Otra se titulaba necesidades de remolque; la fotografió.
Acabó el rollo de película. Lo sacó y cargó de nuevo la cámara. Fotografió dos páginas más.
Oyó entonces ruido en el piso de arriba. Jordan, que se bajaba de la cama.
Pasó otra página y la fotografió.
Catherine le oyó andar por la habitación.
Pasó otra página y la fotografió.
Oyó el rumor del agua corriente en el cuarto de baño.
Fotografió dos páginas más. Se daba perfecta cuenta de que nunca volvería a tener acceso a aquel documento. Si verdaderamente contenía el secreto de la invasión, ella debía seguir trabajando. Mientras tomaba las fotos pensaba en lo que haría en el caso de que Peter se le acercase. Matarle con la Mauser. Gracias al silenciador, nadie lo oiría. Podría concluir de fotografiar los documentos, abandonar la casa, ir a Hampton Sands, buscar a Neumann, avisar al submarino. «Sigue dándole a la cámara…» ¿Y qué ocurriría cuando el contraespionaje de la JSFEA encontrara el cadáver de un oficial que conocía el secreto de la invasión? Desencadenarían una investigación de inmediato. Descubrirían que había estado con una mujer. Buscarían a esa mujer y, al no localizarla, llegarían a la conclusión de que era una agente. Colegirían que había fotografiado los documentos de la caja de caudales; que el secreto de la invasión estaba comprometido. Pensó: «No bajes aquí, Peter Jordan. Por tu bien y por el mío».
Oyó el ruido del agua de la cisterna al tirar Jordan de la cadena.
Sólo unas pocas páginas más. Las retrató rápidamente.;Asunto concluido! Cerró el libro, lo devolvió al interior de la cartera y colocó ésta de nuevo en la caja de caudales. Cerró la puerta silenciosamente e hizo girar el cilindro de la combinación. Recogió la Mauser, puso el cursor en posición de disparo y apagó la luz. Abrió la puerta y se deslizó al vestíbulo. Jordan seguía en el piso de arriba.
«¡Piensa de prisa, Catherine!»
Recorrió el pasillo y empujó la puerta del salón. Puso la Mauser dentro del bolso y dejó éste en el suelo. Encendió la luz y se llegó alcarrito de las bebidas. «Tranquilízate. Respira hondo.» Cogió una copa y estaba echando coñac en ella en el momento en que entró Peter Jordan.
Harry Dalton esperaba fuera del almacén de los Pope en una furgoneta del departamento de vigilancia. Le acompañaban dos hombres, el sargento detective Meadows, de la Policía Metropolitana, y un vigilante llamado Clive Roach. Harry ocupaba el asientodel pasajero, Roach iba al volante. Meadows disfrutaba de unos minutos de sueño en el asiento posterior.
Alboreaba. Había sido una noche horrendamente aburrida. Harry estaba exhausto, pero cada vez que intentaba dormir se le aparecían dos visiones dispares: Rose Morely tendida muerta en Hyde Park o la cara de Grace Clarendon mientras hacían el amor. Deseaba meterse en la cama y dormir veinticuatro horas seguidas. Deseaba tenerla en sus brazos y no soltarla nunca más. Volvía a estar bajo su hechizo.
El ruido de una furgoneta que se detenía delante del almacén hizo saltar hecha añicos la imagen de Grace. Un hombre alto y fornido se apeó por la parte del conductor. Harry lo distinguió en la tenue claridad del amanecer.
– ¿Le conoces? -preguntó Clive Roach.
– Sí -respondió Harry-. Se llama Dicky Dobbs.
– Parece un tipo duro.
– Es el forzudo y matón principal de los Pope.
– Si tuviese que vérmelas con él, creo que me gustaría contar con alguien cerca para que me protegiese.
– Tienes razón -convino Harry-. Despierta a la Bella Durmiente que llevamos ahí detrás.
Dobbs abrió y franqueó la puerta lateral del almacén. Al cabo de un momento se levantó el cierre de la entrada de vehículos. Dobbs salió a la calle y subió a la furgoneta. Roach puso en marcha el motor mientras Meadows se incorporaba.
