Kay Hooper - Jaque al miedo

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Lucas Jordan es un reputado criminólogo con poderes paranormales que trabaja para el FBI, en la Unidad de Crímenes Especiales. Un secuestrador psicópata tiene en jaque a toda la Unidad: tras raptar a sus víctimas, y cobrar el rescate, las somete a una macabra situación letal sin escapatoria, mientras un reloj marca, inexorablemente, el tiempo de vida que les queda.
Samantha Burke, una médium que trabaja en un circo, con capacidad para ver el futuro, se cruza de nuevo en la vida de Lucas, con una inquietante premonición: el asesino conoce perfectamente el patrón mental de Lucas, y cada uno de sus movimientos forma parte de una retorcida partida de ajedrez en la que todos son piezas de tan macabro juego. Samantha se convertirá en la pieza clave del tablero y la única capaz de salvar no sólo la vida de Lucas, sino también su herido corazón.

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Su muerte no fue noticia de primera plana ni siquiera en el periódico local de Golden, ni mucho menos en varios diarios regionales, ni hubo periodistas que atosigaran a la poca familia que les quedaba en busca de comentarios.

Lindsay murió siendo mucho más famosa -o tristemente célebre- de lo que había sido en vida, cosa que sin duda no habría suscitado en ella otra cosa que un cínico sarcasmo. Porque al final, famosa o no, descendió a la tierra sola, igual que sus padres.

Caitlin se quedó de pie junto a la tumba hasta mucho después de que los demás se hubieran ido. Abrazada a la bandera pulcramente doblada en triángulo que le habían ofrecido, pensaba en todo aquello. Pensaba en su hermana. Por la razón que fuera, no habían estado muy unidas, pero se caían bien y se respetaban, se dijo Caitlin.

Era ya demasiado tarde para desear que hubiera habido algo más.

Wyatt Metcalf se acercó a ella.

– Te llevaré al hotel -se ofreció.

No habría para Lindsay el tradicional ágape después del entierro. A ella nunca le había gustado aquella costumbre: los platos cubiertos y las voces sofocadas, los coches aparcados en fila en las largas entradas de las casas de campo y las coronas fúnebres en las puertas de los familiares del difunto.

– Enterrad a los muertos y seguid viviendo -había dicho más de una vez, quizá con la sabiduría, duramente ganada, de una agente de policía. O de una huérfana. De pronto, Caitlin deseaba desesperadamente saber de dónde había extraído aquella convicción.

Pero era ya demasiado tarde para preguntárselo.

Era demasiado tarde para preguntarle qué pensaba de la última película de éxito, o de una novela, o si las palomitas seguían siendo su aperitivo preferido. Era demasiado tarde para disculparse por olvidar su cumpleaños o por no devolverle las llamadas, o para solidarizarse con ella por la dificultad que a menudo conllevaba la vida de una mujer soltera y con carrera, o para preguntarle si Wyatt Metcalf era su media naranja.

Era demasiado tarde.

Al darse cuenta por fin de que el sheriff estaba esperando, Caitlin dijo:

– No, gracias. Está cerca, puedo ir andando. La verdad es que aquí todo está tan cerca que se puede ir a pie.

Algo azorado, como se había mostrado desde el principio con ella, Metcalf respondió:

– Si hay algo que pueda hacer…

– No, gracias. Seguramente no me quedaré mucho tiempo. Tengo que recoger sus cosas, cerrar el apartamento, ocuparme del papeleo. Lo que tarde en hacerlo.

– Atraparemos a ese tipo, Caitlin. Te lo prometo, cogeremos a ese canalla.

Ella sabía que el sheriff se extrañaría si le decía la verdad: que no le importaba si atrapaban o no al monstruo que había acabado con la vida de su hermana. A fin de cuentas, ello no le devolvería a Lindsay. Y además…

No parecía real, aquel monstruo. Por lo que le habían contado, había en él una curiosa falta de emociones, una ausencia de todo lo humano. No había odio que le impulsara, ni voces desquiciadas que le empujaran a asesinar.

Sólo secuestraba personas por dinero y luego, cuando ya no le servían para nada, las mataba.

– Bien -dijo Caitlin al darse cuenta de que el silencio había vuelto a prolongarse-. Bien. Me alegraré de que lo cojáis. Vamos, vete ya. -No se percató de hasta qué punto parecía querer librarse de él hasta que el rubor comenzó a cubrir la palidez macilenta de Wyatt. Caitlin jugueteó un momento con la idea de explicarse, pero le pareció demasiada molestia. Y de todos modos no le importaba lo que pensara el sheriff.

