Kay Hooper - Jaque al miedo

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Lucas Jordan es un reputado criminólogo con poderes paranormales que trabaja para el FBI, en la Unidad de Crímenes Especiales. Un secuestrador psicópata tiene en jaque a toda la Unidad: tras raptar a sus víctimas, y cobrar el rescate, las somete a una macabra situación letal sin escapatoria, mientras un reloj marca, inexorablemente, el tiempo de vida que les queda.
Samantha Burke, una médium que trabaja en un circo, con capacidad para ver el futuro, se cruza de nuevo en la vida de Lucas, con una inquietante premonición: el asesino conoce perfectamente el patrón mental de Lucas, y cada uno de sus movimientos forma parte de una retorcida partida de ajedrez en la que todos son piezas de tan macabro juego. Samantha se convertirá en la pieza clave del tablero y la única capaz de salvar no sólo la vida de Lucas, sino también su herido corazón.

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Golden era un pueblo pequeño, la gente hablaba, hablaba de todo, especialmente de los asuntos de sus vecinos, y los forasteros siempre llamaban la atención, así que ¿cómo había conseguido aquel hijo de puta montar ese tinglado?

¿Y dónde estaba Wyatt, maldita sea? Se suponía que debía estar allí. Se suponía que debía encontrarla, porque era un buen policía y a eso se dedicaban los buenos policías.

«Wyatt, maldito seas, ¿por qué no me has encontrado? Deberías ser capaz de encontrarme…»

La ira le duró hasta que el agua le alcanzó la cintura. Miró su reloj. Una parte de su mente, clara y serena, hizo un cálculo y dedujo que el tanque estaría lleno antes de las cinco. Por lo menos media hora antes.

Estaría muerta antes de que se pagara el rescate.

Muerta antes de que alguien pudiera encontrarla.

El muy cabrón estaba haciendo trampas.

Nunca había tenido intención de permitir que Luke ganara aquel asalto.

Champion se llevó un susto de muerte cuando Lucas inhaló de pronto una dolorosa bocanada de aire.

– ¿Qué…? ¿Está bien?

– Ésa no es la pregunta -dijo Jaylene con los ojos fijos en su compañero-. ¿Está Lindsay bien?

– No -murmuró Lucas. Tenía aún los ojos cerrados y la cabeza inclinada. El color había abandonado por completo su cara y la tensión de su cuerpo fibroso resultaba evidente.

– ¿Qué está pasando, Luke? ¿Qué le está pasando a Lindsay?

– Tiene miedo. Está asustada. Está… aterrorizada. No quiere morir.

– ¿Dónde está?

– El agua… cada vez es más profunda…

– Enséñamelo. -La voz de Jaylene era serena y baja, pero exigente-. ¿Por dónde, Luke? ¿Dónde está Lindsay?

Él se quedó inmóvil un momento; después volvió a sobresaltar a Champion al volverse bruscamente hacia el oeste.

– Por aquí. Está… por aquí.

Antes de que Jaylene pudiera mirar el mapa o preguntar, Champion dijo:

– El pozo minero. Está al oeste de aquí. Por donde está señalando. ¿Deberíamos…?

– Sí. Ahora mismo.

Para cuando Champion acabó de recoger el mapa, Jaylene había conducido a Lucas al asiento del copiloto y se había montado atrás. El ayudante del sheriff se sentó tras el volante, como anteriormente, y pensó que todo aquello le asustaba un poco.

– No le queda mucho tiempo -murmuró Lucas-. Está asustada. Está muy asustada.

Champion miró al agente federal y masculló una maldición, acongojado. Lucas tenía la vista clavada hacia delante, la cara sudorosa y todavía pálida como la de un fantasma, y los ojos extrañamente… fijos. Como si estuviera mirando algo muy, muy lejano.

Sin perder un instante, Champion puso rumbo al oeste, hacia la vieja mina de oro.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó.

– Ella tiene miedo y él lo siente -contestó Jaylene-. ¿Luke? ¿Hasta qué punto estás seguro?

– Está por aquí. En esta dirección. Hace frío. Hace frío y hay humedad… y está sola.

– Glen, ¿alguno de los otros equipos está más cerca de la mina que nosotros?

– No creo. Y aquí arriba la comunicación por radio es muy mala. Pero podemos intentarlo.

– Yo me ocupo de la radio. Tú concéntrate en conducir. -Jaylene se encaramó a medias entre los asientos delanteros, cogió la radio e intentó contactar con los otros equipos.

– Aprisa -dijo Lucas.

