Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– Como mínimo, vamos a necesitar que Jordan nos eche una mano para zurcir tu red.

– Cierto -dijo Vicary-. Pero es posible que necesitemos más ayuda, según las proporciones de los daños.

– ¿Tienes alguna idea, Alfred?

– El germen de una. Me gustaría echar un vistazo al interior de la casa de Jordan, antes de proceder a interrogarle. ¿Alguna objeción?

– No -repuso Boothby-. Pero con cuidado, Alfred, con mucho cuidado.

– No se preocupe. Seré discreto.

– Algunos vigilantes son especialistas en esa clase de maniobras… Forzar y entrar, ya sabes.

– A decir verdad, ya he pensado en alguien para esa tarea.

Harry Dalton manipuló con una fina herramienta metálica en la cerradura de la puerta frontal de la casa de Peter Jordan. Vicary estaba de pie, de cara a la calle, ocultando con su cuerpo a Harry para evitar que lo vieran. Al cabo de unos instantes. Vicary oyó un tenue clic, al ceder la cerradura. Como un consumado ladrón profesional, Harry abrió la puerta igual que si fuera el dueño de la casa y ambos entraron.

– Eres condenadamente hábil en eso-alabó Vicary. -Vi hacerlo una vez en una película.

– No sé por qué, no me creo esa historia.

– Siempre he sabido que eres un tipo inteligente.

Harry cerró la puerta y dijo:

– Límpiate los zapatos en el felpudo.

Vicary abrió la puerta del salón y entró. Sus ojos recorrieron los muebles tapizados de cuero, las alfombras, las fotografías de puentes que decoraban las paredes. Se acercó a la chimenea y examinó las fotos con marco de plata que había en la repisa.

– Debe de ser su esposa -comentó Harry-. Era guapa.

– Sí -se mostró de acuerdo Vicary. Le había echado un rápido vistazo a la copia de la hoja de servicio y del historial que le entregó Boothby. Se llamaba Margaret Lauterbach-Jordan. Murió poco antes de que estallara la guerra, en un accidente de automóvil que se produjo en Long Island, Nueva York.

Cruzaron el pasillo y entraron en el comedor y en la cocina. Harry probó la puerta contigua y la encontró cerrada.

– Abrela -dijo Vicary.

Harry se arrodilló ante la hoja de madera e introdujo la ganzúa en la cerradura. Segundos después hizo girar el pestillo y entraron. El cuarto estaba amueblado como despacho de trabajo de un hombre, desde luego: mesa escritorio pintada de oscuro, sillón tapizado de cuero y una pieza única, que decía mucho acerca de su propietario, la mesa de dibujo que utilizaría un ingeniero o un arquitecto. Vicary encendió la lámpara del escritorio.

– Un sitio perfecto para fotografiar documentos. -La caja de caudales estaba al lado de la mesa. Era un modelo antiguo y parecía pesar doscientos treinta kilos por lo menos. Vicary miró de cerca las patas y observó que estaban sujetas al piso. Dijo-: Vayamos a echar una mirada al piso de arriba.

Había tres dormitorios, dos que daban a la calle y un tercero, más amplio, en la parte de atrás de la casa. Evidentemente, los dos de delante eran habitaciones para invitados. Los armarios estaban vacíos y no se apreciaba toque personal alguno. Vicary pasó al cuarto de Jordan. La cama de matrimonio estaba deshecha, las persianas levantadas, dejando a la vista unas ventanas que se abrían a un jardín pequeño, descuidado y cercado por una tapia. Vicary abrió el armario eduardiano y miró el interior: dos uniformes de la Armada de los Estados Unidos, varios pares de pantalones de paño de paisano, una pila de jerséis y varias camisas esmeradamente dobladas que llevaban la etiqueta de una tienda de ropa masculina de Manhattan. Cerró el armario y examinó la habitación. Si la mujer estuvo allí, no había dejado el menor rastro, sólo un tenue soplo, muy débil, de perfume que le recordó a Vicary la fragancia que usaba Helen.

«¿Quién es, por favor? ¡Ah, váyase al infierno!»

Vicary miró a Harry y le encargó:

– Llégate a la planta baja, abre sigilosamente la puerta del estudio, entra y vuelve a cerrarla.

Harry volvió al cabo de dos minutos.

– ¿Oíste algo?

– Ni lo más mínimo.