– Caitlin…

– Estaré bien. -Pensó que a esas alturas debería llevar ya aquella bobada tatuada en la frente-. Gracias.

Wyatt vaciló y por fin se alejó de allí.

Caitlin no se volvió para mirarlo. Era vagamente consciente de que otros también se alejaban; de que los solemnes empleados de la funeraria seguían a un lado, pacientes e inmóviles, junto a los obreros listos para concluir la tarea física de enterrar a su hermana.

El ataúd seguía suspendido sobre la tumba, esperando a que alguien lo bajara. En el aire brumoso se adensaba el olor de las flores, un aroma más bien dulzón y enfermizo que, al mezclarse con el olor leve de la tierra recién removida que se insinuaba bajo él, resultaba especialmente desagradable.

– Tienes que dejarla ya.

Caitlin miró por encima del féretro de color bronce, que relucía vagamente, y vio a Samantha Burke. No se parecía en modo alguno a la Madame Zarina de la caseta de feria. Sin el turbante, los chales y pañuelos abigarrados y las tintineantes alhajas de oro, y especialmente sin el denso maquillaje, parecía décadas más joven y tenía un aspecto más bien corriente.

O quizá no.

Había algo en aquellos ojos extrañamente oscuros que distaba mucho de ser corriente, se dijo Caitlin. Algo directo, sincero y perturbadoramente lúcido, como si Samantha fuera realmente capaz de ver más allá de los límites de lo que la mayoría de la gente aceptaba como lo real.

Caitlin se acordó de cómo el anillo de Lindsay parecía haber quemado la palma de su mano, dejando en ella un círculo diáfano, y se preguntó cómo sería ver y sentir cosas que otros ni siquiera podían imaginar.

– Tienes que dejarla -repitió Samantha. Encogió un poco los hombros bajo la chaqueta negra, que le quedaba algo grande, y se metió las manos en los bolsillos, como si aquel tiempo desapacible la hubiera helado. O como si la hubiera helado otra cosa.

Por primera vez en aquel día interminable, Caitlin no respondió con trivialidades. Se limitó a preguntar:

– ¿Por qué?

– Porque es hora de irse. Hora de dejar atrás este momento. -Samantha hablaba con voz perfectamente tranquila.

– ¿Porque Lindsay querría que lo hiciera? -preguntó Caitlin con sorna.

– No. Porque es lo que hay que hacer. Así es como se sale adelante. Vestimos a los muertos con su traje de domingo y los metemos en cajas forradas de raso, pensadas para mantenerlos secos y a salvo de los gusanos, igual que las tumbas de cemento donde van las cajas. Y luego mandamos grabar una lápida o una inscripción y echamos tierra encima y, por lo menos durante un tiempo visitamos la tumba de vez en cuando y llevamos flores y les hablamos como si pudieran oírnos.

Caitlin era consciente de que los empleados de la funeraria se removían, inquietos o hartos. Pero, naturalmente, no decían nada. Las palabras de consuelo de Samantha eran la primera cosa auténtica que le decían desde hacía días.

– Yo ni siquiera haré eso -dijo-. Visitarla, quiero decir. Tengo que volver a casa en cuanto recoja sus cosas.

– Y seguir con tu vida. -Samantha asintió con la cabeza-. Los muertos tienen su camino y nosotros el nuestro.

– Entonces, ¿tú crees que hay algo después? -preguntó Caitlin, curiosa.

– Claro que sí. -Samantha seguía hablando con calma.

– ¿Sabes que lo hay?

– Sí.

– ¿El cielo y el infierno?

– Eso sería muy bonito y muy simple, ¿no crees? Pórtate bien e irás al cielo; pórtate mal e irás al infierno. Lo blanco y lo negro. Reglas a las que ceñirse para que todo el mundo sea civilizado. Pero la vida no es simple, así que no sé por qué esperamos que lo sea la muerte. Lo que hay… es una existencia prolongada. Compleja, polifacética y única para cada individuo. Igual que lo es la vida. De eso al menos estoy segura.

A Caitlin, quizá no por casualidad, aquello le pareció más reconfortante que todos los sermones que había oído desde que de pequeña iba a la escuela dominical.

– Aquí hay humedad y hace frío -dijo Samantha-. Y esos hombres tienen que acabar su trabajo. No creo que haga falta que nos quedemos. ¿Qué te parece si vamos a tomar una taza de café o algo así?

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