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Carly Phillips: Una semana en el paraíso

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Carly Phillips Una semana en el paraíso

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Después de acceder a casarse sin estar enamorada, Samantha Reed necesitaba probar, al menos una vez en la vida, el verdadero deseo, así que decidió tomarse una semana de vacaciones en la que experimentar todo lo que no iba a tener después: lujuria, pasión, éxtasis… y todo ello, con un extraño. Un camarero sexy como el mismo pecado parecía el hombre ideal con quien disfrutar y a quien poder abandonar después sin mirar atrás. Ryan Mackenzie, Mac, no era en realidad un camarero, sino el dueño de un complejo hotelero, aunque no estaba dispuesto a reconocerlo, sobre todo porque Samantha parecía desearle tal y como era. Había disfrutado con ella una deliciosa semana… y había llegado a la conclusión de que necesitaba tenerla para siempre. Aunque descubrir que Samantha ya estaba prometida no iba a ayudar a su propósito.

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Carly Phillips Una semana en el paraíso 1999 Karen Drogin Título original - фото 1

Carly Phillips

Una semana en el paraíso

© 1999, Karen Drogin.

Título original: Brazen.

Traducida por Inmaculada Navarro Manzanero.

Capítulo 1

Definitivamente, el coche estaba averiado. Samantha Reed se bajó de lo que la empresa de alquiler de coches había definido como su mejor coche de tamaño medio, sin molestarse en intentar arrancarlo una sola vez más. Su último estertor había dejado bien claras las cosas. Aunque no le gustaba la idea de abandonar el coche en el desierto, no tenía elección. La casa de alquiler tendría que enviar una grúa a recoger aquella joya. La pena era que no enviaran también una patrulla de rescate a buscar al conductor. Inspiró profundamente aire y polvo y echó un último vistazo a su espalda, consciente de que no podía hacer otra cosa. El sol de Arizona había empezado a ocultarse tras las montañas del horizonte y, si esperaba allí mucho más, tendría que hacer autostop en la oscuridad. Y no era que hacerlo a la luz del día le hiciera tampoco demasiada gracia, pero no iba vestida para andar de excursión por el desierto.

Recogió el bolso, dejó el equipaje en el coche y tiró del borde de la falda de seda que se había comprado para el viaje, pensando en el calor del desierto. Claro que no había contado con salir de excursión con ella puesta. Aquel atuendo había sido un error. Ojalá no tuviera que decir lo mismo al final de la semana.

Si el futuro que la aguardaba era un matrimonio tan seco como aquel desierto olvidado de Dios, estaba decidida a comprimir toda una vida de diversión, lujuria y pasión en el tiempo que le quedaba. La semana siguiente conocería al que iba a ser su prometido en un seminario de riesgos financieros que se celebraba en uno de los hoteles más lujosos de Arizona, pero antes quería correr unos cuantos riesgos por su cuenta. Se merecía por lo menos eso, teniendo en cuenta que iba a sacrificar su vida y su felicidad futura por su padre. Años de obediencia la habían llevado a aquella situación, a estar a punto de casarse con un hombre al que no quería. Un hombre quince años mayor que ella. Un hombre al que apenas conocía.

Bajó del coche, se tambaleó un poco sobre los zapatos de tacón y tuvo que volver a estirarse una vez más la minifalda. No se veía ni un solo coche transitando por aquella carretera, pero no estaba dispuesta a pasar la noche rodeada por la fauna salvaje de Arizona. Por encima del hombro ojeó la extensión de vacío que quedaba a su espalda, que no podía ser peor que el futuro que la esperaba a ella.

En un mes diría adiós a sus sueños de felicidad. Pero quería… no, necesitaba tener algunos recuerdos que la ayudasen a superar las noches frías que la aguardaban. No podría experimentar por sí misma lo que sus padres habían compartido: un amor profundo y que los ensimismaba tanto al uno en el otro que había llegado a excluir a su propia hija. Pero la pasión sí que podía experimentarla antes de llegar al altar, porque sólo en aquel momento, cuando ya era demasiado tarde, se había dado cuenta de que se había pasado sus veintinueve años de vida haciendo sólo una cosa: complacer a sus padres para intentar ganarse su amor. Un ejercicio inútil, porque ellos ya la querían, aunque a su manera. Pero no era suficiente para ella, y en su búsqueda de más, había dado todo lo que tenía.

