– ¿A qué ironía te refieres?
Kayla se levantó y cruzó la habitación para acercarse a él.
– Es una prueba -susurró. Buscó su mirada, alzó la mano y la deslizó provocativamente por sus senos y la generosa curva de sus caderas. Sus pezones se erguían contra la tela de la camiseta de color crema que se había puesto para la cena.
A Kane se le secó la boca. Desear a Kayla no era ninguna novedad. Comenzaba a convertirse en algo tan cotidiano como respirar. Pero en aquel momento, era terriblemente inadecuado, a pesar de que su cuerpo parecía decidido a ignorar todos sus recelos.
– ¿Una prueba de qué? -preguntó con voz ronca.
– Esto -deslizó las manos sobre sí misma otra vez- es una ilusión.
– Una hermosa ilusión -que lo había atormentado desde la primera vez que la había visto.
Pensar en su primer encuentro le hizo comprender lo que Kayla estaba intentando decirle. Recordó su incapacidad para aceptar sus cumplidos y sus retiradas cada vez que se acercaba demasiado a ella. El había conseguido romper sus barreras, pero no sin esfuerzo. Miró aquel cuerpo, que parecía hecho para el pecado.
– Pero no es eso lo que cuenta -dijo.
– Tú eres la primera persona que lo reconoce. La primera persona capaz de mirar más allá de mi aspecto. Mírame, yo, el bomboncito del colegio del que todo el mundo pensaba que era una mujer con la que cualquiera podía acostarse, detrás de un negocio de prostitución -dijo con una carcajada amarga.
A Kane le habría gustado poder retroceder en el tiempo y abofetear a cualquiera que se hubiera atrevido a mirarla con descaro. Y si a alguno se le hubiera ocurrido ponerle un solo dedo encima, entonces…
Kayla acarició el ceño que oscurecía el rostro de Kane y sonrió.
– No pongas esa cara de enfado. Crecí oyendo cómo me insultaban. Las palabras ya no pueden hacerme ningún daño -lo miró fijamente a los ojos-. Pero la falta de fe en mí, en mis capacidades, sí puede hacerme daño. Tú puedes hacerme daño.
Kane sacudió la cabeza con gesto de pesar. Había vuelto a seducirlo. Aquella mujer era un desafío. Lo intrigaba cada vez más. Y aunque no sólo lo tentaba, sino que lo seducía de muchas maneras, Kayla Luck estaba muy lejos de ser una mujer fácil. Atrapado en su propia trampa, a Kane no le quedaba más remedio que apoyarla y asegurarse de hacer condenadamente bien su propio trabajo.
Sin errores y sin permitirse ninguna distracción.
Tras terminar de ducharse, Kayla entró en el dormitorio y se sentó en el borde de la cama. Sola.
Desde allí, oía a Kane merodeando por la cocina.
Miró las dos opciones de pijama que tenía aquella noche. Por una parte, la camiseta que Kane había sacado el primer día del cajón; por otra el camisón de encajé que había robado del cajón de su hermana.
El sonido del timbre la sobresaltó. Se apartó el pelo húmedo de la frente, se ató con fuerza el albornoz y salió hacia la puerta.
No había dado dos pasos cuando oyó la voz de su hermana.
– Nada de regañinas, detective. Tengo derecho a llevar ropa limpia.
– ¿No has oído hablar nunca de las lavadoras? -preguntó Kane.
– Estaré fuera de tu vista en menos de cinco minutos. Diez mejor. También me gustaría poder ver a la prisionera.
Kayla soltó una carcajada. Una conversación con su hermana era justo lo que necesitaba.
Abrió la puerta del dormitorio al mismo tiempo que Catherine estaba empujando desde el otro lado.
– Bueno -comentó Catherine-, por lo menos no te tiene encerrada.
– No podría mantenerme cerrada aunque quisiera -contestó Kayla sonriente.
– ¿Lo ves? -preguntó Catherine inclinando la cabeza y mirando por encima de su hombro-. Está bien enseñada, McDermott. Si la quieres, tendrás que luchar para conseguirla.
