Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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– Coronel -dijo, y supuse que estaba refiriéndose a sí mismo. Aunque no se molestó en decirme su nombre, lo reconocí de inmediato: era el doctor Darby, uno de los dos socios del único consultorio médico de Bishop's Lacey.

El doctor Darby era la viva imagen de John Bull: cara roja, varias papadas y un estómago hinchado como una vela al viento. Vestía un traje marrón con un chaleco amarillo de cuadros y llevaba el tradicional maletín negro de los médicos. Si había reconocido en mí a la niña cuya mano había tenido que suturar el año anterior tras un pequeño incidente con un díscolo objeto de cristal en el laboratorio, no dio muestras de ello, sino que se limitó a esperar con aire expectante, como un sabueso que señala un rastro.

No se veía a papá por ningún sitio, ni tampoco a Dogger. Sabía muy bien que ni Feely ni Daffy se dignarían jamás responder al sonido de un gong («Es tan pavloviano», decía Feely), y en cuanto a la señora Mullet, no salía nunca de su cocina.

– Los policías están en el jardín -le dije-. Yo lo acompaño.

Cuando salimos a la luz diurna, el inspector Hewitt dejó de examinar los cordones de un zapato negro que sobresalía de forma bastante desagradable de entre los pepinos.

– Buenos días, Fred -lo saludó-. He creído conveniente que echaras un vistazo.

– Ajá -dijo el doctor Darby.

Abrió su maletín y rebuscó durante unos instantes en el fondo antes de extraer una bolsa blanca de papel. Metió dos dedos en el interior y sacó un caramelo de menta, que a continuación se metió en la boca y chupó con ruidosa fruición. Un segundo más tarde se había abierto paso entre la vegetación y se había arrodillado junto al cadáver.

– ¿Sabemos quién es? -preguntó, farfullando un poco debido al caramelo.

– Me temo que no -respondió el inspector Hewitt-. Nada en los bolsillos, ningún documento que acredite su identidad… Sin embargo, tenemos motivos para creer que acaba de llegar de Noruega.

¿Que acababa de llegar de Noruega? Sin duda, ésa era una deducción digna del gran Sherlock Holmes… ¡y yo la había escuchado en primera persona! Casi me dieron ganas de perdonar al inspector por sus groseros modales de antes. Casi…, pero no del todo.

– Hemos iniciado las pesquisas. Ya sabes, en los puertos de escala, etcétera.

– ¡Condenados noruegos! -exclamó el doctor, al tiempo que se ponía en pie y cerraba su maletín-. Vuelan en bandadas hasta aquí, como si fueran pájaros hacia la luz de un faro, para luego morirse y que seamos nosotros los que tengamos que limpiarlo todo. No es justo, ¿verdad?

– ¿Qué hora de la muerte pongo? -preguntó el inspector Hewitt.

– Difícil saberlo. Siempre es difícil. Bueno, siempre no, pero muchas veces sí.

– ¿Aproximadamente?

– Nunca se sabe con la cianosis: no es fácil decir si la coloración acaba de empezar o ya está desapareciendo. Diría que de ocho a doce horas. Podré decirte algo más concreto después de que este tipo haya pasado por la mesa.

– O sea, más o menos sería…

El doctor Darby se subió el puño de la camisa para consultar su reloj.

– Bueno, a ver… Ahora son las ocho y veintidós; o sea, no antes de anoche a la misma hora y no más tarde de medianoche, pongamos.

¡Medianoche! Creo que reprimí una exclamación, pues tanto el inspector Hewitt como el doctor Darby se volvieron para mirarme. ¿Cómo podía explicarles que apenas unas horas antes el desconocido me había exhalado en plena cara su último aliento?

La solución era muy fácil: salí pitando.

Encontré a Dogger podando las rosas del arriate que había bajo la ventana de la biblioteca. Su fragancia impregnaba el aire: era el delicioso olor de los cajones de embalaje que llegaban de Oriente.

– ¿Papá aún no ha bajado, Dogger? -le pregunté.

– Las lady Hillingdon de este año son preciosas, señorita Flavia -dijo, impávido, como si nuestro furtivo encuentro nocturno no se hubiera producido jamás.

