Fred Vargas - El hombre de los círculos azules

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra.
El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido.
El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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Pero, Dios mío, qué rápidamente le había sobrevenido.

Recordaba perfectamente todas las turbulencias que aún ayer le habían agitado cuando había pensado que Camille estaba muerta. Y ahora, incluso la palabra «turbulencia» le parecía carente de sentido. ¿Qué era eso de las turbulencias? ¿Camille muerta? Muy bien, ¿y qué? Madeleine Chátelain degollada, el hombre de los círculos en libertad, Christiane acosándole, Danglard poniéndose triste, enfrentarse a todo eso, sí, pero ¿para qué?

Entonces se sentó en el café, sacó la agenda y esperó. Estaba pendiente de los pensamientos que se sucedían en su cabeza. Sin duda le parecía que tenían un centro, pero ni principio ni fin. Entonces, ¿cómo transcribirlos? Hastiado pero sin perder la serenidad, escribió al cabo de una hora: «No he encontrado nada que pensar».

Y luego, desde el café, llamó a casa de Mathilde. Fue Clémence Valmont la que respondió. La voz disonante de la anciana le produjo una sensación de realidad, la idea de algo que hacer antes de importarle un bledo morir. Mathilde había vuelto. Quería verla, pero no en su casa. La citó a las cinco en su despacho.

De forma inesperada, Mathilde llegó a la hora. A ella misma le sorprendió.

– No lo comprendo -dijo-. Debe de ser «el efecto policial», supongo.

Luego miró a Adamsberg, que no estaba dibujando y que, con las piernas estiradas ante él, una mano en un bolsillo de los pantalones y la otra dejando que se consumiera un cigarrillo en la punta de los dedos, parecía desintegrado en una languidez difusa que no se sabía cómo juzgar. Sin embargo, Mathilde presentía que era capaz de cumplir con su obligación incluso así, o sobre todo así.

– Tengo la impresión de que vamos a divertirnos menos que la última vez -dijo Mathilde.

– Es muy probable -respondió Adamsberg.

– Es ridículo que me haga participar en este ceremonial de convocarme a su despacho. Habría sido mejor que hubiera venido a la Trigla voladora, habríamos tomado una copa y luego habríamos cenado. Clémence ha preparado una especie de plato repulsivo muy suyo.

– ¿De dónde es?

– De Neuilly.

– Ah. Entonces no es nada exótico. Yo no la he hecho participar en ningún ceremonial. Necesito hablar con usted y no tengo ganas de incorporarme a la Trigla voladora o a lo que a usted se le ocurra.

– ¿Porque no es una buena idea que un policía cene con sus sospechosos?

– No es por eso, al contrario -dijo Adamsberg, con voz cansada-. La intimidad con los sospechosos incluso forma parte de las cosas que se recomiendan. Pero allí, en su casa, hay un desfile perpetuo, eso es evidente. Ciegos, viejas locas, estudiantes, filósofos, vecinos de abajo, vecinos de arriba, se es cortesano de la reina o no se es nada, ¿no cree? Y a mí no me gusta ser cortesano, ni ser nada en absoluto. Además, no sé por qué digo esto, en realidad no tiene ninguna importancia.

Mathilde se echó a reír.

– Entendido -dijo-. En el futuro, nos encontraremos en un café, por ejemplo, o en los puentes de París, en esos lugares neutros en los que se establece la igualdad. Como dos valientes republicanos. Y ahora, ¿puedo fumar un cigarrillo?

– Puede. Señora Forestier, ¿conocía usted el artículo del periódico del distrito 5?

– Jamás había oído hablar de esa porquería antes de que Charles me la recitara de memoria a mediodía. Y de lo que pude enorgullecerme en el Dodin Bouffant, es inútil que intente acordarme. Lo único que puedo certificar es que, cuando he bebido, mi ficción supera treinta veces mi realidad. Que haya podido contar que el hombre de los círculos compartía mi cena, e incluso mi bañera y mi cama, y que preparáramos juntos sus payasadas nocturnas, no es imposible. No hay nada que pueda detenerme cuando se trata de seducir. Imagínese. En ciertos momentos, me comporto como una verdadera catástrofe natural, según dice mi amigo filósofo, por supuesto.

