Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Reinaba el pánico en el MI-5. La noche anterior, un correo en motocicleta había llevado desde Bletchley Park un par de mensajes de la Abwehr, previamente descodificados. Confirmaban los peores recelos de Vicary: al menos dos agentes operaban dentro de Gran Bretaña sin conocimiento del MI-5 y, al parecer, los alemanes proyectaban enviar otro más. Era una catástrofe. Después de leer los mensajes, con el ánimo por los suelos, Vicary había telefoneado a sir Basil a su casa para darle la noticia. Sir Basil se puso en contacto con el director general y otros altos funcionarios relacionados con Doble Cruz. A medianoche, en la quinta planta, las luces seguían encendidas. Vicary se encargaba entonces de uno de los casos más importantes de la guerra. Había dormido menos de una hora. Le dolía la cabeza, le ardían los ojos, sus pensamientos iban y venían en relampagueos caóticos, turbulentos.

El centinela miró la identificación y agitó el brazo, indicándole que podía entrar. Vicary bajó la escalera y cruzó el pequeño vestíbulo. No dejaba de ser una ironía que Neville Chamberlain hubiese ordenado que se iniciase la construcción de las Salas de Guerra del Subsuelo el día que regresó de Munich y declaró la «paz en nuestro tiempo». A Vicary siempre le parecería aquel lugar un monumento subterráneo dedicado al fracaso de la pacificación. Protegidos por un escudo de metro veinte de hormigón reforzado con raíles del tranvía de Londres, el laberinto de aquellos sótanos estaba considerado absolutamente a prueba de bombas. Junto con el puesto de mando personal de Churchill se albergaban allí los elementos más vitales y secretos del gobierno británico.

Vicary avanzó pasillo adelante, llenos los oídos del tableteo de las máquinas de escribir y el repiqueteo de una docena de teléfonos a cuyos timbrazos nadie respondía. El bajo techo estaba reforzado con maderas de uno de los buques de guerra de Nelson. Un letrero advertía: cuidado con la cabeza. Vicary apenas medía metro sesenta y ocho de estatura, y pasaba por debajo sin tener que agacharse. Las paredes, que en otro tiempo tuvieron un tono crema de Devonshire, habían perdido color como un periódico antiguo, hasta adoptar un matiz beige apagado. Un linóleo pardo bastante feo cubría el suelo. Por encima de su cabeza, en el conjunto de tuberías de desagüe, Vicary oyó el discurrir de las aguas fecales de las Nuevas Oficinas Públicas. A pesar del sistema especial de ventilación que filtraba el aire, la atmósfera no dejaba de oler a suciedad corporal y a humo rancio de cigarrillos. Vicary se acercó a una puerta en la que montaba guardia, en posición de descanso, otro centinela de la Armada Real. Al pasar Vicary, el guardia se puso firmes y el felpudo de caucho especial amortiguó el chasquido de su taconazo.

Vicary miró los rostros de aquel Estado Mayor cuyos miembros trabajaban, vivían, comían y dormían allí abajo, en la fortaleza subterránea del primer ministro. La palabra pálido no hacía justicia al estado de su epidermis; eran como trogloditas de cera pastosa que correteasen por su madriguera del subsuelo. De pronto, a Vicary no le pareció tan malo, después de todo, su cuchitril sin ventanas de la calle St. James. Por lo menos estaba en la superficie. Por lo menos se encontraba bastante cerca del aire fresco.

El alojamiento privado de Churchill estaba en el cuarto 65 A, contiguo a la sala de mapas y frente a la Sala del Teléfono Transatlántico. Un ayudante franqueó inmediatamente el paso a Vicary, que se ganó las gélidas miradas de una partida de burócratas que parecían estar allí esperando desde la última guerra. La habitación de Churchill era un minúsculo espacio ocupado en su mayor parte por una cama pequeña cubierta con mantas grises del ejército. A los pies del lecho había una mesa con una botella y dos vasos. La BBC había instalado un micrófono de línea abierta para que Churchill pudiera transmitir sus emisiones desde la seguridad de su fortaleza subterránea. Vicary observó el en aquel momento apagado luminoso que rezaba «Silencio. En Antena (al aire)». La estancia contenía un objeto que pudiera considerarse lujoso, el humidificador para los cigarros Romeo y Julieta del primer ministro.

