Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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– No, la verdad es que no. No suelo hacerlo -respondió papá-. ¿Adónde quiere ir usted a parar?

El inspector Hewitt se dio un golpecito en la punta de la nariz con el bolígrafo, como si estuviera elaborando la siguiente pregunta para formularla ante un comité parlamentario.

– ¿Ha visto usted a alguien?

– No -dijo papá-. Por supuesto que no he visto a nadie. No había ni una alma.

El inspector Hewitt dejó de darse golpecitos el tiempo suficiente para anotar algo.

– ¿A nadie?

– No.

Como si ya se lo imaginara, el inspector asintió despacio y con aire triste. Pareció decepcionado y suspiró mientras se guardaba el cuaderno de notas en un bolsillo interior de la chaqueta.

– Ah, una última pregunta, coronel, si no tiene inconveniente -dijo de repente, como si acabara de recordar algo-. ¿Qué hacía usted en la cochera?

Papá apartó la mirada de la ventana y tensó los músculos de la mandíbula. Entonces se volvió y miró al inspector directamente a los ojos.

– Eso no estoy dispuesto a decírselo -respondió.

– Muy bien, pues -dijo el inspector Hewitt-. Creo que…

Fue en ese preciso instante cuando la señora Mullet abrió la puerta con un empujón de su enorme trasero y entró caminando como un pato, cargada con una bandeja.

– He traído unas galletitas de semillas -dijo-. Galletas de semillas, té y un vasito de leche para la señorita Flavia.

¡Galletas de semillas y leche! Yo detestaba las galletas de semillas de la señora Mullet tanto como san Pablo apóstol el pecado. Puede que más. Me dieron ganas de trepar a la mesa y, con una salchicha clavada en el tenedor a modo de cetro, gritar con mi mejor voz de Laurence Olivier: «¿No habrá nadie capaz de librarnos de esta turbulenta repostera?»

Pero no lo hice, sino que guardé silencio. Con una discreta reverencia, la señora Mullet dejó su carga frente al inspector Hewitt y entonces reparó de repente en papá, que aún seguía junto a la ventana.

– ¡Ah, coronel De Luce! Menos mal que ha aparecido usted. Lo estaba esperando. Quería decirle que ya me deshice del pájaro el cual muerto encontramos en el umbral de la puerta de ayer.

A la señora Mullet se le había metido en la cabeza la idea de que esos cambios de orden en la frase no sólo resultaban pintorescos, sino también poéticos. Antes de que papá pudiera desviar la conversación hacia otro tema, el inspector Hewitt tomó las riendas del asunto.

– ¿Un pájaro muerto en el umbral? Hábleme de ello, señora Mullet.

– Bien, señor, pues yo, el coronel y la señorita Flavia aquí en la cocina estábamos. Yo acababa de sacar una riquísima tarta de crema del horno y la había puesto a enfriar en la ventana. Era esa hora del día en la cual empiezo a pensar en regresar a casa con mi Alf. Alf es mi marido, señor, y no le gusta que ande yo callejeando cuando es la hora de su té. Se pone todo efervescente cuando tiene que hacer la digestión fuera de horas. Y cuando a mi Alf se le corta la digestión, es un espectáculo digno de verse. Cubos y fregonas por todas partes, en fin…

– ¿La hora, señora Mullet?

– Debían de ser las once, o las once y cuarto. Vengo cuatro horas todas las mañanas, de ocho a doce, y tres por las tardes, de la una a las cuatro, en teoría -dijo, frunciendo el ceño en dirección a papá, que estaba demasiado absorto mirando por la ventana como para advertirlo-. Siempre hago más horas de las que me corresponden, sea por lo que sea.

– ¿Y el pájaro?

– El pájaro estaba en el umbral, más muerto que el asno de Dorothy. Era una agachadiza, una de esas agachadizas chicas. Por suerte o por desgracia, en mis buenos tiempos llegué a cocinar tantas que sé perfectamente cómo son. Qué susto me pegué, la verdad, al verla allí despatarrada: el aire le agitaba las plumas, como si aún le quedara vida después de que se le hubo parado el corazón. Eso es lo que dije a mi Alf: «Alf», le dije, «el pájaro estaba allí despatarrado como si aún le quedara vida…».