Adamsberg puso mala cara.

– Me resulta difícil -dijo- olvidar que es usted una científica. No la creo tan imprevisible como quiere hacer creer.

– Entonces, Adamsberg, ¿yo he degollado a Madeleine Chátelain? Es verdad que para esa noche no tengo una coartada aceptable. Nadie vigila mis idas y venidas. Ningún hombre en mi cama en ese momento, ningún guardia en la puerta. Libre como el viento, ligera como los ratones. Dígame qué me había hecho esa pobre mujer.

– Cada cual tiene sus secretos. Danglard diría que a fuerza de seguir a miles de personas, Madeleine Chátelain podría figurar en alguna parte de sus notas.

– Es posible.

– Y añadiría que en su existencia submarina, usted ha destripado dos tiburones azules. Determinación, valor, fuerza.

– Vamos, no irá usted a refugiarse detrás de los argumentos de los demás para atacar, ¿verdad? Danglard esto, Danglard aquello. ¿Y usted?

– Danglard es un pensador. Yo le escucho. En cuanto a mí, sólo me importa una cosa: el hombre de los círculos y sus malditas ocupaciones. Es lo único que me intriga. Y Charles Reyer, ¿sabe usted algo de él? Imposible averiguar cuál de ustedes dos ha buscado al otro. Parece que ha sido usted, pero él podría haberla obligado.

Hubo un silencio y Mathilde dijo:

– ¿Realmente piensa que soy capaz de dejarme manipular?

Ante el tono diferente de Mathilde, Adamsberg interrumpió el dibujo que acababa de empezar. Frente a él, ella le miraba sonriendo, magnífica y generosa, pero segura de sí misma, majestuosa, como si pudiera hacer y deshacer su despacho y el mundo con una simple broma. Entonces habló lentamente, exponiendo las nuevas ideas que sugería la mirada de Mathilde. Con una mano en la mejilla, dijo:

– Cuando vino la primera vez a la comisaría, no era para buscar a Charles Reyer, ¿verdad?

Mathilde se rió.

– Sí. ¡Le estaba buscando! Pero habría podido localizarle sin su ayuda, como usted sabe.

– Claro. He sido un idiota. Pero usted miente maravillosamente. ¿Entonces? ¿A qué estamos jugando? ¿A quién buscaba cuando vino aquí? ¿A mí?

– A usted.

– ¿Por simple curiosidad, porque los periódicos habían publicado mi nombramiento? ¿Quería añadirme a sus notas? No, no es eso, no.

– No, por supuesto que no -dijo Mathilde.

– ¿Para hablarme del hombre de los círculos, como supone Danglard?

– Tampoco. Si no hubiera visto los artículos sujetos por el pie de la lámpara de su mesa, ni se me habría ocurrido. Puede no creerme, ahora que sabe que miento igual que respiro.

Adamsberg movió la cabeza. Sentía que se había quedado sin argumentos.

– Simplemente recibí una carta -continuó Mathilde-: «Me acabo de enterar de que Jean-Baptiste ha sido trasladado a París. Por favor, ve a verle». Entonces vine a verle, es completamente natural. Como usted sabe, en la vida no hay coincidencias.

Mathilde aspiraba el cigarrillo sonriendo. Mathilde se estaba divirtiendo. Se estaba desquitando de uno de los malditos trozos.

– Llegue hasta el final, señora Forestier. ¿Una carta de quién? ¿De quién estamos hablando?

Mathilde se levantó sin dejar de reír.

– De nuestra bella paseante. Más dulce que yo, más feroz, menos puta y menos descuajaringada. Mi hija. Mi hija Camille. Sin embargo, Adamsberg, usted tenía razón en un punto: Ricardo III está muerto.

Después, Adamsberg no supo decir si Mathilde se había ido inmediatamente o poco después. Por muy desengañado que pudiera estar en ese momento, una sola cosa le había quedado en la cabeza: viva. Camille viva. La querida pequeña, no importaba dónde y amada por no importaba quién, pero respirando, con la frente altiva, la nariz aguileña, los labios suaves, su sabiduría, su futilidad, su silueta, vivos.

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