Jodi Compton - Indicio de culpa

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Sarah Pribek, una detective de Mineápolis especializada en desapariciones, protege la identidad de una amiga suya, Genevieve. Ambas persiguieron, encontraron y mataron a Royce Stewart, violador y asesino de la hija de Genevieve, en una trama en la que se vio involucrado el marido de Sarah, que se encuentra en la carcel. Nadie del departamento de policía entiende el extraño proceder de la detective, que está protegiendo a una criminal, y un inspector llega a la ciudad para investigarla… Una historia donde las cosas no tienen las motivaciones correctas, o al menos las que se presume que deberian ser.

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Lo que me disponía a llevar a cabo era un paso necesario. Tanto si era un fracasado de los estudios de medicina como si se trataba de un timador que se hacía pasar por médico después de aprender el oficio trabajando de ayudante en una consulta, estaba claro que el tal Cisco había engañado a unas cuantas personas y que tenía una pequeña clientela, lo cual significaba que se aprovechaba de los pobres e incultos sacándoles dinero cuando estaban enfermos y, por tanto, eran más vulnerables. Si todavía no había causado daños permanentes o la muerte de alguien, era sólo cuestión de tiempo que tal cosa sucediese. Había que dejar fuera de juego a aquel tipo y Prewitt había confiado en mí para poner en marcha el proceso. Ahora no podía presentarme ante mi teniente y decirle que necesitaba ayuda para ir a ver a un sospechoso armado sólo con un estetoscopio.

El ascensor de la torre norte tardó mucho en bajar. Sobre la puerta no había números iluminados que indicaran los pisos por los que iba pasando y, mientras esperaba, silbé por lo bajo. Este tipo de conductas es un recurso habitual de los policías para mantener los nervios bajo control.

Se oyó un débil pitido, pero durante un momento no sucedió nada. Fue un momento muy largo. Por fin, la puerta automática se abrió. Entré en la cabina y pulsé el piso número veintiséis, que era el último. Al cabo de un instante, la puerta se cerró y de nuevo se produjo un largo instante de espera.

Volví a pulsar el botón y el aparato se puso en marcha con una sacudida. Procedente de arriba, al otro lado del techo de la cabina, me llegó un extraño sonido, como un gruñido, algo que nunca había oído en un ascensor y, más tenue, el chirrido de los cables: cric, cric, cric. Dentro de la cabina sí que había números iluminados que permitían al pasajero comprobar el avance. El número dos permaneció iluminado un tiempo exageradamente largo. Luego el tres. Más crujidos desde arriba. El cuatro… el cinco… el seis…

Si hubiera sabido que iba a tardar tanto, me habría llevado algo para leer, pensé. Aquella queja mental era una expresión de mi mal humor. En el trabajo tomaba ascensores continuamente, pero éste me estaba irritando.

Al llegar al piso veintiséis, el aparato se detuvo, pero por un momento, no sucedió nada. La puerta permaneció cerrada.

– Vamos -murmuré entre dientes. El funcionamiento deficiente del ascensor no auguraba nada bueno.

La puerta se abrió y salí al descansillo. Caminé hasta el segundo apartamento y llamé.

¿Y si Ghislaine se había confundido?, pensé mientras aguardaba.

La puerta se abrió unos pocos centímetros, lo que daba de sí una cadena de seguridad, y una cara masculina apareció en la ranura, aunque lo hizo unos tres palmos más abajo de donde cabía esperar. Cuando comprendí por qué, me quedé sin habla.

– ¿En qué puedo ayudarte? -dijo el hombre al cabo.

– ¿Eres…? -Tosí para aclarar la mucosidad que tenía en la garganta-. ¿Eres Cisco? Ghislaine Morris me ha dado tu nombre. Necesitaría que me visitases.

Cisco cerró de un portazo. Al otro lado sonó la cadena y la puerta se abrió de par en par. El hombre se hizo a un lado, retrocediendo en la silla de ruedas para dejarme entrar.

Resultaba difícil calcular su estatura, pero su cuerpo sentado en la silla se veía largo y magro. Vestía una sudadera gris por la que asomaba el cuello de la camiseta que llevaba debajo, la misma camiseta que asomaba en las caderas sobre los pantalones azules de un mono de mecánico. Iba descalzo, tenía la cara delgada y el pelo, negro y desgreñado, le llegaba hasta el hombro.

