Fred Vargas - El hombre de los círculos azules

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra.
El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido.
El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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Fantasmagórico. Eso debió decir a Adamsberg. Mathilde se repetía sus propias frases, completamente sola, a media voz, acodada sobre su mesa-acuario. «Adamsberg, ese crimen es fantasmagórico.» Un crimen pasional no se prepara fríamente cincuenta años más tarde, sobre todo con una máquina de guerra tan compleja como la que Clémence había utilizado. ¿Cómo había podido equivocarse Adamsberg hasta ese punto sobre el móvil de la vieja? Había que ser idiota para creer en semejante y tan fantasmagórico móvil. Lo que irritaba a Mathilde era que precisamente tenía a Adamsberg por uno de los tipos más hábiles con los que se había cruzado en su camino. Sin embargo, realmente había algo que no encajaba con el móvil de la vieja Clémence. Esa mujer no tenía rostro. Mathilde se había convencido de que era encantadora para intentar quererla un poco, ayudarla, pero todo lo relacionado con la musaraña la había molestado siempre. Todo, o sea nada: no había cuerpo dentro de su armazón, no había mirada en su cara, no había tonalidad en su voz. Nada en ninguna parte.

Ayer por la noche, Charles había palpado palmo a palmo su cara. Había sido muy agradable, tenía que reconocerlo, esas manos largas rozando tan delicadamente todos los contornos de su cara como si hubiera estado impresa en braille. Tenía la impresión de que le habría gustado tocarla mucho antes, pero ella no había hecho el menor gesto en ese sentido. Al contrario, había hecho café. Un café muy bueno por otra parte. Eso no sustituye a una caricia, por supuesto, pero en cierto sentido, tampoco una caricia sustituye a un excelente café. Mathilde pensó que aquella comparación no tenía sentido, que las caricias y los buenos cafés no eran intercambiables.

«Bueno», suspiró Mathilde en voz alta. Con el dedo siguió un Lepadogaster con dos manchas que nadaba bajo la plancha de cristal. Tenía que alimentar a los peces. ¿Qué iba a hacer con Charles y sus caricias? ¿Acaso habría llegado el momento de regresar al mar? Porque esa mañana no tenía ganas de seguir a nadie. ¿Qué había cosechado en la superficie terrestre en tres meses? Un poli que debería haber sido puta, un ciego más malo que la quina y que sabía acariciar, un bizantinista que dibujaba círculos, una vieja asesina. Una buena cosecha, en el fondo. No tenía por qué quejarse. Debería haber escrito todo eso. Sería más gracioso que escribir sobre los pectorales de los peces.

– Sí, pero ¿qué? -dijo casi gritando y levantándose de un salto-. ¿Escribir qué? ¿Escribir para qué?

Para contar la vida, se respondió.

¡Estupideces! Al menos sobre los pectorales hay algo que contar que nadie sabe. Pero ¿lo demás? Escribir ¿para qué? ¿Para seducir? ¿Es eso? ¿Para seducir a los desconocidos, como si los conocidos no bastaran? ¿Para imaginar que reúnes la quintaesencia del mundo en unas cuantas páginas? ¿Qué quintaesencia realmente? ¿Qué emoción del mundo? ¿Qué decir? Ni siquiera la historia de la vieja musaraña es interesante para ser contada. Escribir es fracasar.

Mathilde volvió a sentarse de un humor sombrío. Pensó que pensaba de una forma deshilvanada. Los pectorales, eso sí que estaba bien.

Sin embargo, a veces resulta deprimente no hablar más que de pectorales, porque a la gente le importan todavía menos que la vieja Clémence.

Mathilde se levantó y echó su pelo negro hacia atrás con las dos manos. Muy bien, concluyó, he tenido un pequeño ataque metafísico, pero se me pasará. Estupideces, volvió a murmurar. Estaría menos triste si Camille no volviera a marcharse esta noche. Se marcha otra vez. Si no hubiera conocido a ese policía itinerante, no se vería obligada a vivir en los más lejanos confines de la tierra. ¿Y escribir eso valdría la pena?

No.

Seguramente había llegado el momento de ir a sumergirse de nuevo en una fosa marina. Y sobre todo, estaba prohibido preguntarse para qué.

¿Para qué?, se preguntó Mathilde inmediatamente.

