Kay Hooper - Jaque al miedo

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Lucas Jordan es un reputado criminólogo con poderes paranormales que trabaja para el FBI, en la Unidad de Crímenes Especiales. Un secuestrador psicópata tiene en jaque a toda la Unidad: tras raptar a sus víctimas, y cobrar el rescate, las somete a una macabra situación letal sin escapatoria, mientras un reloj marca, inexorablemente, el tiempo de vida que les queda.
Samantha Burke, una médium que trabaja en un circo, con capacidad para ver el futuro, se cruza de nuevo en la vida de Lucas, con una inquietante premonición: el asesino conoce perfectamente el patrón mental de Lucas, y cada uno de sus movimientos forma parte de una retorcida partida de ajedrez en la que todos son piezas de tan macabro juego. Samantha se convertirá en la pieza clave del tablero y la única capaz de salvar no sólo la vida de Lucas, sino también su herido corazón.

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Samantha miró al sheriff sin cambiar de expresión. Después volvió a fijar la mirada en Lucas.

– Lo siento, creía habéroslo dicho -dijo con calma-. También estamos aquí porque a Leo le pagaron un adelanto en metálico, o eso dijeron, para que nos instaláramos en Golden. Un fajo de billetes y una carta sellada y enviada desde aquí, desde el pueblo. Supuestamente, de un donante anónimo que quería que montáramos la feria aquí, por sus hijos. Estoy segura de que el sheriff tiene una copia de la carta, o la tendrá muy pronto.

– ¿Y nada de eso te alertó de que quizás estuviera pasando algo sospechoso? -preguntó Lucas con aspereza.

– Sí. Pero, en fin, diez de los grandes… Yo juego con las cartas que tengo, ¿recuerdas? -Volvió a mirar al sheriff, esta vez fijamente-. No es la primera vez que nos pasa algo así, aunque la cantidad era… poco frecuente. Y antes de que empiece a pensar cómo podría detener a Leo por lo del dinero, tenga en cuenta, sheriff, que él ya anotó esa cifra en el libro de ingresos del trimestre pasado, en concepto de adelanto en efectivo. Para Hacienda. Y envió una copia de la carta como comprobante. Si hubiera querido ocultarlo, sus hombres jamás habrían encontrado ni rastro del dinero.

La expresión de estupor de Wyatt evidenció que no había considerado esa posibilidad, y su irritación fue tan obvia que Samantha sintió una punzada de lástima por él.

– Lo siento -le dijo-, pero sigo intentando decirle que Leo y la feria no tienen nada que ver con el secuestrador y sus planes.

– Veo que no se incluye usted en esa afirmación -replicó Wyatt.

– Mi situación parece ser distinta. Por la razón que sea, da la impresión de que el secuestrador me quería aquí.

– Podríais haber tomado otra decisión -dijo Lucas-. Leo podría haberse embolsado el dinero o haberlo denunciado, y la feria podría haberse instalado en otra ciudad.

– Sí, bueno. También estaba ese sueño.

– ¿Por qué demonios no has mencionado el dinero hasta ahora?

– Tampoco lo habría mencionado ahora si mis hombres no lo hubieran descubierto -le recordó Wyatt.

Lucas miró fijamente a Samantha.

– ¿Y bien? -preguntó.

Ella se encogió de hombros.

– Tenía que dejar que el sheriff encontrara algo sospechoso, ¿no? -contestó.

– Bobadas -masculló Wyatt.

– Así le he tenido ocupado y me lo he quitado de encima por lo menos un par de horas -le informó ella cortésmente.

Lucas tuvo la corazonada de que era más lo primero que lo último, pero no puso en duda sus palabras.

Wyatt se sentó al otro lado de la mesa, frente a Jaylene, todavía con el ceño fruncido.

– Hemos comprobado dos tercios de vuestra lista de secuestros de los últimos dieciocho meses -le dijo a Lucas.

– ¿Y? -Lucas ya sabía la respuesta, pero preguntó de todos modos.

– Y… en cerca de la mitad de los casos, la compañía circense «Después del anochecer» estaba a menos de ochenta kilómetros del lugar del secuestro.

– En la mitad de los casos.

– Sí.

– ¿Qué hay de la otra mitad?

– Estaban más lejos, evidentemente. -Wyatt miró sus ojos fijos y azules y torció el gesto-. Mucho más lejos, en algunos casos. A unos trescientos kilómetros de media.

– Entonces, ¿va a dejar en paz de una vez a Leo y a los demás? -preguntó Samantha.

– ¿Incluyéndola a usted?

– No. Como creo haberle dicho ya, nunca espero cosas imposibles.

– Eso es lo más sensato que le he oído decir.

Lucas suspiró.

