Jodi Compton - Indicio de culpa

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Sarah Pribek, una detective de Mineápolis especializada en desapariciones, protege la identidad de una amiga suya, Genevieve. Ambas persiguieron, encontraron y mataron a Royce Stewart, violador y asesino de la hija de Genevieve, en una trama en la que se vio involucrado el marido de Sarah, que se encuentra en la carcel. Nadie del departamento de policía entiende el extraño proceder de la detective, que está protegiendo a una criminal, y un inspector llega a la ciudad para investigarla… Una historia donde las cosas no tienen las motivaciones correctas, o al menos las que se presume que deberian ser.

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Se volvió y vio que estaba examinando su diploma.

– Eso dicen -respondió-. ¿No te había pedido que te quitaras la camisa?

Me quité el top rosa brillante por encima de la cabeza y me senté en la mesa, algo cohibida por haberme quedado en sujetador, un sujetador negro de media copa, por más señas. Con las manos en los costados, apoyada en el borde de la mesa de exploración, la toqué con la yema de los dedos bajo el papel desechable para descubrir de qué material estaba hecha. Tenía un tapizado de tela, de formas redondeadas y de color crema.

– ¿Esto es una camilla de masaje? -le pregunté a Cisco, que se había acercado y sacaba unos objetos del pequeño baúl colocado a los pies de la mesa.

– Me parece que te has equivocado de dirección en tu camino al hospital -dijo secamente.

«¡Vaya un trato amable de médico a enfermo!», pensé. Pero el tipo tenía razón.

Cisco se aproximó a la mesa de exploración y encendió la luz del techo tirando de un cable interruptor. Llevaba el estetoscopio colgado del cuello y en el regazo tenía el aparato de medir la tensión y una libreta amarilla.

– ¿Vas a tomar notas? -le pregunté.

– Todos los médicos lo hacen -respondió-. ¿ Cómo te llamas?

Me puse nerviosa y Cisco lo notó.

– Podemos hacerlo como en Alcohólicos Anónimos, si quieres. Me das el nombre de pila y la inicial del primer apellido.

– Sarah P. -dije.

– ¿En qué trabajas? -inquirió.

Le lancé una mirada fría con los ojos bien delineados de negro.

– Bien -dijo Cisco, mordiéndose los labios con expresión especulativa-. ¿Te estás medicando, actualmente?

– No -respondí.

– ¿Qué tomas?

– ¿Cómo que qué tomo? -Sabía a qué se refería, pero decidí ponerle las cosas difíciles, como Sarah P. la prostituta habría hecho.

– ¿Drogas?

– No, ninguna.

– ¿Cuándo tuviste la última menstruación?

– No me acuerdo -contesté-. Pero soy regular.

– ¿Hay alguna posibilidad de que estés embarazada?

– Si lo estuviera, ¿podrías arreglarlo? -inquirí.

– Déjate de rodeos. ¿Crees que puedes estar embarazada?

Dije que no con la cabeza. Al ver que no proseguía, lo confirme de palabra:

– No. Estoy segura de ello.

– Muy bien -masculló Cisco-. Empecemos.

Posó la fría superficie del estetoscopio sobre el esternón y asintió.

– Respira hondo -dijo. Cerré los ojos y obedecí-. Otra vez.

Un sonido como de algo que se rasgara me hizo abrir los ojos. Cisco desenrollaba el manguito del aparato de tomar la tensión.

– Tienes todo el equipo -comenté.

– Ni mucho menos el que me gustaría tener -replicó.

Tendí el brazo, sumisa, y él bombeó aire en el manguito. Abrió la válvula y el aire salió con un silbido mientras él aplicaba el estetoscopio.

– Diez y medio y siete -anotó Cisco-. Muy bien.

Me sorprendió. En mis infrecuentes visitas al médico, siempre me encontraban la tensión alta. Lo llaman hipertensión de la bata blanca, que sólo se produce en los consultorios médicos.

Pero la consulta de Cisco era distinta. Él se comportaba como un doctor y la exploración que estaba realizando era muy profesional pero, para mí, era como estar en una casa particular. En el aire flotaba un leve aroma de comida al fuego, muy distinto del inquietante olor aséptico de las consultas.

Me tomó la temperatura, leyó el termómetro en silencio y sacudió la cabeza. Me exploró los oídos con el otoscopio y me palpó las glándulas del cuello.

– ¿Cuándo notaste los primeros síntomas? -inquirió.

– Hace un par de días.

– ¿Hay alguna razón para pensar que sufres inmunodepresión?