– Lo que significa que es muy posible que durante la noche se haya colado subrepticiamente en el estudio y haya fotografiado todo lo que él trajera a casa.

– Tenemos que darlo por supuesto, sí. Revisa el cuarto de baño. Mira a ver si dejó ahí algún objeto personal.

Vicary oyó a Harry revolver en el botiquín. Harry regresó luego a la alcoba.

– Ahí no hay nada que pertenezca a una mujer-dijo.

– Muy bien. Ya hemos visto bastante por ahora.

Descendieron a la planta baja, se cercioraron de que la puerta del estudio tuviese echada la llave y salieron de la casa por la puerta frontal. Habían aparcado al otro lado de la esquina. Cuando caminaban por la acera, Vicary alzó la vista hacia la hilera de casas del otro lado de la calle. Volvió a bajarla al instante. Hubiera jurado que había visto el rostro de alguien que le miraba desde la ventana de un cuarto a oscuras. La cara de un hombre: ojos oscuros, pelo negro, labios finos. Volvió a levantar la vista hacia allí, pero para entonces la cara había desaparecido.

Horst Neumann se entretenía practicando un juego consigo mismo para sobrellevar el tedio de la espera: se aprendía rostros de memoria. Era algo que se le daba ya bastante bien. Podía mirar varias caras -en el tren, en una plaza llena de gente-, grabárselas en la memoria y luego repasarlas mentalmente como si estuviera viendo un álbum de fotografías. Pasaba tanto tiempo cubriendo el trayecto de Hunstanton a la calle Liverpool que empezaba a ver semblantes familiares continuamente. El vendedor regordete que siempre acariciaba el muslo de su novia antes de darle el beso de despedida en Cambridge y volver a la casa que compartía con su esposa. La solterona que en todo momento parecía al borde de las lágrimas. La viuda de guerra que se pasaba el viaje mirando por la ventanilla y que, imaginaba Neumann, veía el rostro de su marido en la campiña verde gris. En Cavendish Square conocía a todos los que la frecuentaban regularmente: los vecinos de las casas que rodeaban la plaza, las personas a las que les encantaba ir a sentarse en los bancos, entre las plantas adormecidas. Era un jueguecito monótono, pero que mantenía aguzado su cerebro y le ayudaba a matar el tiempo.

El hombre gordo llegó a las tres: el mismo gabán de color gris, el mismo sombrero hongo. el mismo aire nervioso del hombre decente embarcado en una vida de delitos. El diplomático abrió la puerta de la casa y entró. Neumann atravesó la plaza e introdujo por la ranura del buzón el sobre que contenía la película. Oyó el acostumbrado gruñido, cuando el hombre grueso se agachó para recogerlo.

Neumann regresó a su puesto de observación de la plaza y esperó. El diplomático salió pocos minutos después, cogió un taxi y se marchó.

Neumann aguardó el tiempo suficiente para asegurarse de que no seguían al taxi.

Neumann disponía de dos horas basta que partiera su tren. Se puso en pie y echó a andar hacia la plaza de Portman. Al pasar por delante de la librería vio a la dependienta a través de la luna del escaparate. El establecimiento estaba vacío. Sentada detrás del mostrador, la muchacha leía el mismo título de Eliot que le había vendido a Neumann la semana anterior. Pareció presentir que alguien la espiaba, porque alzó la cabeza bruscamente, como sobresaltada. Entonces le reconoció, sonrió y le hizo señas, indicándole que entrase. Neumann empujó la puerta y pasó al interior.

– Ya es hora de cerrar -dijo la joven-. Tenemos un bar ahí enfrente. ¿Me acompaña? A propósito, me llamo Sarah. Neumann pensó: «¡Ah, qué diablos!… Y dijo:

– Me encantaría, Sarah.

La lluvia batía suavemente el techo del Humber. El frío se colaba al interior del coche y, cuando hablaban, veían convertirse el aliento en vapor. La plaza de Grosvenor estaba anormalmente tranquila. casi imposible de distinguir en la negrura del oscurecimiento. Vicary hubiera pensado que lo mismo podían estar aparcados delante del Reichstag. Un automóvil oficial estadounidense entró suavemente en la plaza, velada la luz de los faros. La claridad que difundía el vehículo arrancó un brillo tenue al agua de un charco formado por la lluvia. Se apearon dos hombres; ninguno de ellos era Jordan. Un momento después atravesó la oscuridad la motocicleta de un correo. Reflexivamente, Vicary pensó en Francia.

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