Kay Hooper - Jaque al miedo

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Lucas Jordan es un reputado criminólogo con poderes paranormales que trabaja para el FBI, en la Unidad de Crímenes Especiales. Un secuestrador psicópata tiene en jaque a toda la Unidad: tras raptar a sus víctimas, y cobrar el rescate, las somete a una macabra situación letal sin escapatoria, mientras un reloj marca, inexorablemente, el tiempo de vida que les queda.
Samantha Burke, una médium que trabaja en un circo, con capacidad para ver el futuro, se cruza de nuevo en la vida de Lucas, con una inquietante premonición: el asesino conoce perfectamente el patrón mental de Lucas, y cada uno de sus movimientos forma parte de una retorcida partida de ajedrez en la que todos son piezas de tan macabro juego. Samantha se convertirá en la pieza clave del tablero y la única capaz de salvar no sólo la vida de Lucas, sino también su herido corazón.

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– Lindsay nada como un pez -contestó Metcalf con voz crispada.

– Se estaba ahogando. No ha pasado aún, pero se le está agotando el tiempo. Casi puedo oír el tictac del reloj.

– ¿De veras espera que llevemos esta investigación basándonos en una visión que ha tenido porque le apretaba el turbante o porque había inhalado demasiado incienso?

Samantha se puso en pie.

– Lleve su investigación como quiera, sheriff. Sólo le estoy diciendo lo que vi. -Parecía inexpresiva y su voz sonaba tranquila. Todavía mirando a Lucas, añadió-: Si estoy en lo cierto, sea cual sea la razón por la que está metida en el agua, está aterrorizada.

Él asintió a medias con la cabeza.

– Gracias.

– Buena suerte. -Samantha salió de la sala de reuniones.

Metcalf dijo:

– Lo que no entiendo es si sois enemigos… o no. Las cosas parecen oscilar cada vez que os encontráis.

– Ya te avisaré cuando lo tenga claro. -Lucas apuró su taza y se levantó-. Mientras tanto, quiero echar otro vistazo al mapa antes de volver a salir.

– ¿La laguna Simpson? -El sheriff sacudió la cabeza-. No es más que un ensanchamiento de un arroyo represado por los castores. Y la presunta finca de tu lista es una vieja cabaña de troncos tan apartada que ni los cazadores la usan ya.

– Si yo fuera un secuestrador y estuviera reteniendo a una víctima a la que quisiera mantener inmovilizada y en silencio durante catorce horas más, elegiría un lugar muy apartado.

– No puedo creer que vayáis a hacerle caso a esa chiflada.

– Son las doce y media -dijo Lucas con firmeza-. El rescate debe entregarse mañana por la tarde, a las cinco. Dieciséis horas y media, Wyatt. Te aseguro que Sam es de fiar, y las indicaciones que nos ha dado tienen sentido, teniendo en cuenta el modo de actuar de nuestro secuestrador. Así que, a menos que se te ocurra algo mejor, pienso seguir inspeccionando esas fincas aisladas… empezando por las que tengan cerca algún curso de agua.

Metcalf movió la cabeza de un lado a otro. La obstinación que hacía proyectarse su mandíbula hacia fuera parecía mitigada únicamente por la angustia y el temor enfermizo de sus ojos.

– Maldita sea, no se me ocurre nada mejor.

– A mí tampoco. Y no hace falta que Sam nos diga que a Lindsay se le está acabando el tiempo.

– Lo sé. Lo sé. -Metcalf se levantó con esfuerzo; cada línea de su cuerpo evidenciaba su cansancio-. Entonces, ¿de veras eres un vidente?

– Sí, de veras.

Con la vaga convicción de que la palabra «vidente» abarcaba un amplio espectro de posibilidades, el sheriff añadió:

– ¿Qué clase de vidente eres? ¿Qué haces? ¿Mirar bolas de cristal, como Zarina? ¿Ver el futuro?

– Encuentro a gente perdida. Percibo su miedo.

Metcalf parpadeó.

– ¿Samantha te estaba advirtiendo? ¿Por eso ha dicho…?

– Sí. Por eso.

– Mierda -masculló el sheriff.

Al principio, Lindsay pensó que era extraño que el secuestrador le hubiera dejado el reloj en la muñeca, intacto. Pero luego, a medida que los minutos pasaban y se convertían en horas, comenzó a comprender su propósito.

Quería aterrorizarla.

Era parte de su juego.

