Kay Hooper - Jaque al miedo

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Lucas Jordan es un reputado criminólogo con poderes paranormales que trabaja para el FBI, en la Unidad de Crímenes Especiales. Un secuestrador psicópata tiene en jaque a toda la Unidad: tras raptar a sus víctimas, y cobrar el rescate, las somete a una macabra situación letal sin escapatoria, mientras un reloj marca, inexorablemente, el tiempo de vida que les queda.
Samantha Burke, una médium que trabaja en un circo, con capacidad para ver el futuro, se cruza de nuevo en la vida de Lucas, con una inquietante premonición: el asesino conoce perfectamente el patrón mental de Lucas, y cada uno de sus movimientos forma parte de una retorcida partida de ajedrez en la que todos son piezas de tan macabro juego. Samantha se convertirá en la pieza clave del tablero y la única capaz de salvar no sólo la vida de Lucas, sino también su herido corazón.

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– Mmmm. Ahora dime cómo consiguió imprimir toda esa energía, todo ese miedo, en el colgante.

– No lo sé. A menos que…

– ¿A menos que?

– A menos que lo llevara desde el principio. A menos que sea una especie de… testigo mudo de todo lo que ha hecho. De todo el terror que ha causado. De todo el dolor y el sufrimiento que ha infligido. De toda esa muerte. Nada de lo que ha dicho Sam recordaba a los secuestros o a los asesinatos, pero puede que ella haya vislumbrado su alma. Puede que sea eso lo que ha visto. Imágenes de terror y muerte.

– Santo dios. No me extraña que sangrara por la nariz. Es un milagro que no le haya dado un ataque al corazón.

– Sí. -Lucas se incorporó y miró hacia la puerta. Saltaba a la vista que tenía la mente en otra parte, y ello se reflejó en su tono ausente cuando dijo-: Llámame si descubrís algo en el apartamento o en el edificio de Lindsay.

– No cuentes con que encontremos nada.

– Creo que lo único que ese tipo dejó allí fue lo que quería que encontráramos. El colgante.

– Entonces, ¿a quién le toca hacer el siguiente movimiento?

– A mí. -Lucas salió de la habitación.

Jaylene lo siguió con la mirada.

– Pero en el tablero equivocado -murmuró-. Aunque… puede que no.

Caitlin no protestó cuando dos ayudantes del departamento del sheriff llamaron a la puerta de su habitación y le informaron de que estarían por allí por si necesitaba algo. Sintió, de hecho, cierto alivio, puesto que de vez en cuando algún periodista insistía en llamar a su puerta y se disculpaba luego profusamente por importunar.

Apenas diez minutos después de su llegada, los policías tuvieron que despedir a otra reportera. Caitlin, que estaba mirando por la ventana, sacudió la cabeza mientras la joven, decepcionada, recogía su pequeña grabadora y volvía a su coche.

Aquello le causaba no poca repugnancia. ¿Qué esperaban de ella? ¿Una declaración jugosa acerca de su desgracia? ¿Saber qué se sentía cuando asesinaban a tu hermana? ¿Una apelación directa y cargada de dramatismo al asesino para que se entregara?

Cielo santo.

Se apartó de la ventana, se sentó en la cama y miró un momento las noticias que daba el televisor, al que le había quitado el volumen. Después se levantó de nuevo. Estaba inquieta, pero no podía ir muy lejos en ninguna dirección. Las pequeñas habitaciones de un motel ofrecían poco espacio y aún menos cosas de interés, se dijo.

Una cama, una cómoda baja con la televisión en un extremo y un gran espejo al otro lado. Mesillas de noche. Una mesa redonda con dos sillas junto a la ventana, una presunta butaca al otro lado de la cama, cerca del cuarto de baño. Un cuarto de baño alicatado y provisto de una encimera con el espacio justo para apoyar la pequeña cafetera y quizás un neceser de reducidas dimensiones.

Caitlin conocía ya cada rincón de la habitación. Sabía que una de las sillas de la mesa cojeaba. Sabía que la mesilla de noche de la derecha tenía un cajón que se atascaba. Irónicamente, pensó, era el cajón que contenía la Biblia.

Sabía que la alcachofa de la ducha estaba fija, de modo que no podía regularse, y que el chorro de agua tenía tan poca presión que resultaba irritante. Sabía que las toallas eran ásperas. Sabía que la cama se hundía.

Rayaba la noche del día del entierro de su única hermana y estaba sola en la destartalada habitación de un motel que conocía demasiado bien, en un pueblo del que apenas sabía nada.

