Cerró los ojos para apartar las imágenes y en su lugar vio la cara del hombre de la ventana de Kensington. Lo más probable es que no se tratara más que de un vecino curioso, se dijo Vicary. Sin embargo, algo le inquietaba: el modo en que aquel hombre permanecía detrás del cristal, a unos palmos de la ventana, el hecho de que la habitación estuviera sumida en la oscuridad. Se representó de nuevo la cara: pelo negro, ojos oscuros, boca estrecha, piel pálida; aquellos rasgos remitían en cierto modo a un origen nacional más bien confuso. Tal vez era alemán, quizás italiano; acaso griego o ruso. O inglés.
Harry encendió un cigarrillo, luego Vicary encendió otro y al cabo de unos instantes la parte de atrás del Humber tenía una humareda tan espesa que parecían estar sentados en un baño turco. Vicary bajó un par de centímetros el cristal de la ventanilla para que se aclarara un poco la nube. Entró un ramalazo de frío que le lanzó un tajo a la cara.
– No sabía que fueses una estrella, Harry -comentó Vicary-. En Londres todo el mundo conoce tu nombre.
– El caso de Spencer Thomas -dijo Harry.
– ¿Cómo le cogiste?
– El muy tonto de ese cabronazo lo escribía todo.
– ¿Qué quieres decir?
– Quería recordar todos los detalles de los asesinatos, pero no se fiaba de la memoria. Así que llevaba un diario. Lo encontré en el registro de su habitación. Te sorprendería ver las cosas que algunas personas ponen por escrito.
«No, no me sorprendería», pensó Vicary, mientras recordaba la carta de Helen. «He demostrado el amor que te tengo de una manera que no podré repetir con ningún otro hombre. Pero no estoy dispuesta a sacrificar por un matrimonio las relaciones que tengo conmi padre».
– ¿Cómo está Grace Clarendon? -preguntó Vicary. Nunca se había interesado por ella y la pregunta sonó poco natural, como si hubiera pretendido hablar con Harry de rugby o de críquet.
– Está muy bien -repuso Harry-. ¿Por qué lo preguntas?
– Anoche la vi salir del despacho de Boothby.
– Boothby siempre le está pidiendo que le lleve personalmente a su despacho archivos y expedientes. Grace cree que es porque a Boothby le gusta mirarle las piernas. La mitad del personal del departamento cree que Grace se lo está tirando.
Vicary había oído ese chisme más de una vez: Boothby se había acostado con todas las del departamento que no tenían compromiso efectivo y Grace Clarendon había sido una de sus conquistas favoritas. «¡No puedes hacerme esto! ¡Cabrón! ¡Maldito hijo de puta!.
Vicary había supuesto que Boothby le impuso una sanción a Grace por el asunto del expediente de Vogel. Pero también era posible que lo que había oído fuese una pelea de amantes. Decidió no decir a Harry una palabra más de la cuestión.
El coche entró en la plaza un momento después.
La primera imagen que Vicary tuvo de Jordan le acompañaría durante mucho, mucho tiempo, levemente irritante, como el olor de una comida echada a perder que se aferra implacable a la ropa. Oyó el sordo rumor del coche oficial que se aproximaba y volvió la cabeza a tiempo de mirar por la ventanilla y ver pasar a Jordan. Le vio durante menos de una fracción de segundo, pero su cerebro congeló el semblante de Jordan con la misma seguridad con que una película atrapa la luz. Le vio los ojos, que miraban hacia el otro lado de la plaza, con aire de estar tratando de localizar posibles enemigos ocultos. Vio su mandíbula, tensa y crispada, como si acumulara energías para una competición. Observó la gorra, calada hasta las cejas, y el abrigo, abotonado hasta la garganta.
El automóvil oficial de Jordan se detuvo ante el número 47. El motor se puso en marcha y ellos se lanzaron hacia adelante con extraordinaria rapidez. Harry se apeó y cruzó la acera en dirección a Jordan.
Vicary vio el resto como una pantomima: Harry pidió a Jordan que se apartara y subiese al segundo Humber, que parecía haberse materializado como por arte de magia y Jordan se quedó mirando a Harry como si éste acabara de llegar del espacio exterior.
