Iris Johansen - Sueños asesinos

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En una noche oscura, los terrores del pasado volverán a la vida de Sophie Dunston. Reconocida especialista en terapias del sueño y creadora del tratamiento REM-4, la científica ha visto cómo sus hallazgos se vuelven contra ella al ser utilizados para controlar la mente de los pacientes y convertirlos en crueles asesinos. Para salvaguardar su seguridad y la de su hijo Michael, durante años ha luchado con todas sus fuerzas denunciando las oscuras prácticas de Robert Sanborne, su antiguo jefe, aunque todo ha sido en vano. Esta vez, los sicarios del magnate farmacéutico están más cerca que nunca, pero Sophie no está dispuesta a que ganen la partida.
Amenazada de muerte, su única opción será encomendarse a Matt Royd, un soldado calculador y enigmático que ha podido rehabilitarse de la manipulación causada por el medicamento. Pero ¿podrá confiar en él? Sus peores pesadillas, convertidas ahora en realidad, no han hecho más que empezar.
Su vida corre peligro…
Sophie Dunston nunca podrá perdonarse el hallazgo de la fórmula para controlar las pesadillas. No mientras ésta se encuentre en manos de Robert Sanborne, el despiadado empresario que ahora la utiliza con el propósito de crear un ejército de asesinos. Sus intentos de denuncia han sido en vano, y la científica empieza a entender que esta guerra que ha iniciado no la podrá luchar sola. Prisionera de su propio hogar y atrapada por los sentimientos de culpa, necesitará todo su ingenio y valentía para proteger su vida y la de su hijo Michael de las oscuras intenciones de Sanborne y sus secuaces, estableciendo un arriesgado juego de confianza con la única persona que parece dispuesta a ayudarla…
…y no sabe en quién confiar.
Matt Royd ha sido entrenado para matar. Miembro del grupo de operaciones especiales del ejército estadounidense, es frío como un iceberg y experto en manipular gente. Sin embargo, en su vida se esconde una historia mucho más oscura, un experimento que le transformó en lo que es en la actualidad. Decidido a saldar cuentas pendientes con aquéllos que le convirtieron en un asesino, en su camino se cruzará con la bella Sophie, y hará todo lo posible por protegerla.

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Sophie lo miró, sorprendida.

– Al parecer, sabe bastante sobre el tema. ¿Ha estado en terapia?

– Joder, no. Pero cuando empezaron, supe que tenía que ponerle freno. Así que investigué un poco.

– En mi opinión, no ha conseguido realmente ponerle freno al problema. Sólo lo ha identificado. Puede que necesite una terapia.

– ¿De verdad? -preguntó Royd, inclinando la cabeza a un lado-. ¿He despertado su curiosidad profesional?

Ella se humedeció los labios.

– ¿Los sueños tienen algo que ver con Garwood?

– Sí, claro. ¿Qué se esperaba? -dijo él, después de un momento de silencio.

– Exactamente lo que está ocurriendo. -Sophie se giró para irse-. Siéntese y respire profundo unas cuantas veces. Tiene que relajarse. Le traeré un vaso de agua.

– ¿Por qué?

– Hágame caso.

Royd frunció el ceño.

– No quiero que se ocupe de mí. Puedo ir yo solo a buscar un vaso de agua, joder.

– Siéntese y cállese la boca. Ahora vuelvo.

Él respondió frunciendo el ceño.

– ¿Me puedo vestir?

– ¿Por qué? La desnudez no me molesta y volverá a la cama en cuanto se relaje.

Él bajó la mirada.

– Estar desnudo en la misma habitación con usted no es como para estar relajado.

– Haga lo que quiera. -Sophie fue al cuarto de baño. Ver a Royd desnudo tampoco la relajaba a ella. Era demasiado masculino, y su cuerpo era demasiado musculoso y duro. La hacía sentirse débil y femenina, y nada profesional. No quería sentirse así por nada del mundo. Pero reconocerlo ante él sería una derrota.

Llenó un vaso de agua y volvió a la habitación. Él estaba sentado en el sillón con las piernas extendidas. Había seguido sus instrucciones al pie de la letra y no se había vestido.

Maldito sea.

Sophie le pasó el agua y se sentó en una silla de respaldo vertical frente a la pequeña mesa donde habían comido más temprano esa noche.

– Está sudando. ¿Siempre le ocurre lo mismo durante el ciclo del sueño?

Él dijo que sí con la cabeza.

– ¿Con qué frecuencia tiene esa pesadilla?

– Dos o tres veces por semana -dijo Royd, y bebió un sorbo-. A veces más. Depende.

– ¿Depende de qué?

– De lo cansado que esté. La energía sobrante, al parecer, la activa -dijo, encogiéndose de hombros-. El agotamiento quizá las impide.

– Puede ser. O quizá relaja la tensión que ha acumulado durante las horas de vigilia en lugar de dejar que lo haga la pesadilla cuando se duerme.

– No hay nada de liberador en ellas. Es una emboscada. -Inclinó la cabeza a un lado, escrutándola-. ¿Por qué todas esas preguntas? ¿Qué hace?

– Soy médico. Los trastornos del sueño son mi especialidad. Quiero ayudarlo. ¿Tanto le cuesta entenderlo?

