Cuando llegó Lena, Jake estaba sentado junto a la ventana, mirando al jardín donde la anciana había estado cortando perejil.
– Estaba muy preocupada. No me dejaron ir al hospital.
Solo militares. ¿Y si Jake hubiera muerto?
– Estás muy guapa -dijo el al tiempo que Lena lo besaba en la frente. Llevaba el pelo recogido con horquillas y el vestido que el le había comprado en el mercado.
– Bueno, es por Gelferstrasse -respondió, y miro al vacío, algo ruborizada, encantada de que Jake se hubiera fijado-. Mira, ha venido Erich. Dicen que no es muy grave, que es sólo lo del hombro, y un par de costillas. ¿Los medicamentos te dan sueño? Dios mío, esta habitación… -Se acercó a la cama a toda prisa y alisó la colcha-. Así está mejor -comentó, y, por un instante, Jake la vio como la versión rejuvenecida de la anciana, una berlinesa en plena acción-. Mira lo que te ha traído Erich. Ha sido idea suya.
El niño le entregó media barrita de chocolate Hershey sin apartar la mirada del cabestrillo.
Jake aceptó el obsequio, conmovido por la sorpresa. Poco a poco, la bruma empezaba a disiparse.
– Muchas gracias -comentó-. La guardaré para más tarde, ¿de acuerdo?
Erich asintió con la cabeza.
– ¿Puedo tocarlo? -preguntó, señalando el brazo.
– Claro.
El niño pasó la mano por las vendas y palpó los mecanismos del cabestrillo, fascinado.
– Tocas con mucha delicadeza -comentó Jake-, serás un buen médico.
El niño sacudió la cabeza.
– Alles ist kaput.
– Algún día -lo animo Jake, todavía mareado. Después volvió a mirar a Lena, intentando enfocar la visión, aclarar las ideas. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Shaeffer lo tenía retenido? ¿Se lo habían contado a Lena? Se volvió hacia ella para aclararlo todo de una vez-. Tienen a Emil.
– Sí, vino al piso. Con el americano. Menuda escenita, no te imaginas.
– ¿Al piso? -preguntó Jake-. ¿Por qué?
– No entendía nada.
– Buscaba algo -respondió Erich.
A esas alturas todavía buscaba los documentos.
– ¿Lo encontró?
– No -contestó Lena, apartando la mirada.
– Estaba enfadado-dijo el niño.
– Bueno, ahora ya está contento-añadió Lena a toda prisa-. Por eso ya da igual. Va a irse, así que ha tenido suerte. -Miró a Jake-. Dijo que le salvaste la vida.
– No. Eso no fue lo que ocurrió.
– Sí. El americano también lo dijo. ¡Eres siempre tan modesto! Como lo del noticiario.
– Tampoco fue así como ocurrió.
– ¡Uf! -exclamó ella, e hizo un gesto de desdén con la mano-. Bueno, ahora ya ha acabado todo. ¿Quieres algo? ¿Puedes comer?
De nuevo activa, hablaba mientras recogía una camisa del suelo.
– No lo salvé. Él intentó matarme.
Lena se quedó inmóvil, seguía medio inclinada, con la camisa en la mano.
– ¡Tonterías! Dices eso por el efecto de los medicamentos.
– No, es lo que ocurrió -insistió Jake, intentando hablar alto y claro-. Intentó matarme.
Lena se volvió poco a poco.
– ¿Por qué?
– Por los documentos, supongo. Tal vez pensó que lo conseguiría. Nadie se habría enterado.
– No es verdad -musitó ella.
– ¿No? Pregúntale cómo se hizo los arañazos de la mano.
Un silencio ensordecedor se apoderó de la sala, hasta que lo rompió un carraspeo.
– Bueno, olvidemos todo eso ahora, ¿de acuerdo? -Shaeffer entró en la habitación, con Ron a la zaga.
Lena se volvió hacia él.
– ¿Así que es cierto?
– Cualquier víctima de un accidente de coche sufre unas cuantas magulladuras. Mira como estás tú -dijo Shaeffer dirigiéndose a Jake.
– Tú lo viste -insistió Jake.
– ¿En una situación tan confusa como ésa? Lo único que vi fueron chapoteos.
– Así que es verdad -repitió Lena, y se dejó caer sobre la cama.
– Algunas veces se da a la verdad más valor del que tiene -comentó Shaeffer-. No siempre es conveniente.
– ¿Dónde lo tenéis? -preguntó Jake.
