Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Ostentaba el título oficial de Escuela Gubernamental de Claves y Códigos, Sin embargo, de escuela no tenía absolutamente nada. Todo su aspecto indicaba que sí podía ser alguna especie de escuela -se trataba de una enorme y fea mansión victoriana circundada por una verja alta-, pero la mayoría de los habitantes de aquella ciudad ferroviaria de estrechas calles llamada Bletchley daban por sentado que allí dentro se desarrollaba algo portentoso. Cubrían los amplios espacios cubiertos de césped docenas de barracones provisionales. El resto del terreno estaba tan pisoteado que no era más que una serie de senderos de barro gélido. Abandonados e invadidos por la maleza, los jardines eran como pequeñas selvas. La plantilla la formaban una singular colección de personajes: los más brillantes matemáticos del país, campeones de ajedrez, magos de los crucigramas, todos concentrados allí con un solo objetivo, descifrar las claves alemanas.

Incluso en el notoriamente excéntrico mundo de Bletchley Park se consideraba a Denholm Saunders un bicho raro. Antes de la guerra había sido en Cambridge un matemático de primera. Ahora figuraba entre los mejores criptoanalistas del mundo. También vivía en un caserío de los aledaños de Bletchley, con su madre, sus gatos siameses, Platón y Santo Tomás de Aquino.

Entrada la tarde, Saunders estaba sentado ante la mesa escritorio, trabajando en un par de mensajes que la Abwehr había enviado a los agentes alemanes establecidos en Gran Bretaña. El Servicio de Seguridad Radiotelegráfica los interceptó, los consideró sospechosos y los remitió a Bletchley Park para que los descodificaran. Saunders silbaba a todo desafinar mientras su lápiz se deslizaba por el papel del cuaderno de notas, una costumbre que irritaba infinitamente a sus colegas. Trabajaba en la sección de claves manuales del parque. El espacio vital que tenía asignado era reducidísimo y estaba abarrotado, pero resultaba relativamente cálido. Mejor estar allí que en una de las cabañas del exterior, donde los criptoanalistas se esforzaban esclavizados sobre los códigos del ejército y la armada alemanes igual que esquimales en un iglú.

Dos horas después se interrumpieron el rasgueo del lápiz y los desafinados silbidos. Saunders sólo tenía conciencia del ruido de la nieve fundida que gorgoteaba por los canalones del viejo edificio. Aquella tarde, el trabajo había distado mucho de constituir un desafío; habían transmitido las mensajes en dos variantes en un código que el propio Saunders ya había desentrañado en 1940.

– Santo Dios, estos alemanes empiezan a ser un poco aburridos, ¿no? -comentó Saunders sin dirigirse a nadie en particular.

Su superior era un escocés llamado Richardson. Saunders llamó a la puerta, entró y dejó encima de la mesa los dos mensajes descifrados. Richardson los leyó y enarcó las cejas. Un agente del MI-5 llamado Alfred Vicary había enarbolado el día anterior una bandera roja alertando sobre aquella clase de asunto.

Richardson pidió un correo motorizado.

– Hay otra cosa -dijo Saunders.

– ¿De qué se trata?

– El primer mensaje… El agente parecía tener dificultades con el morse. Lo cierto es que pidió al operador que lo enviase dos veces. Son bastante quisquillosos con esa clase de cosas. Podría carecer de importancia. Tal vez se produjo alguna interferencia. Pero puede que no sea mala idea llamar la atención a los muchachos del MI-5 sobre ese detalle.

Richardson pensó: «No es mala idea, desde luego».

Una vez se hubo retirado Saunders, Richardson escribió a máquina una nota en la que describió el modo en que el agente parecía haber bregado laboriosamente con el morse. Cinco minutos después, los mensajes descodificados y la nota mecanografiada emprendían dentro de una bolsa de cuero un viaje de sesenta y ocho kilómetros camino de Londres.

11

Selsey (Inglaterra)

– Era la cosa más extraña que he visto en la vida -le refería Arthur Barnes a su esposa mientras desayunaban.

Como todas las mañanas, Barnes había sacado a pasear por el muelle a Fionna, su querida perra galesa. Una pequeña parte del espacio portuario aún seguía abierto al público, pero el resto había sido clausurado y declarado zona militar restringida. Nadie hablaba de ello. Pero todo el mundo se preguntaba qué estaría haciendo allí el ejército. Tardaba en amanecer aquella mañana, una masa de nubarrones plomizos ocultaban el cielo y llovía de manera intermitente. Sin la correa que la sujetase, Fionna correteaba a sus anchas yendo de un lado a otro por los embarcaderos.