– Considerando que la he estrangulado hasta casi matarla hace sólo cinco minutos, diría que es muy difícil de entender.

– Sí, pero usted no era plenamente dueño de sus facultades. No sabía lo que hacía.

– Ahora es usted la que pide perdón.

– No, pero es parte de mi trabajo comprender causa y efecto. Tuve un paciente nada más licenciarme de la facultad de medicina que me golpeó tan fuerte que me rompió la nariz -dijo Sophie, con una mueca-. No era su intención. Fue sólo un reflejo automático. Sin embargo, después de eso, tuve más cuidado.

– Esta noche no ha tenido cuidado.

– No sabía que tenía que tenerlo. Daba la impresión de que estaba…

– ¿Sano?

– Parecía que controlaba la situación -corrigió ella.

– Sí, controlo la situación. -Royd hizo una mueca cuando se topó con su mirada escéptica-. Vale, excepto cuando no la controlo.

– ¿Ha probado algún fármaco?

– Nada de fármacos. Nunca -dijo él, con un tono neutro-. No soy de los que creen que hay que probar la cicuta.

Ella pestañeó.

– No sugería… En algunos casos es conveniente encontrar una manera de relajarse antes de entrar en el ciclo del sueño.

– Estoy de acuerdo. Lo supe desde el primer mes en que empecé a tener los sueños. Probé todo tipo de remedios. El póquer, las palabras cruzadas, el ajedrez. Sin embargo, la estimulación mental no dio resultados. Tenía que ser algo físico. Cualquier cosa que me agotara. Empecé a correr más de diez kilómetros todas las noches.

– Eso lo dejará agotado, supongo.

– A veces -dijo él, y calló un momento-. Con el sexo se obtiene mejores resultados.

– Seguro que sí. -Sophie se lo quedó mirando, presa de una sospecha-. ¿Acaso intentaba que me sintiera incómoda?

– Sólo era una aclaración. Usted me preguntó qué cosas me ayudaban.

– Y usted sólo me hablaba de hechos concretos.

Él le devolvió una sonrisa.

– No, la verdad es que intentaba un modo de seducirla. Pero es la pura verdad. No hay nada tan liberador como el sexo. ¿No está usted de acuerdo?

– Si estuviera de acuerdo, seguiría con esta conversación, y eso no es lo que quiero. ¿Piensa contarme de qué trataba su sueño?

– No, ahora no. Quizá cuando nos conozcamos un poco mejor.

Por su sonrisa, era evidente que el cabrón hablaba de «conocer» en un sentido bíblico. Sophie se incorporó.

– Váyase al infierno. Sólo intentaba ayudarle. Debería haberlo sabido.

La sonrisa de Royd se desvaneció.

– No quiero ser su paciente, Sophie. No soy su hijo. Lo último que necesito es que me coja la mano y me consuele. Y no tengo ganas de curarme completamente de mis pesadillas.

– Entonces está loco.

– Vaya palabra. Y qué falta de profesionalidad de su parte.

– He vivido con el dolor de Michael y sé el infierno que desatan esas pesadillas. En inglés, la palabra «pesadilla» nightmare, viene del antiguo sajón mara, que significa «demonio». Y las pesadillas pueden quemarlo vivo como los demonios que son. Puede que no sean tan peligrosas como los terrores nocturnos, pero son horribles. ¿Por qué no querría usted librarse de ellas?

Él guardó silencio un momento.

– Porque mantienen la memoria bien fresca. Y mantienen viva la hoguera de la furia. Me ayudan a concentrarme en lo que tengo que hacer.

La hoguera viva.

Sophie tuvo un atisbo de la rabia infernal que latía por debajo de ese exterior aparentemente duro.

– Dios mío, ¿de verdad se haría eso a sí mismo? Sé que las pesadillas pueden ser una tortura.

– Sanborne y Boch son los culpables, fue el regalo que me hicieron. Más me vale conservarlo para usarlo contra ellos. Así que no desperdicie su compasión conmigo.

– No lo haré.

– Sí, lo hará. No puede evitarlo. Es usted una benefactora que lleva todo el peso del mundo sobre los hombros. -Royd se incorporó para volver a la cama-. No se habría metido hasta el cuello en esta historia si no hubiera querido ayudar a su padre. Ahora sufre porque no puede curar a su hijo. Ahora cree que yo la necesito, y yo con usted podría hacer lo que quiero. -Se metió en la cama y se tapó con las sábanas-. Pero no quiero. Así que vuelva a la cama y déjeme dormir.

– Eso haré, hijo de puta -dijo ella, dando rabiosas zancadas hacia la puerta-. Y espero que sus pesadillas se conviertan en terrores nocturnos y que tenga una vida de… -dijo, y calló-. No, eso no.

– ¿Lo ve? -preguntó Royd desde la cama a sus espaldas-. Incluso tiene miedo de lanzarme una maldición.

– Los terrores nocturnos son algo demasiado personal para mí. Pero hay todo tipo de terrores. Se me ocurren varios que podría desearle y que harían palidecer incluso a un hombre como usted.

– ¿Como por ejemplo?

Ella le lanzó una mirada distante por encima del hombro.

– Que sus huevos se sequen y que desarrolle una alergia al Viagra y a todas sus ventajas.

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