Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– Bueno, la cuestión es que simplemente ha de seguir manteniéndolas -dijo Vicary-. Es él quien nos ha metido en este lío, y es el único que puede sacarnos de él. No es como si con un simple cambio de sillas pudiéramos introducir en el caso a un profesional.Lo eligieron a él. Ningún otro lo hará. Ellos creerán lo que vean en la cartera de Jordan.

Churchill miró a Eisenhower.

– ¿General?

Eisenhower aplastó su cigarrillo, reflexionó unos segundos y dijo:

– Si verdaderamente no hay otro modo de hacerlo, apoyo el plan del profesor. El general Betts y yo nos encargaremos de que cuenten ustedes con la ayuda necesaria de la JSFEA para llevar a cabo la tarea.

– Entonces, asunto concluido -dijo Churchill-. Y que Dios se apiade de nosotros si no funciona.

– A propósito, me llamo Vicary. Ése es Harry Dalton…, trabaja conmigo. Y ese otro caballero es sir Basil Boothby. Dirige la operación.

Era a la mañana siguiente, temprano, una hora después del alba. Caminaban por un estrecho sendero entre los árboles: Harry unos cuantos pasos por delante, como un explorador, Vicary y Jordan codo con codo, Boothby detrás, casi en plan de ominoso vigilante. Había dejado de llover durante la noche, pero una densa capa de nubarrones ocultaba el cielo. La niquelada claridad invernal blanqueaba todos los colores, tanto los árboles como las colinas. La gasa de la niebla cubría el suelo en las zonas bajas y el aire olía al humo de la leña que se quemaba en los fuego encendidos dentro de la casa. La mirada de Jordan se posó brevemente en cada uno de ellos, al serle presentados, pero no les tendió la mano. Vicary y él continuaron con las manos hundidas en los bolsillos del chaquetón impermeable que les habían dejado en el cuarto, junto con un par de pantalones de lana y un grueso jersey de lana.

Avanzaron en silencio por el sendero durante un tiempo, como viejos compañeros de clase que pasean para digerir un desayuno copioso. El frío era un clavo que se hundía en la rodilla de Vicary. Andaba despacio, con las manos cogidas a la espalda, gacha la cabeza como si buscase algún objeto perdido. Concluyó la arboleda y el Támesis apareció ante ellos. A la orilla del río había un par de bancos de madera. Harry se sentó en uno. Vicary y Jordan ocuparon el otro. Boothby permaneció de pie.

Vicary le explicó a Jordan lo que se deseaba que hiciera. Jordan le escuchó, sin mirar a ninguno de ellos. Sentado inmóvil, aún con las manos en los bolsillos, estiradas las piernas al frente y los ojos clavados en algún punto oscuro de la superficie del río. Cuando Vicary terminó, Jordan dijo:

– Busquen algún otro modo de hacerlo. Yo no estoy preparado para eso. Serían unos insensatos si me utilizaran a mí.

– Créame, capitán de fragata Jordan, si hubiese algún otro modo de subsanar el daño ocasionado, lo emplearíamos. Pero no lo hay. Debe hacer lo que le pedimos. Nos lo debe. Se lo debe a todos los hombres que arriesgarán la vida al lanzarse al asalto de lasplayas de Normandía. -Hizo una pausa momentánea y siguió la dirección de la mirada de Jordan hacia las aguas-. Y se lo debe a sí mismo, capitán de fragata Jordan. Cometió un terrible error. Ahora tiene que reparar el daño.

– ¿Se supone que eso es una arenga?

– No, no creo en las arengas. Es la verdad.

– ¿Cuánto tiempo durará?

– Todo el que haga falta.

– Eso no es responder a mi pregunta.

– Exacto. Pueden ser seis días y pueden ser seis meses. No lo sabemos. Esto no es una ciencia exacta. Pero pondré fin a ello tan pronto como pueda. Tiene usted mi palabra.

– No creo que la verdad cuente mucho en su profesión, señor Vicary.

– Normalmente, no. Pero en este caso, sí.

– ¿Respecto a mi trabajo en la Operación Mulberry ?