Aquello se le hizo evidente a eso de las nueve, el viernes por la mañana, después del fracaso de su enésimo intento de abrir un agujero a puntapiés en las paredes transparentes que la rodeaban para salir a la oscuridad indistinta que se extendía más allá. Las diversas bandas de acero que envolvían y reforzaban las gruesas láminas de cristal, aparentemente irrompibles, eran lo bastante fuertes como para resistir sus más arduos intentos de atravesarlas.

Y lo que era peor aún, tenía la fuerte sospecha de que se estaba quedando sin aire. Fue entonces cuando miró su reloj.

Las nueve en punto.

Las nueve en punto de la mañana del viernes.

El secuestrador siempre exigía que el rescate se entregara a las cinco de la tarde del viernes. Y los federales estaban convencidos (o casi) de que nunca mataba a sus víctimas hasta que el dinero se entregaba sin contratiempos. De modo que probablemente disponía de ocho horas.

Ocho horas para encontrar un modo de salir de aquella pecera sellada.

Ocho horas de vida.

Eso, suponiendo que el secuestrador no hubiera calculado mal cuánto aire necesitaba para sobrevivir durante ese tiempo.

– Mierda -masculló-. Mierda, mierda, mierda. -Maldecir solía hacer que se sintiera mejor. Pero esta vez no le sirvió de nada.

Se sentó con las piernas cruzadas sobre el suelo, observó detenidamente el tanque y procuró conservar la calma y el sentido común para pensar con claridad, para intentar encontrar una falla en el cristal. Se había arrojado con todo su peso contra diversos puntos y rincones del tanque, sólo para acabar magullada, jadeante, exhausta y con la sensación de ser un pájaro que se estrellara una y otra vez contra los barrotes de su jaula.

«Piensa, Lindsay.»

El rostro de Wyatt anegó su mente, y lo apartó con fiereza. No podía pensar en él en ese momento. No podía pensar en sus errores, ni en sus remordimientos, ni en otra cosa que no fuera descubrir un modo de salir con vida de allí.

Después habría tiempo para todo lo demás.

Tenía que haberlo.

Intentó concentrarse, estudiar su prisión. Entonces oyó un sonido leve y extraño.

Un goteo.

Se puso en pie y se acercó al rincón en el que la tubería sobresalía del grueso cristal. La tubería que había permanecido, hasta ese instante, perfectamente seca. Ahora goteaba agua. No mucha, ni muy aprisa; sólo un goteo constante.

Recorrió con la mirada la jaula.

El tanque.

Las paredes de cristal. El techo de cristal. El suelo, de algún tipo de metal. Todo sellado con esmero. A prueba de agua.

Comprendió que no iba a quedarse sin aire.

Mientras miraba, el goteo fue convirtiéndose en un chorro delgado.

– Dios mío -musitó.

Casi todos se tomaron un breve descanso a eso del mediodía, pero nadie quería perder ni un minuto. Habían conseguido inspeccionar menos de dos tercios de las fincas de la lista y ninguno de los miembros de los equipos de rastreo se hacía ilusiones: no podrían llegar a tiempo a todas las que quedaban.

Estaban exhaustos, con los nervios de punta por las circunstancias y por tanta cafeína. El terreno, por otra parte, no ayudaba: la búsqueda exigía un gran esfuerzo físico, era incluso agotadora, y el cansancio empezaba a apoderarse de todos ellos.

A las tres, Wyatt Metcalf dejó a los equipos de rastreo para ir al banco a sacar el dinero del rescate. Tenía orden de entregarlo solo. Ésas eran siempre las instrucciones.

Lucas le aconsejó que llevara un sensor o escondiera un dispositivo de seguimiento en la bolsita que contenía el dinero, pero se vio forzado a admitir que, siempre que habían podido intervenir en la investigación a tiempo de tomar tales medidas, el secuestrador había encontrado un modo de desactivar o cortocircuitar electrónicamente el dispositivo, o bien no había recogido el rescate.

Y su víctima había aparecido muerta.

Metcalf no estaba dispuesto a asumir ningún riesgo tratándose de la vida de Lindsay. Pensaba seguir las instrucciones al pie de la letra. Se negó a llevar dispositivos de búsqueda, a que lo acompañaran o a que lo vigilaran en modo alguno las fuerzas de seguridad.

– Es duro ser policía y novio al mismo tiempo -murmuró Jaylene cuando el sheriff les informó a través de la entrecortada emisión de radio de que iba a recoger el dinero y de que lo entregaría sin ningún sensor ni dispositivo de seguimiento.

– No está pensando como un policía -dijo Lucas con un dejo de cansancio.

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