A decir verdad, no escondía lo que hacía. Detrás de él vi unas estanterías bajas llenas de libros de medicina y de anatomía. En la pared había un diploma enmarcado y donde todo el mundo habría puesto el sofá, él tenía una mesa larga cubierta con una capa de papel desechable. Parecía la camilla de exploración de un médico, pero era más baja, adecuada a la altura desde la que Cisco tenía que afrontar el mundo. Una lámpara colgaba del techo encima de la mesa. A los pies de ésta había una arqueta, como un baúl pequeño y, más atrás, un archivador de dos cajones.

– ¿No te encuentras bien? -preguntó Cisco.

– Tengo un resfriado muy malo -respondí-. O la gripe.

– Hummm -gruñó Cisco, evasivo.

– ¿Cuánto cobras? -quise saber.

– Luego hablaremos de eso -respondió-. Casi todos los resfriados se curan en una semana -explicó-, incluso sin ningún tratamiento. No entiendo por qué quieres que te visite.

Quizá aquel tipo tenía un radar tan fino que le permitía captar la presencia de un policía mucho mejor que cualquier otra persona de las que yo había conocido y, sin embargo, dadas las circunstancias, resultaba difícil tenerle miedo. A menos que escondiera una pistola debajo de aquella camiseta.

– Nunca me pongo enferma -expliqué, sorbiendo los mocos-. Precisamente por eso, este resfriado me saca de quicio. Me gustaría asegurarme de que no esconde otra enfermedad.

– ¿Te ha dicho tu amiga Ghislaine que podría darte algo más fuerte que esos remedios que se venden sin receta? -preguntó Cisco.

– No -respondí, y era verdad.

– Porque no puedo hacerlo -prosiguió Cisco-. Supongo que Ghislaine no te habrá contado lo que le dije cuando vino a visitarse, de modo que te diré lo mismo que le digo a todo el mundo. No sé qué te ha traído hasta aquí en una ciudad como ésta, llena de consultorios médicos. Eso nunca lo pregunto -aseguró Cisco-, pero éste no es el lugar ideal donde obtener cuidados médicos. Si tienes otra opción, deberías considerarla seriamente.

«Si piensa que ese discurso lo pone a salvo de cargos criminales, no sabe lo que le espera.»-Comprendido. ¿Cuánto me cobrarás? -pregunté con decisión.

– ¿Por visitarte? -dijo-. Cuarenta dólares.

«¿Sólo?», pensé. Me sorprendió que se arriesgara a hacer algo ilegal y que cobrase tan poco por ello. Por otro lado, a su clientela probablemente no le sobraba el dinero.

– ¿Quieres que te visite? -insistió.

– No he venido hasta aquí para marcharme ahora -repliqué, acordándome de Prewitt.

– Muy bien -asintió Cisco-. Cobro por adelantado. Déjalo ahí, en la estantería; luego quítate la camisa y túmbate en la camilla. Enseguida estaré contigo.

Retrocedió con la silla y se dirigió a la cocina.

El dinero por adelantado. La minuta de Cisco podía ser razonable pero estaba claro que no era un ingenuo. Tal como me había indicado, dejé dos billetes de veinte en la estantería. Oí correr el agua en la cocina. Estaba ante el fregadero, de espaldas a mí.

Fue el primer momento que tuve para recuperar la serenidad. El hecho de que fuera parapléjico me había sorprendido, pero sólo momentáneamente. Era su conducta lo que seguía pareciéndome inusual. Por lo general, los delincuentes, sobre todo los estafadores, se ponen en guardia cuando tratan con desconocidos. Disimulan bien, pero se les nota: es como si irradiase de ellos el zumbido de un tendido eléctrico. Pero Cisco no parecía estar en guardia ni se mostraba cauteloso; parecía muy tranquilo, y aquello no me cuadraba.

Me volví para examinar la sala. No había apenas detalles personales en ningún sitio y me acerqué, como quien no quiere la cosa, a mirar el diploma.

C. Agustín Ruiz, rezaba, debajo de unas letras más grandes en las que se leía Colegio de Médicos y Cirujanos de la Universidad de Columbia.

– ¡Joder! -exclamé, incapaz de contenerme. El grosor del papel del diploma denotaba que no era un certificado que uno pudiese agenciarse en casa, con un ordenador y una impresora. Aquel tipo era un médico titulado.

– ¿Sucede algo? -preguntó Cisco.

– Es una buena facultad, ¿no?

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