Joseph Kanon - El Buen Alemán

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El Buen Alemán: краткое содержание, описание и аннотация

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El fin de la guerra en Europa culmina con la entrada de los ejércitos aliados en un Berlín que ha aceptado una rendición sin condiciones y cerca del cual celebran la Conferencia de Potsdam Churchill, Stalin y Truman. Pero haber acabado definitivamente con el Reich no pone fin a todos los problemas. En una zona controlada por los rusos acaba de aparecer el cadáver de un soldado del ejército estadounidense con los bolsillos repletos de dinero. Jake Geismar, periodista estadounidense que ya había estado en la capital alemana antes de la guerra, vuelve allí para cubrir el triunfo aliado y culminar su campaña particular, pero también para encontrar a Lena, una mujer de su pasado. El asesinato del soldado norteamericano se cruza en el camino de Geismar, quien irá descubriendo que hay muchas cosas en juego. Más de las que imaginaba.

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Fue la rueda: un disparo de Shaeffer, más efectivo para detenerles que el claxon. El Horch se escoró como si las manos de Jake hubiesen soltado el volante. Iban directos al camión. Jake recuperó la dirección y viró a la derecha. Esquivó el camión y se salió de la carretera en la otra dirección. Después perdió el control. Pasó sobre varias montañas de escombros dando saltos violentos y con una rueda inutilizada. Volvió a empujar la pierna de Gunther y consiguió despegarla del pedal, pero el coche seguía sin control. Un último impulso de velocidad lo hizo saltar del puente y lo precipitó al terraplén. Sólo se detuvo en el aire. Nada debajo, una suspensión vertiginosa. Ni tan siquiera un segundo en lo alto de una montaña rusa, una flotación imposible en el vacío… y el coche se precipitó.

Jake se agazapó y se agarró a Gunther para no ver el agua del canal acercándose a ellos. Sólo sintió el impacto, que lo arrojó contra el salpicadero. Un chasquido en el hombro, la cabeza contra el volante, un dolor agudo que lo emborronó todo salvo el último instinto, el de tomar aire justo antes de que el agua inundara el coche.

Abrió los ojos. El agua era turbia, casi viscosa, demasiado opaca para ver nada. Ya no era un canal, sino una alcantarilla. Un pensamiento absurdo acudió a su mente: una posible infección. Sin embargo, no había tiempo para pensar en eso. Se incorporó, sintió un espasmo palpitante en el hombro y alargó el brazo sano hacia el asiento trasero para agarrar la camisa de Emil y tirar de ella. Emil se movía, no estaba muerto. Trataba de salir del hueco donde estaba. Jake tiró de la camisa con mayor esfuerzo, logró subirlo al asiento y después arrastrarlo hacia la ventanilla. Un peso flotante, sólo era cuestión de dirigirlo hacia el exterior, pero la parte delantera estaba llena. Gunther consumía un espacio precioso.

Jake se inclinó hacia atrás y retorció el cuerpo de Emil para poder sacarlo por la cabeza. Vio cómo agitaba los pies para acabar de salir. Deprisa. El canal no era muy profundo, tenían tiempo suficiente para alcanzar la superficie con el aire que le quedaba en los pulmones. Empezó a maniobrar para salir por la ventanilla y se golpeó la cabeza contra la puerta. Se empujó con un brazo: el otro, inerme. A medio camino, una de las patadas de Emil le acertó en el hombro, y el dolor resulto tan punzante que Jake creyó desvanecerse y ahogarse, como ocurría con algunos rescatadores cuando la agitación de aquellos a quienes intentan salvar los arrastra hacia el fondo. Sus piernas cruzaron al fin la ventanilla. Empezó a bracear hacia la superficie, pero el pie de Emil volvió a golpearlo. Una fuerte patada, esta vez en un costado de la cabeza. Un dolor sólido que le recorrió el cuello hasta el hombro. «No respires. Por el amor de Dios. Emil, muévete.» Otra patada, en absoluto inocente, sino deliberada, con la intención de acertar. Y otra. Una mas y perdería el sentido. Las burbujas emergían a la superficie, ningún arma a la vista. Ya no le quedaba aire. Nadó de lado con el brazo sano, un esfuerzo más y saldría. El bueno de Emil. ¿Qué harías tú para sobrevivir?

Al asomarse a la superficie, apenas pudo inspirar una bocanada de aire antes de que una mano se aferrara a su cuello y tirara de el hacia el fondo. Un chirrido de ruedas y gritos en la orilla. La mano lo soltó. Jake asomó de nuevo a la superficie, resollando.

– Emil.