– Ya basta. Wyatt, deja de perder el tiempo con la feria. Y, Sam, si no me cuentas lo de ese sueño…

Pero ella sacudió la cabeza.

– Lo siento. Vi un cartel de Bienvenidos a Golden y comprendí que estaba destinada a estar aquí. Eso es lo único que vas a conseguir, Luke. Es lo único que importa.

– Tal vez -dijo Jaylene- sea todo lo que necesitamos. -Miró fijamente a Lucas-. Por ahora.

Él movió la cabeza de un lado a otro, pero dijo:

– Ese colgante. Wyatt, ¿no recuerdas haberlo visto cuando inspeccionaste el apartamento de Lindsay después del secuestro?

– No estaba allí.

– Puede que lo pasaras por alto.

Wyatt negó con la cabeza.

– No lo pasé por alto. No estaba allí, creedme. Yo sabía que a Lindsay le daban pánico las arañas. Me habría fijado si esa cosa hubiera estado en su mesilla de noche.

– ¿Caitlin ha vuelto al motel? -le preguntó Lucas a Samantha.

– Sí. Pensamos que sería mejor esperar tu visto bueno antes de que empezara a ordenar el apartamento de Lindsay. Porque si ese tipo estuvo allí…

– Quizás haya dejado alguna prueba. Si tenemos suerte. Wyatt, habrá que entrevistar a los vecinos del edificio y registrar el apartamento. Tú estuviste allí el jueves por la tarde, a primera hora, y no viste el colgante. Caitlin lo encontró el domingo por la mañana. Puede que durante ese tiempo los vecinos vieran a algún sospechoso.

– ¿Si tenemos suerte? -Wyatt sacudió la cabeza-. Supongo que vale la pena intentarlo.

Samantha miró el reloj de la pared y se levantó.

– Mientras tanto, yo tengo que ir a prepararme para abrir mi caseta. -Comenzó a rodear la mesa para dirigirse a la puerta.

– A estafar a la gente, como siempre, ¿eh, Zarina? -dijo Wyatt antes de que Lucas pudiera intervenir.

Probablemente cualquier otro día, en cualquier otra situación, Samantha habría dejado pasar aquel comentario sin una protesta. Pero estaba cansada, le dolía la mano, tenía la sensación desagradable y persistente de que su cabeza estaba rellena de algodón, y Wyatt Metcalf acababa de colmar su paciencia.

– ¿Se puede saber qué hostias le pasa? -preguntó, volviéndose hacia él. Pero, antes de que alguien pudiera hablar, agregó-: Pensándolo mejor, ¿por qué no lo averiguo yo misma?

Ésa fue su única advertencia antes de que alargara el brazo y agarrara al sheriff por el hombro. Con fuerza.

Capítulo 10

En la actualidad Jueves,

20 de septiembre

– Sam…

Lucas comprendió que Samantha estaba siendo arrastrada por una visión en cuanto tocó al sheriff. Pero lo que le sorprendió fue que Wyatt pareciera quedarse paralizado, con la mirada fija en la cara de Samantha mientras la suya estaba pálida y tenía, al mismo tiempo, una expresión en cierto modo desafiante.

– Ahora es capaz de abrirse del todo -masculló Lucas mientras los observaba-. Antes no era así.

– Todos maduramos en nuestras facultades -le recordó Jaylene-. Han pasado tres años. Puede que hayan cambiado muchas cosas.

– Puede ser. Pero que haga esto… Maldita sea, le advertí a Wyatt que la dejara en paz.

– Wyatt parece de esas personas que necesitan un escarmiento para aprender la lección -sugirió Jaylene lacónicamente-. Tal vez esto tuviera que pasar, tarde o temprano.

Lucas iba a darle la razón, pero entonces se dio cuenta de que Samantha sangraba por la nariz. Masculló una maldición y rodeó rápidamente la mesa al tiempo que buscaba su pañuelo.

– No, si tiene que ser a este precio -le dijo a Jaylene.

– Nunca había visto…

– Yo sí. -Agarró la muñeca de Samantha y apartó con firmeza su mano del hombro de Wyatt-. ¿Sam?

– ¿Mmm? -Ella parpadeó y levantó la mirada hacia él. Frunció el ceño y aceptó el pañuelo que Lucas le ofrecía como si fuera un objeto extraño-. ¿Qué es esto?

– Te está sangrando la nariz.

– Otra vez no. Mierda. -Se llevó el pañuelo a la nariz y miró a Wyatt-. Lo siento -dijo-. Esto ha sido una invasión de su intimidad, una invasión imperdonable.

– Lo ha dicho usted, no yo -masculló él. Pero la miraba intensamente, con el ceño fruncido, y nadie tuvo que inquirir qué estaba pensando y qué se preguntaba.

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