Antonia sonrió.
– Sí quiero, abuela. Gracias.
A partir de ahí, Antonia se encontró con el día totalmente ocupado. Con la boda fijada para sólo unos días había arreglos por hacer, los cuales requerían de largas discusiones. Antonia tuvo que gentilmente tranquilizar a Lady Sophia, y el duque ejercer su encanto, con el fin de que esta última aceptara la boda apresurada. Los esfuerzos de Antonia tuvieron poco éxito, pero cuando Richard declaró que tenía la firme intención de que la madre de Antonia viviera con ellos en Lyonshall, ella estaba tan contenta y conmovida por su obvio y sincero deseo que gran parte de su temor hacia él la abandonó.
Ya que él había encontrado un momento a solas con Antonia para hacerle esa sugerencia antes, ella estaba en perfecto acuerdo con este plan. Ella y su madre habían conseguido siempre llevarse bien, y Antonia no tenía temores acerca del arreglo.
Con los detalles de la boda más o menos acordados, la atención se dirigió a los últimos restantes preparativos para el día de Navidad. La tradición del castillo era celebrar la fiesta con un gran almuerzo y el intercambio de regalos, lo último era un problema para Antonia. Tenía regalos para su abuela y su madre, por supuesto, pero no había esperado que Richard estuviera aquí.
Así, mientras las decoraciones restantes eran puestas en su lugar y el olor apetecible de la cocina les recordaba a todos la comida por venir al día siguiente, Antonia lidiaba con su problema. Le resultaba extraordinariamente difícil concentrarse, en parte porque Richard había desarrollado el don de atraparla en las puertas por debajo del muérdago, donde se aprovechaba descaradamente de esa particular tradición navideña.
Descubrió muy pronto que su compostura era inquebrantable, sin importarle quien observara el beso o el abrazo, y sin que tampoco al parecer le importara que tan claramente llevara el corazón en la mano. También descubrió que su certeza de la traición de Richard era cada vez menos y menos segura. Él era el hombre del que ella se había enamorado en el principio, y no podía conciliar este hombre con el que la había herido tan profundamente. Podrían haber sido dos hombres completamente diferentes… o un hombre acusado injustamente.
Continuó preocupándose sobre el asunto en algunos momentos, pero no había llegado a ninguna conclusión cierta para el momento en que se retiró a su habitación esa noche. Evidentemente consciente de la presencia de Plimpton en la habitación, Richard la dejó en su puerta con un breve beso. Antonia casi le dijo que no tenía por qué molestarse en ser tan circunspecto, pero al final mantuvo el conocimiento de su sirvienta de la noche que pasaron juntos para sí misma.
– ¿Cobraste tus cinco libras? -preguntó con sequedad.
– Sí, milady.
Sonriendo, Antonia se sentó en su tocador mientras Plimpton le cepillaba el pelo largo y lo trenzaba para la noche como de costumbre. Casi ociosamente, abrió su estuche de joyas y examinó el contenido. No había sido capaz de pensar en un regalo para Richard. Él, sin duda, diría que su acuerdo para casarse con él era el regalo que deseaba, pero sabía muy bien que él tenía un regalo para ella, porque lo había visto bajo el árbol, muy bien envuelto.
Al estar varados por la nieve en un castillo en Gales, difícilmente podría conducir a la tienda más cercana para encontrarle algo apropiado. Por lo tanto, tenía que conformarse con lo que estuviera disponible.
Pensó en el medallón de Linette, un regalo del corazón. Antonia no tenía un medallón que pudiera regalarle a Richard, pero ella tenía un precioso y antiguo prendedor de rubí, que le había pertenecido a su abuelo materno, quien lo había llevado en su corbata. Richard solía llevar una joya de la misma manera para los trajes de noche, y ella sabía que le gustaban los rubíes.
Antonia usó una caja pequeña, de madera tallada, en la que normalmente almacenaba sus pendientes, aparte del resto de sus joyas, para guardar el prendedor, y con un colorido pañuelo de seda envolvió la caja.