«Muy bien -pensé-, pues jugaré al mismo juego.»

– Preciosas de verdad -asentí-. ¿Y papá?

– Creo que no ha dormido muy bien. Supongo que se habrá quedado un rato más en la cama.

¿Un rato más en la cama? ¿Cómo podía seguir durmiendo cuando había policías por todas partes?

– ¿Cómo se lo ha tomado cuando le ha contado lo del…, ya sabe…, lo del jardín?

Dogger se volvió y me miró directamente a los ojos.

– No se lo he contado, señorita.

Se inclinó y, con un repentino movimiento de las tijeras de podar, cortó una flor imperfecta. La pobrecilla cayó al suelo con un discreto «plop» y allí se quedó, con su arrugado rostro amarillo contemplándonos desde las sombras.

Ambos estábamos mirando la rosa decapitada, pensando en el próximo paso, cuando el inspector Hewitt apareció tras la esquina de la casa.

– Flavia -dijo-, quiero hablar contigo. Dentro -añadió.

Cuatro

– ¿Y ese hombre con el que estabas hablando ahí fuera? -me preguntó el inspector Hewitt.

– Dogger -respondí.

– ¿Nombre de pila?

– Flavia -dije; no pude evitarlo.

Estábamos sentados en uno de los sofás estilo Regencia de la habitación Rosa. El inspector dejó bruscamente su bolígrafo y se volvió para mirarme.

– Por si aún no ha quedado claro, señorita De Luce, que yo creo que sí, estamos investigando un asesinato. No pienso tolerar frivolidad alguna. Un hombre ha muerto y mi deber es descubrir por qué, cuándo, cómo y quién lo ha matado. Y cuando haya terminado, tendré la obligación de dar parte a la Corona, es decir, al rey Jorge VI. Y el rey Jorge VI no es muy amigo de las frivolidades. ¿Me he explicado bien?

– Perfectamente, señor -dije-. Su nombre de pila es Arthur. Arthur Dogger.

– ¿Y trabaja como jardinero en Buckshaw?

– Ahora sí.

El inspector había abierto un cuaderno negro y estaba tomando notas con una caligrafía microscópica.

– ¿No lo ha sido siempre?

– Ha hecho un poco de todo -contesté-. Antes era nuestro chófer, hasta que sufrió una crisis nerviosa…

A pesar de haber desviado la mirada, seguí percibiendo la intensidad del ojo detectivesco de Hewitt.

– La guerra -proseguí-. Fue prisionero de guerra. Papá pensaba que… había intentado…

– Lo entiendo -dijo el inspector en un tono repentinamente amable-. Dogger es más feliz en el jardín.

– Dogger es más feliz en el jardín.

– Eres una muchacha sorprendente, ¿sabes? En la mayoría de los casos habría esperado a que uno de tus progenitores estuviera presente antes de hablar contigo, pero dado que tu padre está indispuesto…

¿Indispuesto? ¡Ah, sí, claro! Casi se me había olvidado la mentirijilla. A pesar de mi fugaz mirada de perplejidad, el inspector siguió hablando:

– Has mencionado que Dogger trabajó como chófer durante un tiempo. ¿Tu padre conserva algún automóvil?

De hecho, sí: un Rolls-Royce Phantom II, que seguía en la cochera. Había pertenecido a Harriet y nadie lo había conducido desde el día en que llegó a Buckshaw la noticia de su muerte. Es más, papá no permitía que nadie lo tocara, a pesar de que él ni siquiera conducía.

Por consiguiente, los ratoncillos de campo habían abierto brechas en la carrocería de aquel espléndido purasangre, en su larguísimo capó negro y entre las erres entrelazadas de su radiador niquelado de estilo palladiano, para después escabullirse por el piso de madera e instalarse cómodamente en la guantera de caoba. A pesar de lo decrépito que estaba el pobre automóvil, cuando hablábamos de él lo llamábamos «el Royce», pues así era como la gente con clase se refería a esos vehículos.

«Sólo un campesino lo llamaría Rolls», había dicho Feely en una ocasión en que se me había escapado en su presencia.

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