Para sentirse bien. Para mojarse. Eso. Para mojarse.

Adamsberg conducía deprisa. Danglard veía que no se dirigían a Montargis pero no sabía nada más. Cuanto más avanzaba la carretera, más se contraía la cara del comisario. Y los contrastes de su rostro se intensificaban hasta el punto de volverse casi surrealistas. La jeta de Adamsberg era como esas linternas cuya intensidad se puede variar. Realmente extraño. Lo que Danglard no entendía era que Adamsberg se había puesto, haciéndose el nudo a su manera, una corbata negra sobre su vieja camisa blanca. Una corbata de luto que no le pegaba nada. Danglard expresó su extrañeza en voz alta.

– Sí -respondió Adamsberg-, me he puesto esta corbata. Considero que es una buena costumbre, ¿no cree?

Eso fue todo. Excepto la mano que, a veces, se posaba un instante en su brazo. Más de dos horas después de haber salido de París, Adamsberg detuvo el coche en un camino forestal. Allí ya no se encontraba el calor del verano. Danglard leyó en un cartel: «Bosque comunal des Bertranges», y Adamsberg dijo: «Hemos llegado», accionando el freno de mano.

Bajó del coche, respiró y miró a su alrededor moviendo la cabeza. Extendió un mapa sobre el capó y llamó con un gesto a Castreau, Delille y los seis hombres del furgón.

– Iremos por aquí -indicó-. Seguiremos este sendero, luego éste y aquél. Después seguiremos los senderos de la parte sur. Se trata de rastrear toda la zona alrededor de esta cabaña forestal.

Al mismo tiempo hizo un pequeño redondel con el dedo en el mapa.

– Círculos, siempre círculos -murmuró.

Dobló el mapa sin ningún cuidado y se lo tendió a Castreau.

– Saque los perros -añadió.

Seis mastines sujetos por correas bajaron del furgón haciendo mucho ruido. Danglard, que no amaba demasiado a estos animales, se mantuvo un poco al margen, con los brazos cruzados, sujetándose los faldones de su amplia chaqueta gris como única protección.

– ¿Hace falta todo esto para la vieja Clémence? -preguntó-. ¿Cómo lo harán los perros? Ni siquiera nos dejó un trozo de ropa para que lo olfateen.

– Tengo lo que necesito -dijo Adamsberg sacando un paquetito del furgón que puso ante el morro de los perros.

– Es carne podrida -dijo Delille arrugando la nariz.

– Huele a muerto -dijo Castreau.

– Es verdad -dijo Adamsberg.

Hizo un breve gesto con la cabeza y ellos tomaron el primer sendero que salía a su derecha. A la cabeza, los perros tiraban de las correas, ladrando. Uno de ellos se había comido el trozo de carne.

– Ese perro es un cabrón -dijo Castreau.

– Esto no me gusta -dijo Danglard-. Nada en absoluto.

– Lo comprendo -dijo Adamsberg.

El bosque hace ruido cuando se camina por él. Ruido de ramas que se rompen, ruido de bichos que huyen, ruido de pájaros, ruido de hombres que resbalan en las hojas, ruido de perros que consiguen que todo eche a volar.

Adamsberg llevaba sus viejos pantalones negros. Caminaba con las manos metidas en el cinturón, la corbata echada al hombro, mudo, atento al menor movimiento de los perros. Pasaron tres cuartos de hora hasta que dos de los perros dejaron al mismo tiempo el sendero, volviéndose bruscamente hacia la izquierda. Allí ya no había una senda practicable. Había que pasar bajo las ramas, rodear los troncos. Los hombres avanzaban lentamente y los perros tiraban de ellos. Una rama volvió como un bumerán a la cara de Danglard. Le hizo daño. El perro que iba en cabeza, el mejor de los perros, el que se llamaba Alarm-Clock y al que llamaban dock a secas, se detuvo al cabo de sesenta metros. Giró sobre sí mismo, ladró levantando la cabeza, luego gimió y se tumbó en el suelo, con la cabeza erguida, satisfecho. Adamsberg se quedó inmóvil, con los dedos ahora apretados en el cinturón. Su mirada recorrió el minúsculo espacio en el que Clock se había tumbado, varios metros cuadrados entre robles y abedules. Con la mano tocó una rama baja que alguien había roto hacía meses. El musgo había crecido en el doblez.

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