Dobbs metió la furgoneta en el almacén.
Roach apretó a fondo el acelerador y el motor impulsó el vehículo dentro del almacén antes de que Dobbs tuviese tiempo de volver a echar el cierre.
Harry saltó de la furgoneta.
– ¿Qué leches se cree que está haciendo? -chilló Dobbs.
– Date la vuelta -ordenó Meadows-, levanta tus putas manos hacia el techo y cierra el jodido pico.
Harry se adelantó y abrió la puerta trasera de la furgoneta de los Pope. Robert Pope estaba sentado en el suelo. Alzó la cabeza, sonrió y dijo:
– ¡Vaya, pero si es mi viejo amigo Harry Dalton!
Catherine Blake tomó un taxi para volver a su piso. Era temprano, apenas había concretado el alba su aparición, y el cielo sólo ofrecía a la vista un plano de color gris perla. Disponía de seis horas antes de encontrarse con Horst Neumann en Hampstead Heath. Se lavó la cara y el cuello y se cambió de ropa; se puso un camisón y un albornoz. Necesitaba desesperadamente unas cuantas horas de sueño, pero antes tenía algo que hacer.
Aquella noche se había librado por un pelo. De bajar Jordan la escalera unos segundos antes, se habría visto obligada a matarle. Le dijo que no podía dormir, que estaba tan trastornada por haberse visto tan cerca de la muerte que pensó que una copa de coñac le ayudaría a calmar los nervios. Peter Jordan pareció dar por buena la excusa con la que justificaba su abandono del lecho en plena noche, pero Catherine dudó de que se la tragase dos veces.
Catherine pasó al cuarto de estar y se sentó ante el escritorio. Abrió un cajón y sacó una pluma y una hoja de papel. Escribió en el papel cuatro palabras: «Sáquenme de aquí ya». Puso la cuartilla encima de la mesa y ajustó la lámpara de forma que la luz cayese en el ángulo adecuado. Sacó la cámara del bolso y aplicó el ojo al visor. Colocó la mano izquierda al lado del papel. Vogel reconocería la cicatriz que cruzaba el pulgar en el punto donde ella se cortó durante una de las malditas clases de muerte silenciosa. Fotografió dos veces la mano y la nota; después quemó la nota en la pila del lavabo.
Londres
Harry Dalton pensó: «Un minuto más de esta mierda y esposaré a Pope a la silla y le pondré la cara como un mapa sanguinolento». Estaban en el despachito encristalado de la planta baja de almacén, Pope sentado en una incómoda silla de madera y Harry paseando de un lado a otro como un león enjaulado. Vicary se había aposentado sosegadamente entre las sombras y parecía escuchar una música distinta. Harry y Vicary no habían revelado su verdadera filiación; para Pope no eran más que un par de miembros de la Policía Metropolitana. Durante una hora, el truhán había negado de plano conocer a la mujer cuya fotografía Harry agitaba delante de sus ojos. El rostro de Pope mantenía contra viento y marea una expresión aburrida, plácida, insolente; la expresión propia del hombre que se ha pasado la vida quebrantando la ley y que jamás ha pisado el interior de la celda de una cárcel. Harry pensó: «No me hago con él. Me está derrotando en toda la línea».
– Está bien -dijo Harry-, intentémoslo una vez más.
Pope lanzó una mirada a su reloj de pulsera.
Otra vez no, Harry. Tengo asuntos que atender.
Harry se dio cuenta de que perdía los estribos.
– ¿Nunca viste a esta mujer antes?
– Se lo he he dicho ya cien veces. ¡No!
– Tengo un testigo que declara que esta mujer entró en vuestro almacén el día en que asesinaron a tu hermano.
En tal caso, su testigo se equivoca. Déjeme que se lo diga a ella. Estoy seguro de que podré hacerle comprender el error en que está.
– ¡Estoy seguro de que sí! ¿Dónde estabas cuando mataron a tu hermano?
– En uno de mis clubes. Tengo cien testigos que se lo confirmarán.
– ¿Por qué has estado eludiendo a la policía?
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