Fionna fue la primera en localizar aquello, después lo hizo Barnes.

– Un condenadamente gigantesco monstruo de hormigón, Mabel. Era como un bloque de pisos caído de lado.

Dos remolcadores lo sacaban al mar. Barnes llevaba unos prismáticos de campaña bajo el abrigo. Un amigo suyo avistó una vez la torre de mando de un submarino alemán y Barnes se moría por echarle también la vista encima a alguno. Sacó los prismáticos y se los llevó a los ojos. El monstruo de cemento estaba ligado a una embarcación cuya proa, ancha y plana; se abría paso a través de una mar bastante picada. Barnes escudriñó su lado del puerto-. «Ya sabes, desde estribor no se puede distinguir bien el puerto» -y localizó un pequeño buque sobre cuya cubierta había un puñado de militares.

– No podía creerlo, Mabel -explicó, al tiempo que daba cuenta del resto de su tostada-. Aplaudían y lanzaban gritos jubilosos, se abrazaban y se palmeaban la espalda. -Sacudió la cabeza-. Imagínate. Hitler tiene al mundo cogido por los pelos cortados al uno y nuestros muchachos se entusiasman porque son capaces de hacer flotar un gigantesco trozo de hormigón.

La gigantesca estructura de hormigón flotante que Arthur Barnes había divisado aquella deprimente mañana de enero respondía al nombre en clave de Phoenix. Tenía sesenta metros de longitud y quince de anchura y desplazaba más de seis mil toneladas de agua. Su interior -invisible desde el punto del puerto en que observaba Barnes- era un laberinto de cámaras huecas y válvulas de escotilla, porque el Phoenix no estaba diseñado para permanecer mucho tiempo en la superficie. Lo habían creado para remolcarlo a través del canal de la Mancha y que luego se hundiera en la costa de Normandía. Los Phoenix sólo eran una pieza del formidable proyecto aliado consistente en construir un puerto artificial en Inglaterra y remolcarlo hasta Francia el Día D. El nombre global en clave de dicho proyecto era Operación Mulberry.

Dieppe les enseñó aquella lección, Dieppe y los desembarcos anfibios en el Mediterráneo. En Dieppe, punto de la desastrosa incursión aliada en Francia en agosto de 1942, los alemanes negaron a los aliados el uso de un puerto durante el mayor espacio de tiempo posible. Antes de abandonarlos destruyeron todos los puertos mediterráneos, inutilizándolos para largos períodos. Los planificadores de la invasión determinaron que era inútil pretender conquistar intacto un solo puerto. Decidieron que hombres y suministros tenían que desembarcar del mismo modo, en las playas de Normandía.

El problema era el estado del tiempo. Los estudios de las condiciones meteorológicas a lo largo de la costa francesa indicaron que allí sólo podía esperarse buen tiempo durante un máximo de cuatro días consecutivos. En consecuencia, los proyectistas de la invasión tuvieron que asumir que los suministros debían trasladarse a tierra firme durante una tormenta.

En julio de 1943, el primer ministro Winston Churchill y una delegación de trescientos oficiales zarpó rumbo al Canadá a bordo del Queen Mary. Churchill y Roosevelt iban a reunirse en Quebec en agosto, al objeto de aprobar los planes de la invasión de Normandía. Durante la travesía, el profesor J. D. Bernal, un físico distinguido, llevó a cabo una espectacular demostración en uno de los lujosos cuartos de baño del buque. Llenó parcialmente la bañera con unos cuantos centímetros de agua: el extremo más superficial representaba las playas de Normandía, la parte más honda era la Bahía del Sena: Bernal posó en la bañera veinte barcos de papel y empleó un cepillo para simular las condiciones de una tormenta. Los barquitos se fueron a pique inmediatamente. Bernal infló entonces un chaleco salvavidas y lo atravesó en la bañera como un rompeolas. Recurrió de nuevo al cepillo para originar una tormenta, pero en esa ocasión los barcos se mantuvieron a flote. Bernal explicó que en Normandía iba a ocurrir lo mismo. Una tormenta crearía caos; se necesitaba un puerto artificial.

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