Jodi Compton - Indicio de culpa

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Sarah Pribek, una detective de Mineápolis especializada en desapariciones, protege la identidad de una amiga suya, Genevieve. Ambas persiguieron, encontraron y mataron a Royce Stewart, violador y asesino de la hija de Genevieve, en una trama en la que se vio involucrado el marido de Sarah, que se encuentra en la carcel. Nadie del departamento de policía entiende el extraño proceder de la detective, que está protegiendo a una criminal, y un inspector llega a la ciudad para investigarla… Una historia donde las cosas no tienen las motivaciones correctas, o al menos las que se presume que deberian ser.

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– ¿Y a cuántos pacientes envías a un médico de verdad? -pregunté.

– Yo soy un médico de verdad. -La cordialidad se desvaneció de sus ojos castaños.

– No era mi intención… -me disculpé.

Pero ya era demasiado tarde. Había dicho lo que no debía.

– Vamos a dejarlo aquí -concluyó Cisco, retrocediendo en la silla para dejar más espacio entre él y yo-. Buenas noches, Sarah.

Shiloh y yo teníamos alquilado el primer piso de una vieja casa de dos plantas. Era más tranquila de lo que cabía imaginar en vista de que por detrás, al otro lado de un alambre de espinos, daba a un campo por el que discurrían las vías del tren sobre un terraplén artificial. Aparqué en la estrecha calzada de acceso y entré en la casa por la puerta trasera. La puerta mosquitera exterior se abrió con un chirrido. Había que engrasarla, pero aún no había podido hacerlo.

Shiloh ya ocupaba la vivienda antes de mi llegada y su personalidad todavía impregnaba aquel interior un tanto andrajoso. Probablemente, más de una mujer habría dejado allí su marca personal, pero yo no era una de ellas. Siempre había sentido una paz especial entre los eclécticos libros de bolsillo de Shiloh y los muebles desvencijados.

Encendí la luz de la cocina y dejé el bolso sobre una desordenada mesa, apartando el correo por leer y un bloc en el que había intentado redactar una carta para mi marido. Para lo poco que había trabajado aquella noche sentía un cansancio extremo, pero sabía a qué se debía. La visita a Cisco había resultado agotadora. Genevieve, una interrogadora veterana, me había contado que mentir pasa factura al cuerpo, ya que acelera los latidos del corazón y el organismo consume más oxígeno.

Fui al baño y abrí el grifo de agua caliente de la bañera. Sobre la marcha, decidí tomar un baño en vez de una ducha. Puse el tapón, me senté en el borde de la bañera y contemplé cómo se llenaba de agua.

El último consejo de mi madre fue que no tomara baños en las habitaciones de los moteles porque nunca sabes quién lo ha hecho antes que tú ni hasta qué punto está limpia la bañera. Un consejo extraño, pero cuando me lo dio estábamos en un motel.

Un cáncer de ovarios se había cobrado la vida de mi madre: rápido, silencioso, insidiosamente indoloro en sus primeras fases. Después de recibir tratamiento en el hospital del pueblo donde vivíamos, una zona rural de Nuevo México, mi madre se puso en manos de los médicos de una clínica universitaria de investigación de Texas. Mi padre había aprobado la idea. Te pondrás bien, había dicho, alegre, negándose a aceptar que mi madre estaba muy mal. El no fue a Texas pero me pidió que yo la acompañara.

Cuando mi madre acudió a que le realizaran una intervención quirúrgica exploratoria, yo la esperé en el despacho del oncólogo, bebiendo un refresco y hojeando los libros que tenía el doctor Schwartz para los enfermos y sus familiares. Con nueve años, no leía todo lo bien que cabría esperar a mi edad, pero si el libro tenía láminas, hundía la nariz en él y me mostraba concentrada y estudiosa a la vista de los demás.

Era eso precisamente lo que estaba haciendo cuando, al cabo de media hora, regresó el doctor Schwartz.

Vestido aún con la bata y el gorro de cirujano, pasó ante mí y entró en su despacho. Descolgó el teléfono y marcó un número. A mis nueve años, tenía un oído muy fino, como muchos niños, y alcancé a oír las dos voces de la conversación.

– Sandeep, soy yo -dijo el médico-. Si quieres adelantar un poco el horario, puedes hacerlo. Ya he terminado la exploración que tenía a las once y media.

– ¡Qué rápido!