Emil se había vuelto para mirar a la orilla, en el pasado un muro sólido, ahora bombardeada y convertida a tramos en pendientes de escombros, Shaeffer y su hombre descendían hacia el agua, concentrados en sus pasos, no en el canal. Todavía tenían un minuto, tal vez. Emil miró a Jake, aún jadeante, atormentado por el dolor del hombro.

– Se acabó -dijo Jake.

– No. -Apenas un susurro, sin dejar de mirar a Jake.

Su mirada no era como la de Shaeffer, como la de un cazador, sino más desesperada. «¿Qué harías?» Emil se abalanzó sobre él y volvió a agarrarlo del cuello. Mientras volvía a sumergirse, Jake vio, con una sensación de vértigo peor que la de ahogarse, que estaba perdiendo la guerra equivocada: no la de Shaeffer, sino una guerra que ni siquiera sabía que estaba luchando. Sintió una patada en el estómago que le hizo expulsar el aire del cuerpo mientras aquella mano seguía aferrada a su pelo, manteniéndolo bajo el agua. Perdía. Otra patada. Iba a morir. Las patadas no despertarían mayor sospecha que los hematomas de la caída. Emil volvería a salirse con la suya.

Jake se sumergió aún más y tiró de Emil, arañándole los dedos. No tenía sentido golpearlo bajo el agua. Tendría que zafarse de su mano. Otra patada, en el bajo vientre esta vez, pero la mano cedía al fin, temerosa quizá de ser arrastrada al fondo junto con su víctima. Debía hacer lo que Emil esperaba. Morir. Jake se hundió. Emil no podía ver a través del agua. ¿Lo seguiría? Dejarle creer que había funcionado. Sintió una última patada, de nuevo el hombro, y por un instante ya no fingió: se hundía, no tenía fuerzas para emerger, sintió el vahído previo al desmayo. Sus pies tocaron el techo del coche. Vio la cabeza de Gunther asomando inerte por la ventanilla, flotando como un alga. Cabrones. Se dejó caer flexionando las rodillas, no le quedaba aire. Se dio un último impulso hacia la orilla, lejos de Emil.

– ¡Ahí está! -gritó Shaeffer al ver asomar su cabeza.

Jake tomó aire, casi asfixiado, escupiendo agua.

El otro soldado había saltado al agua para capturar a Emil, que miraba a Jake atónito. Luego dejó caer la cabeza hacia delante y se contempló la mano; los arañazos sangraban.

– ¿Estás bien? -le preguntaba Shaeffer-. ¿Por qué no has parado?

Jake seguía boqueando mientras se arrastraba a la orilla. No tenía otro lugar adonde ir. De pronto sintió la mano de Shaeffer que le tiraba del cuello de la camisa. Luego lo cogió por el cinturón y siguió arrastrándolo, como si pescara a Tully del Jungfernsee. Cayó de espaldas sobre el cemento resquebrajado y miró a Shaeffer desde el suelo. Un ruido acuoso: Emil salía del agua a varios metros de él.

Cerró los ojos y trató de mitigar las náuseas que le provocaba el dolor. Luego volvió a abrirlos y miró a Shaeffer.

– ¿Vas a rematarme aquí mismo?

Shaeffer lo miró, desconcertado.

– No seas imbécil. Deja que te ayude -dijo, y le tendió una mano.

Sin embargo, agarró el brazo equivocado. Cuando Shaeffer tiró de él, Jake sintió un dolor tan intenso que no pudo contener el grito. Eso fue lo último que oyó antes de que finalmente, casi con alivio, todo se tornara negro.

20

Le curaron el hombro en el hospital de los oficiales que había cerca de Onkel Toms Hütte, o al menos eso le dijeron un día después, mientras estaba sumido en un profundo estado de somnolencia inducido por la morfina, bajo la colcha de chenilla rosa de su habitación de Geiterstrasse. Había habido un constante ir y venir de gente. Entre otros, Ron, para echar un vistazo, y la anciana del piso de abajo para hacer de enfermera. Ninguno de ellos parecía real; eran como siluetas en la bruma, igual que su brazo, blanco por las gasas y cubierto de esparadrapo, apoyado en el cabestrillo, como si no fuera suyo, sino de otro. ¿Quién era esa gente? Cuando la anciana se volvió ya reconocible, se dio cuenta de que era la dueña del alojamiento y se avergonzó de no saber siquiera como se llamaba. La acompañaba un desconocido vestido con uniforme estadounidense, le pegaba un tiro y ambos se esfumaron. Después se le apareció la cara de Gunther flotando en el agua. No más claves. Mas tarde, despierto ya, seguía viendo ese rostro. Sabia que la bruma no era sólo efecto de los fármacos, sino de un agotamiento más profundo, de la desolación, pues lo había hecho todo mal.

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