– Seguirá actuando como si fuese miembro activo del equipo, pero lo cierto es que eso se ha acabado para usted. -Vicary se levantó-. Tenemos que volver a la casa, capitán de fragata Jordan. Tiene usted que firmar unos cuantos documentos antes de que nos vayamos.

– ¿Qué clase de documentos?

– Oh, sólo algunos papeles que le comprometerán a no soltar una sola palabra sobre este asunto durante el resto de su vida. Jordan se apartó del río y, por último, miró a Vicary.

– Créame, no necesita preocuparse de eso.

38

Rastenberg (Alemania)

A Kurt Vogel le molestaba el cuello de la guerrera. Se había puesto el uniforme de la Kriegsmarine por primera vez en más tiempo de lo que podía recordar. Le sentaba muy bien antes de la guerra pero Vogel, como casi todo el mundo, había adelgazado. La guerrera le caía ahora como una chaquetilla de prisionero.

Estaba infernalmente nervioso. Hasta entonces no le habían presentado al Führer; a decir verdad, ni siquiera había estado nunca en la misma habitación que aquel hombre. Personalmente, pensaba que Hitler era un lunático y un monstruo que había llevado a Alemania al borde de la catástrofe. Pero se dio cuenta de que estaba deseoso de conocerle y, por algún motivo inexplicable, quería causarle una buena impresión. Le hubiera gustado tener la voz en mejores condiciones. Encadenó los cigarrillos para calmar los nervios. No había dejado de fumar en todo el vuelo desde Berlín y ahora volvía a fumar en el coche. Al final, Canaris le rogó que dejase de una vez aquel maldito cigarrillo, aunque sólo fuera por los perros. Iban echados a los pies de Vogel como gruesas salchichas, alzada la vista hacia él para mirarle con ojos malévolos. Vogel bajó un par de centímetros el cristal de la ventanilla y arrojó el pitillo hacia los remolinos que formaban los copos de nieve.

El Mercedes oficial se detuvo en el punto de control exterior del Wolfschanze de Hitler. Cuatro guardias de las SS se abalanzaron sobre el automóvil, abrieron el capó y el maletero y utilizaron espejos para revisar los bajos. Los hombres de las SS agitaron los brazos, indicándoles que siguieran adelante, y el coche recorrió ochocientos metros en dirección al recinto. Aunque la tarde estaba bastante avanzada, el suelo del bosque brillaba con la luz blanca de los arcos voltaicos. Guardias con perros alsacianos patrullaban por los senderos.

El automóvil se detuvo a la entrada del perímetro y los hombres de las SS se aprestaron a la revista. Esa vez, la inspección de personal. Se les ordenó que salieran del coche y los registraron. A Vogel no dejó de impresionarle ver a Wilhelm Canaris, jefe del servicio de información alemán, de pie, manos arriba, mientras un miembro de las SS le cacheaba a conciencia como si fuese un borrachín de cervecería.

Un guardia exigió ver la cartera de Vogel, que se la entregó de mala gana. Contenía las fotos del documento aliado y el análisis que de él hiciera a toda prisa el personal técnico de la Abwehr en Berlín. El miembro de las SS introdujo su mano enguantada en la cartera. La retiró a continuación y devolvió la cartera a Vogel, satisfecho al comprobar que no llevaba armas ni explosivos.

Vogel se reunió con Canaris y juntos caminaron sin pronunciar palabra hacia la escalera que conducía al búnker. Vogel había dejado en Berlín dos fotografías, guardadas bajo llave en sus archivadores: las fotografías de la nota. La mano era de Catherine; Vogel reconoció la cicatriz dentada de la base del pulgar. Era un dilema. ¿Acceder a sus deseos y sacarla de Gran Bretaña o dejarla en su puesto? Sospechaba que otros iban a tomar la decisión por él.

Otro miembro de las SS aguardaba en lo alto de la escalera, no fuera caso de que los visitantes del Führer se armaran durante el recorrido a través del recinto. Canaris y Vogel se detuvieron y se sometieron a otro registro.

Canaris miró a Vogel y comentó:

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