– No te preocupes, está a salvo. No gracias a ti. ¡Menudo sitio para darse un baño! ¡Sabe Dios lo que hay ahí dentro! El médico dice que más vale que consigamos más sulfamida antes de llevarlo a Kransberg. Podría ser contagioso.
– ¿Os lo lleváis a Kransberg?
– ¿Adonde crees que me lo iba a llevar, con los rusos? -preguntó con brusquedad, pretendiendo ser ocurrente, aunque sin ninguna gracia.
Su sonrisa disipó las últimas trazas de la bruma que todavía confundía a Jake. No era el Shaeffer de siempre. Era otra persona.
– Dígame la verdad -dijo Lena-. ¿Es cierto lo que dice de Emil?
Shaeffer dudó un instante.
– Tal vez se puso algo nervioso. Olvidémoslo todo. Nos encargaremos de que Geismar se recupere aquí, y todo el mundo estará contento.
– Sí, bien -respondió Lena, ausente.
– Tenemos un par de cosas de que hablar -comentó Ron.
Lena miró al niño, que había estado siguiendo la conversación como si se tratara de un partido de tenis.
– Erich, ¿sabes qué hay en el piso de abajo? Un gramófono. Con discos americanos. Ve a escucharlos, yo bajaré enseguida.
– Llévatelo abajo y entretenlo -indicó Shaeffer a Ron con tono autoritario-. ¿Es hijo suyo? -preguntó a Lena.
La mujer sacudió la cabeza mirando al suelo.
– Bien -dijo Shaeffer, y se volvió hacia Jake, listo para hablar de su asunto-. ¿Por qué demonios no dejabas de huir de mí?
– Creía que eras otra persona -dijo Jake, que todavía intentaba entenderlo-. El sabía que yo estaría allí. -Levantó la vista-. Pero tú también lo sabías. ¿Cómo es posible?
– Los chicos de los servicios secretos recibieron un soplo.
– ¿De quién?
– No lo sé. De verdad -respondió Shaeffer con brusquedad, y de repente adoptó una expresión de gravedad-. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. Recibes un soplo y no tienes tiempo de ponerte a averiguar de dónde ha llegado. Averiguas si es cierto. Ya te habías escapado una vez. ¿Por qué coño no iba a creerlo? -Miró a Lena-. Creía que estabas haciéndole otro favor a la señora.
– No, el favor estaba haciéndotelo a ti.
– ¿Ah, sí? Pues mira lo que ha ocurrido. ¿Quién te creías que era?
– El hombre que disparó a Tully.
– ¿A Tully? Ya te lo comenté una vez, Tully me importa un comino. -Apartó la mirada-. ¿Quién era?
– No lo sé. Y ahora nunca lo sabré.
– Bueno, ¿y a quién le importa?
– Pues debería importarte, El hombre que le disparó sacó a Brandt de Kransberg.
– Y yo voy a llevarlo de nuevo allí. Eso es lo único que importa ahora. Lo demás ya está olvidado. -Otra sonrisa a la americana.
– Aún tienes que dar cuenta de un par de cadáveres. ¿También te vas a olvidar de ellos?
– Yo no les disparé.
– Sólo a la rueda.
– Sí, a la rueda sí. Supongo que eso te lo debo. ¡No, no te debo nada joder! Pero así todo encaja. Ron dice que así podemos justificarlo.
– Pero ¿qué dices? Disparaste en publico. Con testigos. ¿Como quieres justificar eso?
– Lo importante es lo que se haya visto, ¿verdad? Un alemán dispara a un oficial ruso, sale pitando, lo persiguen y lo matan. Son cosas que pasan en Berlín.
– Delante de toda la prensa.
Shaeffer sonrío.
– Pero al único que reconocieron entre todo el barullo fue a ti. ¿Verdad, Ron?
– Me temo que si -respondió Ron mientras volvía a entrar-. Es difícil aclararse cuando todo esta tan… agitado.
– ¿Y bien?
– Pues que saben que estuviste allí, te vieron, y tuvimos que dar explicaciones por ti.
– Dar explicaciones por mí, ¿cómo?
– Perseguirlo de esa forma fue una estupidez -lo reprendió Shaeffer-. Pero es la clase de estupidez típica de ti. Por algo tienes la fama que tienes. En cuanto a los periodistas, no puedes enfadarte con ellos, siempre les ha gustado que el héroe sea uno de los suyos.
Читать дальше