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Daniel Silva: Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat. El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament. És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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La señorita Walford pasó junto a Vicary y cerró la ventana, no sin dirigirle una mirada ceñuda.

– Si no tiene inconveniente, profesor Vicary, me marcharé a casa ya.

– Claro, señorita Walford.

Alzó la mirada hacia ella. Era un hombre bajito y quisquilloso, un ratón de biblioteca, calvo a excepción de unas cuantas hebras de pelo gris, tan escasas como incontrolables. Las gafas de media luna que durante largos años sufrieron las lecturas de su dueño descansaban sobre la punta de la nariz. Los cristales lucían las marcas borrosas de huellas digitales, resultado de la costumbre del profesor Vicary de quitárselas y volvérselas a poner siempre que estaba nervioso. Llevaba una chaqueta de tweed bastante maltratada por las inclemencias del tiempo y una corbata cuidadosamente elegida y manchada de té. Su forma de andar era un número humorístico muy celebrado en la universidad; sin que él lo supiera, algunos estudiantes se habían especializado en imitarlo. Una rodilla destrozada en el curso de la última guerra le había dejado rígida la articulación y, como consecuencia, una cojera mecánica… Era un soldado de juguete cuya maquinaria ya no funcionaba como debiera, pensaba la señorita Walford. Tenía tendencia a agachar la cabeza para mirar por encima de las gafas de leer y parecía estar siempre corriendo hacia un punto al que prefería no llegar.

– El señor Ashworth dejó hace un momento en su casa un par de estupendas chuletas de cordero -informó la señorita Walford, a la vez que fruncía el ceño al ver el montón de papeles desordenados que cubría la mesa, como si el profesor Vicary fuese un niño revoltoso-. Dijo que es posible que sea el último cordero que pueda conseguir en mucho tiempo.

– Eso debo creer -repuso Vicary-. En el menú del Connaught hace semanas que no aparece la carne.

– Esto ya empieza a resultar un poco absurdo, ¿no le parece, profesor Vicary? El gobierno ha decretado hoy que se pinten de color gris camuflaje los techos de todos los autobuses de Londres -dijo la señorita Walford-. Creen que a la Luftwaffe le será así más difícil bombardearlos.

– Los alemanes son implacables, señorita Walford, pero ni siquiera ellos perderán el tiempo tratando de alcanzar con sus bombas a los autobuses de pasajeros.

– También ha ordenado el gobierno que nos abstengamos de disparar a las palomas mensajeras. Por favor, ¿podría explicarme cómo se supone que puedo distinguir una paloma mensajera de una paloma sin más?

– Lo que no puedo decirle es la cantidad de veces que he sentido la tentación de disparar a las palomas -respondió Vicary.

– Por cierto, me he tomado la libertad de pedir un poco de salsa de menta -explicó la señorita Walford-. Sé muy bien que comer chuletas de cordero sin salsa de menta puede estropearle la semana.

– Gracias, señorita Walford.

– Ha llamado su editor para decir que ya están listas, para que las corrija usted, las pruebas de su último libro.

– Y sólo con cuatro semanas de retraso. Toda una plusmarca para Cagley. Recuérdeme que debo buscar un nuevo editor, señorita Walford.

– Sí, profesor Vicary. Ha llamado también la señorita Simpson y ha dicho que le es imposible de todo punto cenar con usted esta noche. Su madre se ha puesto enferma. Me ha encargado que le diga que no se trata de nada grave.

– ¡Maldita sea! -murmuró Vicary. Había soñado con aquella cita con Alice Simpson. Era la relación más seria que tenía con una mujer en mucho tiempo.

– ¿Nada más?

– Sí… Telefoneó el primer ministro.

– ¿Cómo? ¿Por qué diablos no me avisó?

– Usted dejó estrictas instrucciones de que no se le molestase. Cuando se lo expresé al señor Churchill se mostró comprensivo deveras. Asegura que a él nada le incomoda tanto como que le interrumpan cuando está escribiendo.

