Donna Leon - Muerte en la Fenice

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Muerte en la Fenice: краткое содержание, описание и аннотация

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El renombrado director de orquesta Helmut Wellauer aparece muerto, envenenado con cianuro potásico, durante una representación de La Traviata en el célebre teatro veneciano de La Fenice. Hasta el comisario Guido Brunetti, acostumbrado a la laberíntica criminalidad de Venecia, se asombra de la cantidad de enemigos que el músico ha dejado en su camino a la cumbre. Pero, ¿cuántos tenían motivos suficientes para matarle?
Conocido y querido ya por miles de lectores, el comisario Brunetti, armado tan sólo con su paciencia y sagacidad, resuelve en esta sugerente novela policíaca su primer caso.
Brunetti es un héroe corriente, es decir, un antihéroe cuya vida es feliz en lo personal y crecientemente desgraciada en lo profesional. Un vago izquierdismo lo une con su esposa Paola y les lleva a compartir de vez en cuando reflexiones amargas sobre la corrupción, la burocracia.
Muerte en La Fenice fue galardonada en Japón con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga y convirtió en poco tiempo a Donna Leon en el gran boom de la novela policíaca en Europa. Un excelente comienzo.
«El verdadero encanto de esta serie reside en el carisma de Brunetti y su apasionada identificación con el alma de Venecia.»
The New York Times Book Review.

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Patta prefería que no se le molestara con los detalles más crudos de asesinatos y demás sórdidos sucesos. Una de las pocas cosas que podían impulsarle a mesarse las bellas ondas de las sienes era que los periódicos insinuaran que la policía era negligente en el desempeño de sus funciones. No importaba si se trataba de un niño que había conseguido romper un cordón policial para dar una flor a un dignatario extranjero, o de africanos a los que se había visto vender droga en la calle. Toda sugerencia de que la policía no ejercía el control absoluto de los habitantes de la ciudad provocaba en Patta paroxismos de una indignación que manifestaba a sus tres comisarios por medio de largos memorándums, según los cuales las faltas por omisión de la policía eran infinitamente más execrables que los crímenes cometidos por la población delincuente. Recogiendo una sugerencia de los periódicos, Patta había declarado varias «alertas contra el crimen», para las que elegía un delito como elegiría un suculento postre del bufete del restaurante, y anunciaba en los periódicos que, en el curso de la semana, el delito en cuestión sería erradicado o, cuando menos, reducido a la mínima expresión. Brunetti, cuando leía algo acerca de la última «alerta contra el crimen» -porque, generalmente, esta información sólo le llegaba a través de la prensa-, no podía menos que pensar en la escena de la película Casablanca en la que el jefe de policía ordenaba que se detuviera a «los sospechosos de costumbre». Se declaraba la «alerta», unos cuantos adolescentes eran sentenciados a un mes de cárcel y las cosas volvían a la normalidad, hasta que una campaña de prensa provocaba otra «alerta».

Brunetti había pensado más de una vez que en Venecia el índice de criminalidad era bajo -uno de los más bajos de Europa y, desde luego, el más bajo de Italia- porque los delincuentes, la mayoría, ladrones, sencillamente, no sabían cómo salir de la ciudad. Sólo alguien que viviera en la ciudad podía orientarse en la maraña de calles estrechas y saber cuál de ellas no tenía salida y cuál desembocaba en un canal. Y los venecianos eran gente de orden, si más no, porque su tradición y su historia les habían infundido un gran respeto por la propiedad privada y la convicción de la imperiosa necesidad de salvaguardarla. De modo que había poca criminalidad y cuando se producía un acto de violencia o, excepcionalmente, un asesinato, el culpable era descubierto rápidamente y con facilidad: el marido, el vecino, el socio. Por norma general, lo único que había que hacer era detener a los sospechosos de costumbre.

Pero Brunetti sabía que la muerte de Wellauer era diferente. Era un hombre famoso, sin duda el director de orquesta más famoso de la época, y había sido asesinado en la «bombonera» de la ópera de Venecia. Como el caso había sido asignado a Brunetti, el vicequestore le haría directamente responsable de toda la publicidad desfavorable que pudiera recaer en la policía.

Brunetti llamó a la puerta y esperó permiso para entrar. Cuando se oyó el grito, empujó la puerta y vio a Patta donde imaginaba encontrarlo: sentado detrás de su enorme escritorio e inclinado sobre un papel al que hacía importante la atención que él le dedicaba. Incluso en un país de hombres bien parecidos, Patta llamaba la atención con su perfil de estatua romana, sus ojos separados y penetrantes y su cuerpo de atleta, a pesar de haber rebasado la cincuentena. Cuando lo fotografiaban para los periódicos, solía ofrecer el perfil izquierdo.