– Lamentablemente, sí -dijo el médico de mi madre-. Una metástasis. Cuando he visto lo avanzada que está, he vuelto a cerrar. Por eso he terminado mucho antes de lo que calculábamos.

El doctor Schwartz hizo otra llamada y, en esta ocasión, reconocí la voz que hablaba al otro lado de la línea.

– Tendría que venir hacia aquí -dijo el doctor Schwartz, encendiendo un cigarrillo-. Me gustaría hablar con usted en persona.

– ¿Por qué no me lo cuenta ahora? -preguntó mi padre-. ¿Mi mujer no está en condiciones de hacer sola el viaje de vuelta?

– En realidad, tendría usted que quedarse aquí un tiempo -contestó el médico.

– ¿Me está diciendo que Rose está en fase terminal?

El doctor alzó los ojos y me vio mirándolo. Apartó el teléfono de la cara y me dijo:

– Sarah, preciosidad, ¿por qué no vas a comprarte un refresco?

– Porque todavía tengo la mitad del que usted me compró antes -respondí, señalando la botella.

– Entonces, ¿por qué no me traes alguna bebida sin calorías? De cola o de limón, me da lo mismo.

Al llegar al vestíbulo, pregunté a un enfermero negro y alto qué significaba «terminal».

– No lo sé, pequeña.

Como sólo tenía nueve años, me lo creí.

Un gorgoteo interrumpió mis cavilaciones. El agua de la bañera ya llegaba a la ranura de desagüe. Cerré el grifo y busqué un frasco de sales debajo del lavabo. Eché un puñado generoso en el agua humeante y me metí en la bañera. Mientras lo hacía, sin ningún motivo aparente, pensé en Marlinchen Hennessy, que me había visitado hacía cuatro días.

La asociación de ideas parecía salir de la nada, algo imposible. ¿Tal vez las sales de baño, frescas y con olor a hierba, tan distintas de las empalagosas esencias florales, me habían recordado la colonia que la chica utilizaba? No, no era eso.

Marlinchen me había contado que su madre había muerto cuando ella era pequeña. Yo había estado pensando en mi madre. Ése era el vínculo. Me había dicho que su madre había muerto hacía diez años; así pues, ella tenía siete cuando la perdió.

Había tratado con torpeza a Marlinchen Hennessy. Supuse que se debía, en parte, a su aspecto. La primera impresión que me había producido era que estaba ante una joven de unos veintiún años y, aun después de decirme que tenía diecisiete, yo no había asumido del todo la idea. Le había hablado con la misma contundencia que habría empleado con un adulto, olvidando además que la franqueza natural de la policía aturde incluso a bastantes adultos.

También era cierto que Marlinchen, con sus evasivas y su actitud defensiva, había contribuido a la aspereza del encuentro. Sin embargo, hace mucho que soy policía y sé que la gente que necesita más ayuda es, a veces, la que menos parece pedirla. En última instancia, Marlinchen había dejado claro que la responsabilidad de encontrar a su hermano recaía en ella y por eso había recurrido a mí. Y yo, en cambio, la había ahuyentado.

Tal vez pudiera hacer algo para remediarlo. Cuando menos, el condado de Hennepin no me pagaba para que hiciese la vista gorda si uno de sus habitantes se comportaba de una manera extraña y se marchaba a toda prisa en vez de contestar a unas preguntas aparentemente inocuas.

Capítulo 5

El agente de Georgia que había recibido la denuncia de la desaparición de Aidan empleó un tono insolente e inquisitivo al atender mi llamada.

– ¿Tiene alguna información sobre Aidan Hennessy? -me preguntó con una ligera ronquera de fumador en la voz.

– No, agente Fredericks -respondí-. Esperaba que pudiera dármela usted. Apenas sé nada del caso.

Todavía no me había puesto en contacto con Marlinchen Hennessy. Antes de hacerlo, quería tener cierta información de fondo para saber qué terreno pisaba. Por eso había decidido hacer aquella llamada telefónica antes de atender mis ocupaciones habituales.

– ¿Hennessy está en su jurisdicción? -preguntó Fredericks-. ¿Por eso llama?

– Sí. Le contaré… -Hice un rápido repaso de la escasa información que me había facilitado Marlinchen Hennessy-. Cuando le comenté que sería preciso hablar con su padre, se enfureció y se marchó -concluí.

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