Cuando le prometió a su madre a las puertas de la muerte que cuidaría de su padre, fue la primera vez que se sintió dentro del círculo familiar. Su madre le había pedido ayuda, y ella le había dado su palabra libre e incondicionalmente. Pero no se había parado a pensar de qué modo podía cambiar su vida una promesa. Su padre era agente de bolsa, y las cosas habían empezado a irle mal de pronto. Al quedarse viudo, había dejado de prestar atención a su negocio, y después, para compensar, había arriesgado el dinero de sus clientes en varias inversiones peligrosas con la esperanza de recuperar rápidamente el dinero y así no perder el negocio. Pero las cosas no le habían ido bien, y para colmo, había invertido sus ahorros personales, de modo que la espiral de deudas en la que se había metido dejaba su futuro pendiente de un hilo. Y como ella tenía en sus manos la posibilidad de arreglarlo todo, estaba dispuesta a hacerlo.

Tom, su nuevo jefe y amigo de su padre del club de campo, le había ofrecido la solución. Más que solución, era casi un chantaje. Casándose con Tom, su padre dispondría de dinero suficiente para pagar a sus acreedores, entre los que se encontraba la Hacienda Pública, sin tener que declararse en bancarrota. Que después de saldar sus deudas fuese capaz de volver a empezar, era harina de otro costal. Samantha le había ofrecido sus ahorros, pero ni siquiera un asesor financiero como ella que vivía desahogadamente podía mitigar el capital de sus deudas. Ese no era el caso de un hombre que trapicheaba comprando y vendiendo empresas a capricho, de modo que el ofrecimiento de Tom había sido difícil de rechazar.

A ella le importaba bastante poco que los Reed fuesen la comidilla del club de campo, pero a su padre sí. Le quedaba muy poco y el club era su única forma de contacto con el exterior. Sin esa vía, se quedaría en un rincón, sumido en la depresión, y Samantha no estaba dispuesta a permitirlo. No si podía evitarlo. Y eso era precisamente lo que le había dicho Tom.

Estaba dispuesto a proporcionarle a su padre el dinero que necesitase a cambio de una esposa, una anfitriona y un trofeo que lucir en el brazo. Cualquier mujer atractiva podría satisfacer esas necesidades, pero Samantha poseía una cualidad extra: entendía su negocio y sabía cómo tratar tanto a sus clientes como a la competencia. Le había ahorrado el tiempo y el esfuerzo de salir con mujeres de cabeza hueca que estaban dispuestas a ser la esposa de un rico empresario. Al menos, eso le había dicho él.

Con sus últimas horas de libertad en las manos, sus sueños habían dejado paso a un plan apresuradamente concebido por el que disfrutaría de un interludio erótico con un extraño de su elección. Había recurrido a sus ahorros para poner en marcha aquel plan, lo que incluía el coche de alquiler que quedaba como muerto a su espalda. Y si quería tener una aventura sin complicaciones ni lazos con el hombre más deseable que pudiera encontrar, tenía que llegar primero a su destino.

Haciéndose sombra con una mano sobre los ojos, escrutó la carretera que se extendía ante ella. ¿Qué dirección tomar? Si no recordaba mal, había pasado por delante de una especie de rancho hacía un rato. Tenía que quedar a unos dos kilómetros…

Una ligera brisa sopló cuando el sol terminó de ocultarse tras las montañas, y Samantha sintió un escalofrío. Apretó el paso e intentó no pensar en lo culpable que se sentía cada vez que cuestionaba su plan. Una vez se hubiera casado con Tom, sería la mujer fiel que él esperaba, pero aún no estaba casada y aquella semana sería el sustituto de la luna de miel que nunca tendría.

Menuda forma de empezar. Aquellos dichosos zapatos no le permitían avanzar todo lo rápido que ella deseaba, así que se los quitó, y el ritmo del paso creció, lo mismo que el dolor que le producían las pequeñas piedras de grava que había en el borde de la carretera.

La oscuridad era ya casi total cuando vio las luces en la distancia. Tenía los pies destrozados, estaba muerta de sed y las lágrimas debían haberle emborronado la cara. La palabra desesperada no bastaba para describir su estado de ánimo. En aquel estado, sería capaz de ofrecerle su cuerpo al primer hombre que le ofreciera un lugar donde sentarse, un hombro sobre el que llorar y algo fresco para beber. No necesariamente en ese orden.

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