Cubierto por una bata de seda verde y con el primer cigarro del día entre los dedos, Churchill estaba sentado a su pequeño escritorio. Continuó allí al entrar Vicary, que fue a sentarse en el borde de la cama y miró a la figura que tenía ante sí. Churchill no era el mismo hombre que Vicary había visto aquella tarde de mayo de 1940. Ni tampoco era la desenvuelta y desenfadada figura que aparecía en los noticiarios y en las películas de propaganda. Saltaba a la vista que era una persona que había trabajado más de la cuenta y dormido demasiado poco. Unos días antes había regresado de África del Norte, donde convaleció después de sufrir un leve ataque cardiaco y contraer una pulmonía. Un círculo rojizo rodeaba sus ojos y sus mejillas aparecían hinchadas y pálidas. Se las arregló para dedicar una débil sonrisa a su viejo amigo.

– Hola, Alfred, ¿qué tal le ha ido? -saludó Churchill cuando el ordenanza de la Armada Real cerró la puerta.

– Estupendamente, pero soy yo el que debería preguntarle eso. El que las ha pasado moradas fue usted.

– Nunca mejor dicho -repuso Churchill-. Póngame al día.

– Interceptamos dos mensajes de Hamburgo destinados a agentes alemanes que operan en suelo británico. -Vicary se los tendió-. Como sabe, actuamos sobre el supuesto de que habíamos arrestado, ahorcado o convertido en agente doble a todo espía alemán que actuase en Gran Bretaña. Evidentemente esto es un golpe muy duro. Si los agentes transmiten una información que contradiga el material que enviamos a través del contraespionaje, los alemanes lo sospecharán todo. Por otra parte, creemos también que proyectan introducir en el país un nuevo agente.

– ¿Qué están haciendo para detenerlos?

Vicary hizo un resumen de las medidas adoptadas hasta aquel momento.

– Pero, por desgracia, primer ministro, las probabilidades de capturar al agente ipso facto no son muchas. En el pasado, en el verano de 1940, por ejemplo, cuando enviaron espías con vistas a la invasión, nos fue posible detener a los que llegaban porque los alemanes solían informar a los viejos agentes que ya tenían en suelo británico, señalándole con precisión el momento, lugar y modo en que iban a llegar los nuevos espías.

– Y los antiguos espías trabajaban para nosotros como agentes dobles.

– O estaban encerrados en una cárcel, sí. Pero en este caso, el mensaje dirigido al agente establecido aquí era muy ambiguo, sólo una frase en clave: ejecuta procedimientos de recepción uno.

Asumimos que esa frase dice al agente todo lo que necesita saber. Desgraciadamente, a nosotros no nos dice nada. Sólo podemos hacer suposiciones acerca del modo en que proyectan introducirlo en el país. Y a menos que la suerte se alíe con nosotros, las probabilidades de capturarlo son mínimas, en el mejor de los casos, o sea, en el caso de tener alguna.

– ¡Maldita sea! -exclamó Churchill, al tiempo que su mano descendía hasta el brazo del sillón.

Se puso en pie y sirvió coñac para los dos. Contempló su vaso y murmuró algo para sí, como si se hubiera olvidado de la presencia de Vicary.

– ¿Recuerda la tarde de 1940 en que le pedí que entrara a colaborar con el MI-5?

_Claro, primer ministro.

– Tenía razón, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir?

– Se lo ha pasado en grande, ¿a que sí? Mírese, Alfred, es un hombre completamente distinto. Cielo santo, me gustaría tener un aspecto tan formidable como el suyo.

– Gracias, primer ministro.

– Ha hecho un trabajo fabuloso. Pero no servirá de nada si esos espías alemanes encuentran lo que andan buscando. ¿Entiende?

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