Kayla agarró a su hermana del brazo, la arrastró al interior del dormitorio y cerró la puerta tras ella.
– ¿Es que te has vuelto loca?
– Simplemente intento que se mantenga alerta. Algo que deberías estar haciendo tú, por cierto. Venía imaginándome que iba a interrumpir un ardiente encuentro sexual y te encuentro aquí, en tu dormitorio, con esa bata andrajosa y a Kane en el otro lado de la casa, cerrando armarios y gruñendo.
– Eso es porque has llamado al timbre.
– Puedo ser discreta si tengo que hacerlo -se dejó caer en la cama-. Y ahora dime por qué no tengo que hacerlo.
Kayla se azoró al ver a su hermana acariciando el camisón de encaje que ella había tomado prestado.
– Mmm. Ahora sí que tenemos algo interesante. Supongo que me he precipitado un poco a la hora de sacar conclusiones. Lo siento, ya veo que al final no has necesitado siquiera mi consejo.
– Te equivocas. Levántate.
– ¿Que me levante? ¿Por qué? Estoy muy cómoda.
– Levántate.
Catherine obedeció, miró hacia abajo y vio la camiseta sobre la que acababa de sentarse. Abrió entonces los ojos de par en par y gimió.
– Cariño, llevas estos harapos desde que éramos adolescentes. Y me parece una camiseta perfecta para estar en casa con tu hermana, pero no para seducir a un hombre.
Kayla fijó la mirada en la camiseta y su mente comenzó a recordar todas las veces que Kane la había besado mientras llevaba ella aquella prenda.
– Vuela a la tierra, Kayla -Catherine ondeó la mano delante de sus ojos-. No sé dónde estabas, pero es evidente que has elegido bien el sitio -levantó el camisón de encaje.
Aquél era el estilo de Cat, pensó Kayla. No el suyo. Volvió a sonreír. Las cosas entre Kane y ella eran sensuales, ardientes y… sinceras. No necesitaba ninguna ropa especial para atraer a aquel hombre. Si algo había aprendido durante aquellos días de convivencia con Kane, había sido a aceptarse a sí misma tal y como era.
Tenía que agradecerle a Kane que le hubiera abierto los ojos. Le había dado una autoridad sobre sí misma de la que siempre había carecido. Si quería, se sentía perfectamente capaz de tentarlo, sin necesidad de ninguna lencería especial. Si quería.
La cuestión no era qué debía ponerse para ir a la cama, sino si debía invitar a Kane a reunirse con ella.
Venciendo todos sus temores, Kane había permitido que participara en el caso de Charmed. Se había mostrado de acuerdo porque creía en ella. Pero no le gustaba y estaba preocupado por su capacidad para protegerla, por mantener ese instinto que lo convertía en un policía eficaz.
Y Kayla lo quería demasiado para poner en peligro su carrera. Lo amaba. Que el cielo la ayudara.
A pesar de todas sus esfuerzos para mantener el control en todo lo que a Kane concernía, se había enamorado miserablemente de él.
Cat sonrió de oreja a oreja.
– ¡Vaya! Ya me siento mejor -miró el reloj-. Bueno, ya han pasado los cinco minutos. De un momento a otro comenzará a aporrear la puerta tu guardián -se inclinó hacia su hermana y le dio un abrazo-. Sólo voy a buscar algo de ropa y me quitaré de en medio.
– Cuídate, Cat. Este lío todavía no ha terminado.
– Lo haré, lo sabes. Y cuídate tú también.
Kane no podía pasarse el resto de la noche dando vueltas en la cocina. Además, no le estaba sirviendo de nada. Kane había tenido que soportar la ducha de Kayla. Había escuchado el agua corriendo rítmicamente sobre su piel de seda. Había imaginado los chorros de agua corriendo por sus curvas, deslizándose por su piel… Se aferró al mostrador de la cocina y emitió un gruñido.
– ¿Te ocurre algo?
Sus entrañas se retorcieron todavía más ante el sonido de su voz. Se volvió. Kayla tenía un aspecto cordial, acogedor.
Y él se sentía acogido. Una sensación que no había experimentado hasta entonces, no con una mujer.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó.
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