– No -respondí.

– ¿Eres propensa a las infecciones de oído?

– No.

– ¿Te molestan los oídos?

– No -repetí.

– Ya puedes ponerte la camisa.

Cisco retrocedió con la silla, concediéndole a aquella pequeña prenda rosa brillante el honor de recibir el nombre de camisa, término que a mí jamás se me habría ocurrido asignarle. Me pasé el top por la cabeza y me ordené el pelo con los dedos.

– Bien -dijo-, pareces una persona sana con un resfriado terrible, pero eso no es el fin del mundo. Toma líquidos en abundancia y descansa. Toma vitamina C y trata los síntomas con los anticatarrales de toda la vida.

– Muy bien.

– Y una cosa más. -Su tono de voz había cambiado y presté atención-. No me gusta nada el aspecto de tu oído izquierdo. Las infecciones de oído son frecuentes en los niños, pero no en los adultos, y si dices que no te molesta, no me preocuparé demasiado por ello. Pero si empieza a dolerte, ve a una clínica. Quizá necesites tomar antibióticos, y yo no puedo recetarlos.

– De acuerdo -asentí.

Retrocedió unos pasos y sacó otro objeto del baúl. Era una hoja de papel de color rojo, un folleto publicitario de una clínica de prevención y tratamiento de enfermedades de transmisión sexual.

– No creas que estoy juzgándote -me aseguró Cisco-, 56 pero, si te dedicas a ofrecer sexo a cambio de dinero o drogas, tendrías que hacerte la prueba del sida y de otras enfermedades de transmisión sexual. Si das negativo, deberías acudir a alguien para que te explicara cómo evitar el contagio.

Noté que me ardían las mejillas, como me ocurre a veces cuando alguien se muestra amable conmigo sin motivo. Cogí el folleto.

– Y por cierto, en respuesta a tu anterior pregunta -añadió-, no practico abortos.

– ¿Te he ofendido? -pregunté.

– No -respondió él, sin ofrecer más explicaciones.

Ya podía marcharme pero, ahora que lo más difícil había pasado, la historia de aquel hombre me intrigaba.

– Así que fuiste a la facultad de Medicina y todo eso…

– Sí -dijo, mientras guardaba los instrumentos en la arqueta.

– ¿Pero no tienes licencia?

– La tuve -respondió.

– ¿Y qué ocurrió?

– Es una historia muy larga y ahora no tenemos tiempo para eso -respondió Cisco, midiendo las palabras. Se había detenido ante el archivador y, tras arrancar la primera hoja del bloc, le buscó un lugar en el cajón inferior.

Dios mío, el tipo tenía un archivo de historiales. Cuando hiciera el informe para Prewitt y obtuviéramos una orden, ni siquiera sería preciso registrar la casa. El hombre archivaba cuidadosamente todo lo necesario para arrestarlo.

Cisco avanzó en la silla para recoger los dos billetes de la estantería. Como vi que no los metía en ningún sitio, deduje que no guardaría el dinero hasta que yo me marchara para que no viese dónde tenía el escondite. Era un tipo prudente.

– ¿Sabes una cosa? -le dije-. Cuarenta dólares no me parecen mucho dinero.

– No tengo intención de hacerme rico con esto.

– Entonces, ¿por qué lo haces?

– Cubro una necesidad -respondió Cisco-. Por increíble que pueda parecerte, hay gente que se cae por los resquicios del sistema sanitario. Algunos no pueden costearse el seguro, otros son inmigrantes ilegales. Los hospitales los intimidan, con tanto gentío, las esperas y la tensión. Yo les proporciono un servicio.

– Y ellos te pagan, claro -señalé, haciendo de abogado del diablo.

– Formo parte de lo que el Banco Mundial llama economía sumergida -replicó Cisco-. En muchos países es una práctica aceptada.

– Pero me has dicho que no tienes todo el equipamiento que te gustaría -comenté.

– Te quedarías pasmada si vieras lo que puede comprarse en las tiendas de suministros médicos. Medicamentos, no, por supuesto. Pero he conseguido buena parte de lo que necesito para esta consulta, en la que básicamente trato heridas leves, quemaduras, y cosas por el estilo. También tranquilizo a la gente que tiene pequeños problemas, como en tu caso. Y cuando se presentan enfermedades más graves, soy como un aparato de detección precoz. Cuando viene alguien con síntomas preocupantes o con un trastorno que está más allá de mi capacidad, le recomiendo abiertamente que vaya a una clínica o a un hospital.

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