¿Por qué había elegido Lindsay aquel pueblecito para vivir? ¿Tal vez porque ser policía en un pueblo pequeño era más sencillo? ¿Porque aquel trabajo resultaba más fácil cuando uno reconocía las caras de casi todas las personas a las que veía a lo largo del día, cuando conocía a la gente a la que se esforzaba por servir y proteger?

– Ojalá te lo hubiera preguntado, Lindsay. -Se oyó murmurar-. Ojalá te lo hubiera preguntado.

Se sobresaltó cuando de pronto se activó el volumen del televisor y las cadenas comenzaron a cambiar a toda velocidad. El lacónico diálogo de una película antigua colmó el silencio de la habitación. Caitlin arrugó el ceño, cogió el mando a distancia de la mesilla de noche y apretó el botón del canal que tenía puesto anteriormente y el del volumen.

La televisión volvió a su estado anterior y se hizo el silencio.

Caitlin se recostó en la cama con un suspiro. Las noticias eran deprimentes, así que tal vez viera una película antigua…

La televisión comenzó a cambiar de nuevo de canal, deteniéndose sólo unos segundos en cada uno antes de pasar al siguiente. El volumen volvió a activarse y subió ligeramente. Una película antigua. Una telecomedia de los setenta. La biografía de una leyenda del cine muerta hacía tiempo. Un documental sobre dinosaurios. Vídeos musicales.

Llena de nerviosismo, Caitlin cogió rápidamente el mando a distancia y apagó el televisor.

Silencio.

Pero antes de pudiera dejar el mando, el aparato volvió a encenderse y de nuevo comenzó a cambiar de canal incesantemente.

Caitlin volvió a apagarlo y esta vez se acercó al enchufe de detrás de la cómoda y tiró del cable.

Al incorporarse en la habitación en silencio, la lámpara de su mesilla de noche parpadeó con una luz mortecina y se apagó. Unos segundos después, volvió a encenderse.

– Un problema con la electricidad -dijo en voz alta, y notó alivio en su voz-. No es más que eso…

El teléfono de la otra mesilla emitió un pitido extraño y breve. Pasaron largos segundos. El teléfono volvió a sonar, y de nuevo su timbre fue breve y extraño.

Caitlin se mordió el labio inferior mientras miraba el aparato como si fuera una serpiente de cascabel enroscada. Cuando el teléfono volvió a sonar, se acercó lentamente a él y se sentó al borde de la cama. Respiró hondo. Y levantó el auricular.

– ¿Diga?

Contestó el silencio. Pero no un silencio vacío. Se oía, por el contrario, un siseo bajo, el leve crepitar de la energía estática, y un zumbido casi inaudible que le hizo chirriar los dientes.

Colgó rápidamente y se quedó mirando el teléfono. Qué extraño. Pero sólo era eso… extraño. Infrecuente, pero no inexplicable. Había habido tormentas hacía poco, y seguramente en un pueblecito como aquél las líneas telefónicas eran viejas e inestables…

El teléfono sonó de nuevo, ahora con un pitido más largo y continuado.

Caitlin soportó aquel ruido todo el tiempo que pudo. Después volvió a levantar el auricular.

– ¿Diga? ¿Quién demonios es…?

– Cait…

Era casi inaudible, pero clara.

La voz de su hermana muerta.

– ¿Lindsay?

– Dile a Sam… que tenga cuidado. Él lo sabe. Él…

– ¿Lindsay?

Pero la voz se había desvanecido. Caitlin se quedó escuchando largo rato aquel silencio extraño y sibilante, y finalmente colgó el teléfono con mano temblorosa.

A pesar de lo que le había dicho Samantha ese mismo día, nunca había creído que hubiera algo después de la muerte.

Hasta ese momento.

En cuanto el cliente abandonó, impresionado, la caseta, Lucas salió de entre las cortinas que había detrás de Samantha y dijo:

– Has sido demasiado franca al decirle que no iba a conseguir ese ascenso.

– No va a conseguirlo. -Samantha se frotó las sienes-. Y deja de espiarme, ¿quieres?

– Lo único que digo es que no habrías tenido tan poco tacto si no hubiera sido periodista.

– Creía que los periodistas perseguían la verdad.

– Sí, en un mundo ideal. Ahora persiguen historias jugosas, y la verdad que se vaya a paseo.

– Te has vuelto más cínico. -Samantha lo miró fijamente. Lucas pasó a su lado y se asomó a la entrada de la caseta, cubierta con una cortina-. No logro imaginar por qué -añadió con ironía.

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