
– Espera. ¿Has recibido el análisis de los últimos resultados que nos envió Gorshank?
– No, deberían llegar en cualquier momento.
– Sin embargo, sea cual sea el resultado, no debería impedirnos seguir adelante.
Los resultados de Gorshank influirían decisivamente en su manera de proceder, pensó Sanborne, impaciente. ¿Acaso no lo entendía? Boch recurría a su habitual táctica de apisonadora, y él no tenía ganas de discutir con él en ese momento.
– Ya hablaremos de ello. Tengo que hablar con Devlin. -Sanborne pulsó una tecla para desconectar y marcó el número del móvil de Devlin-. ¿Dónde estás? -preguntó, cuando éste contestó.
– En los cerros por encima del castillo. No he visto a nadie entrar ni salir. Tengo que acercarme.
– ¿Y qué te lo impide?
– Hay una cabaña de pastores por aquí cerca. He tenido que permanecer oculto para que no me vean.
– Nada de excusas. Si tienes que acercarte, acércate.
– Si eso es lo que quiere que haga… -No había ni una pizca de docilidad en su voz. Era tranquila e inexpresiva, pero Sanborne no tenía la impresión de tratar con un zombi. Parte del programa de Garwood consistía en lograr que los sujetos se comportaran de manera normal en todos los aspectos, excepto la obediencia. Sí, Devlin era casi perfecto. Sanborne lo imaginaba en el monte, un hombre duro y fuerte, pelo rubio cortado a cepillo. Una máquina magnífica a sus órdenes. Era bastante peculiar tener tanto poder sobre un ser humano. Sanborne sentía la excitación que se apoderaba de él. El dinero estaba muy bien, pero los dólares no podían compararse con la sensación que procuraba la dominación total. Durante casi toda su vida adulta, Sanborne había tenido el poder al alcance de sus manos, pero esto era diferente, era la emoción pura-. No cometas errores, pero cumple con la tarea que te fue encomendada -ordenó, y colgó.
Читать дальше