A las once, Antonia estaba sola en su habitación y se vistió para la cama como de costumbre. Su regalo para Richard estaba en su tocador, para bajarlo en la mañana y colocarlo bajo el árbol. Con ese problema resuelto, se encontró con sus pensamientos totalmente ocupados con lo que le pasaría a los amantes esa noche.
Había estado en el fondo de su mente todo el día, produciendo una pequeña y fría ansiedad. No había nada que pudiera hacer, insistía su parte racional. Lo que iba a suceder, ya había sucedido. Sin embargo, no podía dejar de preocuparse.
Fuera del castillo, el viento frío del día y el cielo nublado había dado paso finalmente a otra sombría tormenta de invierno, y Antonia se estremeció mientras permanecía de pie junto a la chimenea y escuchaba el gemido del viento en la noche. No esperaba que sucediera nada hasta cerca de medianoche, pero a las once y cuarto comenzó.
Estaba parada junto a la chimenea cuando alcanzó a ver un movimiento cerca de la puerta, y cuando volvió la cabeza, un escalofrío bajó por su columna vertebral. Era la mujer morena con la expresión curiosamente fija, que se había mostrado sólo una vez antes. Había llegado a la habitación de Parker.
Se quedó de pie junto a la puerta, mirando hacia la cama. Cuando Antonia miró en esa dirección, sintió una leve conmoción al descubrir que la cama de Parker de un siglo antes era exactamente donde estaba actualmente la cama de Antonia, tal vez incluso era la misma cama. No podía dejar de sentirse rara ante el pensamiento de que él podría haber regresado de la habitación de Linette cada amanecer y haberse metido en la cama con ella misma.
Él yacía allí ahora, usando su bata como si tuviera la intención de descansar por unos pocos minutos. Sin embargo, parecía estar dormido. No se movió mientras la mujer morena se movía lentamente hacia la cama y se lo quedaba mirando. Estaba vestida o parcialmente vestida con un camisón tan transparente que su cuerpo era claramente visible bajo él. Miró hacia la mesa junto a la cama, y una extraña sonrisa curvó sus labios delgados.
Antonia miró también, y vio la forma vaga de una taza sobre la mesa. Volvió su mirada a la mujer, desconcertada e inquieta. ¿Cuál era la importancia de la taza? ¿Y por qué esta mujer estaba en la habitación de Parker?
Mientras miraba, la mujer se agachó hacia el hombre dormido y pareció estar buscando algo. Un momento después, se enderezó, un medallón de oro con forma de corazón colgando de sus dedos.
– No -murmuró Antonia, sobresaltada-. Linette se lo dio a él. ¡No tienes derecho!
Al igual que los amantes, la mujer no mostró ninguna conciencia de un intruso de carne y hueso. Se puso la cadena alrededor del cuello y miró el medallón, a continuación, muy deliberadamente lo abrió y sacó el rizo de cabello de fuego de Linette, dejándolo caer al suelo con una expresión desdeñosa y luego moviéndose para moler el recuerdo bajo su zapatilla. Miró a Parker por un momento, un ceño juntando sus cejas mientras él movía la cabeza sin descanso.
– Despierta -murmuró Antonia, apenas dándose cuenta que había hablado en voz alta. Sintió un frío y horrible presentimiento-. Por favor, despierta y detenla.
Él seguía moviéndose torpemente, con los ojos cerrados todavía, y Antonia estuvo repentinamente segura de que la taza contenía algo para hacerlo dormir. Ella sentía más frío por momentos, mientras observaba los dedos ágiles de la mujer desatar el lazo de su transparente camisón y abriendo los bordes de la tela para desnudar sus pechos llenos casi hasta los pezones.
Con sus ojos negros fijos en el durmiente Parker, la mujer avanzó lentamente. Soltó el pelo de su trenza y lo peinó con los dedos, deliberadamente desordenándolo. La parte superior de su cuerpo pareció balancearse, el medallón de oro se movió entre sus pechos pálidos, y ella apuntaló sus piernas un poco separadas. Sus manos dejaron su cabello para deslizarse lentamente por su propio rostro, descendiendo entonces por su garganta, hasta su cuerpo.
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