– ¿Tan seguro estás? Tienes que estar seguro, Luke. Si puedo ponerme en contacto con alguien y alejo a uno o dos equipos de las zonas previstas…

– Está allí. Está sola. Ese cabrón la ha dejado sola. -Su voz era extraña, adelgazada. Atormentada.

Champion sintió de pronto un regusto amargo en la boca. Por vez primera sentía un temor auténtico.

Jaylene siguió intentando comunicar con los otros equipos, pero para cuando Champion calculó que estaban casi a medio camino de la mina, había perdido la esperanza de conseguirlo. Era imposible contactar por radio y allí, sin cobertura alguna, sus teléfonos móviles eran más que inútiles.

– Estamos solos -le dijo a Champion-. Si Lindsay está allí, somos la única esperanza que tiene.

– ¿Seguro que está allá arriba?

– Luke está seguro. Y, cuando se pone así, nunca se equivoca.

– Échate hacia atrás y abróchate el cinturón -ordenó Champion, y redujo la marcha del todoterreno para trepar por la pendiente casi vertical que se alzaba ante ellos.

Jaylene obedeció a medias, se echó un poco hacia atrás y se agarró a los asientos delanteros mientras el vehículo daba tumbos entre socavones lo bastante grandes como para inmovilizar a otros coches o camionetas.

– Aprisa -repitió Lucas. Tosió, pareció intentar tomar aire.

– Maldita sea -dijo Jaylene amargamente.

– Dios mío, ¿está allí con Lindsay? -preguntó Champion mientras forzaba el coche al máximo.

– Lucas siente lo que ella siente -repitió Jaylene-. Apresúrate.

Lucas volvió a proferir un gemido. Respiraba entrecortadamente.

Champion se alegraba de que el todoterreno hiciera tanto ruido, de que el motor se ahogara y de que los neumáticos se pegaran al terreno como los pies de un gato, porque lo que estaba sucediendo en el asiento del copiloto le ponía literalmente los pelos de punta.

Era como si Lindsay estuviera allí. Sentada allí, en el asiento de cuero. Ahogándose. Cada leve jadeo sonaba como si alguien estuviera asfixiándose, y Champion sabía que ese alguien era Lindsay. Sentía que era ella con tanta fuerza que temía volver la cabeza y mirar, porque estaba absolutamente seguro de que la vería allí, a su lado.

Ahogándose.

Lo que no sabía era hasta qué punto estaba conectado con ella Luke, hiciera como hiciese aquello. El caso era que lo estaba haciendo, que estaba de algún modo unido a Lindsay, ¿y qué pasaría si ella se ahogaba?

Champion no preguntó.

Jaylene se echó hacia delante y pese a las sacudidas del coche se mantuvo en equilibrio mientras miraba fijamente a su compañero.

– ¿Luke?

El tosió, masculló:

– Está oscuro…

– Mierda. ¿Cuánto queda, Glen?

– Quince minutos, por lo menos -contestó él mientras luchaba con el volante y con la tendencia del todoterreno a dar tumbos.

– Luke…

– No. No, maldita sea…

Champion le lanzó una mirada rápida y al instante se dio cuenta de que el hilo que lo unía a Lindsay se había roto. Lucas parecía aturdido y movía la cabeza como si quisiera despejarse.

– ¿Luke?

– Ese cabrón la ha dejado sola -dijo él con voz pastosa-. La ha dejado sola. Todas estas horas.

Jaylene no dijo una palabra más. Lucas tampoco. Se quedó allí sentado, junto a Champion, en el coche que se zarandeaba y se ahogaba, y su cara pálida y su mirada atormentada parecían decir a todo el que se molestara en mirar lo que encontrarían cuando llegaran a la vieja mina de oro.

Aun así, cuando irrumpieron en el edificio de bloques de cemento que antaño había servido de almacén a la mina, Champion no estaba preparado para lo que encontraron.

Hasta el día de su muerte recordaría la imagen de Lindsay Graham suspendida en un tanque lleno de agua y deslumbradoramente iluminado desde abajo, con los ojos abiertos e inermes y una mirada que parecía acusarles a todos.

Capítulo 8

Lunes, 1 de octubre

La inspectora Lindsay Graham fue enterrada junto a sus padres, en la tumba familiar, una tarde gris y brumosa. Sus padres habían muerto también prematuramente, aunque en su caso fuera culpa de un conductor borracho y de una carretera helada. Ellos no fueron conducidos a la tumba por policías uniformados, en ataúdes envueltos en banderas, ni fueron saludados por docenas de agentes, muchos de los cuales lloraban abiertamente en tanto se oía el sonido plañidero de las gaitas.

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