Vicary arrugó el ceño.

– A partir de ahora, señorita Waldorf, cuenta usted con mi expreso permiso para interrumpirme cuando telefonee el señor Churchill.

– Sí, profesor Vicary -replicó la señorita Waldord, impertérrita en su convencimiento de que había actuado apropiadamente.

– ¿Qué dijo el primer ministro?

– Se le espera a usted mañana en Chartwell para almorzar.

Vicary variaba el itinerario de sus paseos de vuelta a casa, de acuerdo con el talante en que se encontraba. A veces prefería avanzar a codazos por una ajetreada calle comercial o a través de los ronroneantes gentíos del Soho. En otras ocasiones abandonaba las principales y concurridas arterias y vagaba por las tranquilas calles residenciales, donde de vez en cuando hacía un breve alto para contemplar algún espléndido ejemplo de arquitectura georgiana aflojaba el paso para escuchar unos acordes musicales, un estallido de risas o el tintineo de unas copas que se servían en alguna feliz fiesta de cóctel.

Aquella noche avanzó como flotando por una tranquila calle mientras agonizaba el crepúsculo.

Antes de la guerra había pasado la mayor parte de las noche investigando en la biblioteca, yendo como un fantasma de un rimero de libros a otro hasta la madrugada. Algunas noches se quedaba dormido. La señorita Walford tenía dadas instrucciones precisas a los bedeles nocturnos: cuando lo encontrasen así, debían despertarlo, ponerle su impermeable y enviarlo a casa.

La orden de apagar todas las luces había cambiado esa norma. Cada noche, la ciudad quedaba sumida en una absoluta oscuridad. Los vecinos de Londres se desorientaban al circular por calles que habían recorrido durante años y años. Para Vicary, que padecía ceguera nocturna, el oscurecimiento convirtió en prácticamente imposible el regreso a casa. Imaginaba que aquello debía de ser como dos milenios antes, cuando Londres no era más que un puñado chozas levantadas a lo largo de las cenagosas orillas del río Támesis. El tiempo se había diluido, los siglos se retiraron, el innegable progreso del hombre tuvo que hacer un alto obligado por la amenaza de los bombarderos de Goering. Todas las tardes Vicary salía huyendo de la universidad y corría a casa antes de quedarse varado en la oscura zona de las calles de Chelsea. Una vez a salvo en su domicilio, se tomaba los dos vasos de borgoña estatuidos y se comía el plato de chuletas y guisantes que le había dejado su doncella en el horno. De no tener preparadas sus comidas, se hubiera muerto de hambre, porque aún seguía bregando inútilmente con las complejidades de la moderna cocina inglesa.

Después de la cena, un poco de música, una obra radiofónica o incluso una novela de detectives, obsesión particular que no compartía con nadie. A Vicary le gustaban los misterios; le encantaban los enigmas. Disfrutaba utilizando su capacidad razonadora y deductiva para resolver los casos mucho antes de que el autor lo hiciera para por él. También le gustaba estudiar los personajes de los relatos de misterio y a menudo encontraba paralelismos relacionados con propia tarea: por qué las buenas personas cometían actos infames. El sueño era una cuestión progresiva. Empezaba en su silla preferida, con la lámpara de lectura aún encendida. Luego Vicary se trasladaba al sofá. Después, por regla general durante las horas en que ya se anunciaba el alba, subía las escaleras rumbo al dormitorio. A veces, la concentración que requería desnudarse le despabilaba demasiado como para que el sueño volviera luego a presentarse, así que permanecía despierto en la cama, sin hacer otra cosa que pensar y esperar las claridades grisáceas del amanecer y el cotorreo burlón de la vieja urraca que acudía todas las mañanas a chapotear en la pila para pájaros del jardín.

Dudaba mucho de que aquella noche le fuera posible pegar ojo; iba a serle difícil después de la convocatoria de Churchill.

No era extraño que Churchill le llamase al despacho; se trataba justamente del momento oportuno.

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