– Es usted muy observadora, señora Mullet -dijo el inspector Hewitt, tras lo cual la señora Mullet se hinchó como una paloma buchona y se iluminó toda ella con un resplandor rosa iridiscente-. ¿Vio usted algo más?

– Bueno, pues sí, señor, resulta que llevaba un sello clavado en el pico. Era casi como si lo llevara sujeto con la boca, ¿sabe usted?, igual que las cigüeñas llevan a los niños en un pañal. ¿Sabe lo que quiero decirle? Más o menos así, pero no exactamente igual.

– ¿Un sello, señora Mullet? ¿Qué clase de sello?

– Un sello de correos, señor…, pero no como los que se ven por ahí hoy en día. Oh, no…, no se parecía en nada. Este sello en cuestión tenía dibujada la cabeza de la reina. No su actual majestad, Dios la bendiga, la otra reina… La cual se llamaba… reina Victoria. Bueno, por lo menos habría estado ahí si el pico del pájaro no hubiera atravesado el sello justo por donde debería haber estado la cara.

– ¿Está usted segura de que era un sello?

– Se lo juro, señor, que me muera ahora mismo si no es verdad. Mi Alf coleccionaba sellos cuando era niño y aún conserva lo que queda de su colección en una vieja caja de galletas Huntley and Palmer que tiene guardada debajo de la cama en la sala de arriba. Ya no la saca tanto como cuando éramos jóvenes, porque dice que le pone triste. Aun así, reconozco un Penny Black [1]cuando lo veo, esté o no ensartado en el pico de un pájaro muerto.

– Muchas gracias, señora Mullet -dijo el inspector Hewitt mientras se procuraba una galleta de semillas-. Nos ha sido usted de gran ayuda.

La señora Mullet le dedicó otra reverencia y después se alejó hacia la puerta.

– «Es curioso», le dije a mi Alf. Le dije: «En Inglaterra nunca se ven agachadizas chicas antes de septiembre.» Cuántas habré asado en el espetón y habré servido con una crujiente tostada. A la señorita Harriet, que en gloria esté, nada le gustaba más que una buena…

Oí un quejido a mi espalda y me volví justo a tiempo de ver a papá doblarse por la mitad, igual que una silla plegable, y deslizarse al suelo.

Debo admitir que el inspector Hewitt reaccionó de inmediato. Se plantó junto a papá en menos de un segundo, apoyó una oreja sobre su pecho, le aflojó la corbata y utilizó uno de sus largos dedos para comprobar si algo le estaba obstruyendo las vías respiratorias. Estaba claro que no se había dedicado a dormir durante sus clases de primeros auxilios en St. John Ambulance. Un segundo más tarde abrió la ventana, se llevó a la boca los dedos corazón y anular y emitió un silbido. Yo habría dado una guinea por saber silbar así.

– Doctor Darby -gritó-. Suba, por favor. ¡Dese prisa!

Y traiga el maletín.

En cuanto a mí, aún me tapaba la boca con la mano cuando el doctor Darby entró en la sala y se arrodilló junto a papá. Tras examinarlo rápidamente, sacó de su maletín una pequeña ampolla de color azul.

– Es un síncope -dijo dirigiéndose al inspector Hewitt.

Y después, dirigiéndose a la señora Mullet y a mí-: Eso quiere decir que se ha desmayado. No es nada preocupante.

¡Uf!

Le quitó el tapón al frasco y, durante unos instantes, justo antes de que se lo colocara a papá bajo la nariz, percibí un olor familiar: era mi viejo amigo el carbonato de amonio o, como yo lo llamaba cuando estábamos los dos solos en el laboratorio, sal volátil, o simplemente sal. Sabía que amonio venía de amoníaco y que el amoníaco se llamaba así porque lo descubrieron no muy lejos de la tumba del dios Amón en el Antiguo Egipto. Parece que estaba presente en la orina de los camellos. Y también sabía que más tarde, en Londres, un científico al que admiraba había patentado un método gracias al cual se podían extraer sales de olor del guano patagón.

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