Harry se identificó con la en extremo educada manera de un funcionario de la policía de Londres. Jordan le dijo con meridiana claridad que se fuese a hacer puñetas. Harry agarró a Jordan por un brazo, con ligeramente excesiva firmeza, se inclinó sobre él y le murmuró algo al oído.
Como si se desangrara, todo el color desapareció del semblante de Jordan.
Richnmond-upon-Thames (Inglaterra)
La casa victoriana de ladrillo rojo no era visible desde la carretera. Se erguía en el punto más alto del terreno, sobre los jardines, al final de un descuidado camino de gravilla. A solas en el asiento trasero del helado Humber, Vicary apagó la luz al acercarse al edificio. Había leído durante el trayecto el contenido completo de la cartera de Jordan. Le ardían los ojos y la cabeza era la diana de un sinfín de alfilerazos. Si aquellos documentos estaban ya en poder de los alemanes, era harto posible que la Abwehr los aprovechase para descubrir el secreto de la invasión. Podrían utilizarlos para escudriñar a través del humo y la niebla de Doble Cruz y de Fortaleza. ¡Podrían emplearlos para ganar la guerra! Vicary se imaginaba la escena en Berlín. Hitler bailaría encima de la mesa, dando taconazos con sus botas militares. «¡y todo porque no fui capaz de coger a esa maldita espía!»
Vicary limpió un trozo del empañado cristal de la ventanilla. La mansión estaba a oscuras, con la salvedad de una solitaria luz amarilla encendida en la entrada. El MI-5 se la compró a los arruinados familiares de su anterior propietario. El plan consistía en utilizarla para reuniones e interrogatorios clandestinos, así como para alojamiento de invitados secretos. Se usaba con escasa frecuencia, por lo que se había ido decayendo y degradándose, de forma que ahora presentaba el aspecto de un inmueble abandonado por un ejército en retirada.
Los únicos indicios de que en la casa había alguien eran la docena de coches oficiales aparcados de cualquier manera en el paseo de acceso cubierto de hierbajos.
Un centinela de la Armada Real surgió de la oscuridad y abrió la portezuela de Vicary. Le condujo al frío vestíbulo deteriorado por el paso del tiempo y luego a través de una serie de habitaciones: un salón con muebles cubiertos por sus fundas, una biblioteca con los anaqueles huérfanos de libros y, por último, le hizo franquear una puerta de doble hoja que daba paso a una amplia estancia con vistas a los en aquel momento oscuros jardines. Olía a humo de leña quemada y a coñac. Habían corrido una mesa de billar, dejándola a un lado, para poner en su sitio una pesada mesa de comedor, de roble macizo. En la enorme chimenea ardía un fuego espléndido. Un par de norteamericanos de ojos oscuros, del servicio de Inteligencia de la JSFEA, permanecían sentados en las sillas más próximas del fuego, silenciosos como acólitos. Basil Boothby salió lentamente de entre las sombras.
Vicary buscó el sitio que tenía asignado a la mesa. Depositó la cartera de Jordan en el suelo, junto a su silla, y procedió a sacar las cosas que llevaba en su maletín. Alzó la cabeza, intercambió una mirada con Boothby y asintió. Después volvió a bajar la vista y continuó con sus preparativos. Oyó abrirse las puertas y el ruido de dos pares de pasos que cruzaban el entarimado. Reconoció en uno de ellos los andares propios de Harry y comprendió que las pisadasdel otro par correspondían a Peter Jordan.
Segundos después Vicary percibió el peso de Jordan que se dejaba caer en la silla situada frente a él, al otro lado de la mesa. Sin embargo, todavía no le miró. Sacó su cuaderno de notas y un lápiz amarillo, que colocó encima de la mesa con el mismo esmero que si estuviera disponiendo un cubierto para la realeza. A continuación, cogió el expediente de Jordan y lo depositó encima de la mesa. Tomó asiento, abrió el cuaderno de notas por la primera página y humedeció la punta del lápiz con la lengua.
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