– Ah, por fin -dijo, dando a entender que Brunetti llegaba con varias horas de retraso-. Creí que iba a tener que esperar toda la mañana -agregó, lo cual, en opinión de Brunetti, era exagerar la nota. Como el recién llegado no respondiera, Patta preguntó-: ¿Qué me trae?

Brunetti sacó Il Gazzettino de la mañana del bolsillo y contestó:

– El periódico, señor. Viene en primera plana. -Y, antes de que Patta pudiera impedírselo, leyó-: «Muerte de un gran maestro. Se sospecha que ha sido asesinado.» -Tendió el diario a su superior.

Patta mantuvo la voz sosegada pero rechazó el diario con un ademán.

– Eso ya lo he leído. Me refería a qué ha averiguado.

Brunetti sacó la libreta del bolsillo de la chaqueta. En ella no había escrito nada más que el nombre, dirección y teléfono de la norteamericana, pero mientras Patta lo tuviera allí de pie no podría enterarse de que las páginas estaban casi en blanco. Enfáticamente, el comisario se humedeció el dedo y pasó varias hojas con lentitud.

– La puerta del camerino no estaba cerrada con llave ni habla llave en la cerradura. Esto significa que cualquiera pudo entrar y salir durante la representación.

– ¿Dónde estaba el veneno?

– En el café, supongo. No lo sabré hasta después de la autopsia y del informe del laboratorio.

– ¿Cuándo es la autopsia?

– Esta mañana, según creo. A las once.

– Bien. ¿Qué más?

Brunetti volvió la hoja y contempló más blancura.

– Hablé con los cantantes en el teatro. El barítono vio al maestro, pero sólo lo saludó al pasar. El tenor dice que no lo vio y la soprano, que sólo lo vio cuando llegó al teatro. -Miró a Patta, que esperaba-. El tenor dice la verdad. La soprano miente.

– ¿Por qué lo afirma? -preguntó Patta secamente.

– Porque creo que es la verdad, señor.

Con ostensible paciencia, como si hablara con un niño torpe, Patta preguntó:

– ¿Y por qué lo cree, comisario?

– Porque se la vio entrar en el camerino durante el primer entreacto. -Brunetti no se molestó en aclarar que eso sólo lo había dicho un testigo y que aún no había sido confirmado. Durante su conversación con ella, le pareció que no decía la verdad, quizá sobre eso o quizá sobre otra cosa-. También hablé con el director -prosiguió Brunetti-. Tuvo una disputa con el maestro antes de que empezara la función. Pero no volvió a verlo durante la representación. Creo que dice la verdad. -Patta no se molestó en preguntarle por qué lo creía.

– ¿Algo más?

– Anoche envié un mensaje a la policía de Berlín. -Hojeó la libreta afanosamente-. El mensaje salió a las…

– Eso no importa -cortó Patta-. ¿Qué han contestado?

– Hoy nos enviarán por fax un informe completo, con todo lo que tengan sobre Wellauer y su esposa.

– ¿Qué hay de la esposa? ¿Habló usted con ella?

– Sólo unas palabras. Estaba muy afectada. No me pareció que estuviera en condiciones de contestar preguntas.

– ¿Dónde estaba ella?

– ¿Cuando hablamos?

– No; durante la representación.

– Sentada en la platea. Me dijo que durante el segundo entreacto subió a ver a su marido pero no llegó a hablar con él porque era tarde.

– ¿Me está diciendo que estaba en la zona de bastidores cuando él murió? -preguntó Patta con tanta vehemencia que Brunetti pensó que su superior no necesitaría más para detenerla por el asesinato.

– Sí, pero no sé si llegó a entrar en el camerino.

– Bien, pues procure averiguarlo. -Hasta el propio Patta comprendió que su tono era excesivamente seco, y dijo-: Siéntese, Brunetti.

– Gracias, señor -dijo el comisario cerrando la libreta y guardándola en el bolsillo antes de sentarse frente a su superior. Sabía que el sillón de Patta era unos centímetros más alto que el suyo, algo que el vicequestore consideraba sin duda que le proporcionaba una sutil ventaja psicológica.

– ¿Cuánto tiempo estuvo ella en los bastidores?

– No lo sé, señor. Estaba muy trastornada cuando hablé con ella, y sus palabras no eran muy coherentes.

– ¿Pudo entrar en el camerino? -preguntó Patta.

– Quizá. No lo sé.

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