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Carly Phillips: Una semana en el paraíso

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Carly Phillips Una semana en el paraíso

Una semana en el paraíso: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de acceder a casarse sin estar enamorada, Samantha Reed necesitaba probar, al menos una vez en la vida, el verdadero deseo, así que decidió tomarse una semana de vacaciones en la que experimentar todo lo que no iba a tener después: lujuria, pasión, éxtasis… y todo ello, con un extraño. Un camarero sexy como el mismo pecado parecía el hombre ideal con quien disfrutar y a quien poder abandonar después sin mirar atrás. Ryan Mackenzie, Mac, no era en realidad un camarero, sino el dueño de un complejo hotelero, aunque no estaba dispuesto a reconocerlo, sobre todo porque Samantha parecía desearle tal y como era. Había disfrutado con ella una deliciosa semana… y había llegado a la conclusión de que necesitaba tenerla para siempre. Aunque descubrir que Samantha ya estaba prometida no iba a ayudar a su propósito.

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El número de parroquianos se había cuadruplicado desde que ella llegara, y Mac trabajaba sin un minuto de descanso.

– Está desbordado.

– Y mal pagado -añadió Zee.

– Te he oído -contestó Mac, mirándolo con cara de pocos amigos.

Sam ladeó la cabeza.

– Trabajar duro no es algo de lo que haya que avergonzarse.

– Le ha dado la noche libre a su camarera -explicó Zee.

– Me ha parecido verla antes.

– Era ella, sí. Pero a Mac le ha parecido que debía quedarse en casa cuidando de su madre que está enferma en lugar de cuidar de unos cuantos viejos como nosotros. Incluso le ha pagado la noche de trabajo… aunque sin las propinas, no será lo mismo.

Eso explicaba la transacción que había presenciado y el abrazo de gratitud. Y con lo mal que se había sentido ella al verlo…

– Ha sido un gesto magnífico por su parte -murmuró. No sólo se había tropezado con un hombre sexy, sino más caballero que sir Galahad. Un hombre guapo y con carácter.

– El chico tiene un corazón de oro. Siempre lo ha tenido. Claro que también es verdad que tiene un genio que no hay quien lo aguante.

Mac se detuvo delante de ellos.

– Es que tú eres capaz de sacar lo mejor de mí -replicó, riéndose. La luz que brillaba en sus ojos y las líneas que delimitaban su boca le hizo sentir un escalofrío en zonas muy estratégicas de su cuerpo. Jamás se había sentido así.

Zee miró sus vasos.

– ¿Vas a quedarte ahí sentada toda la noche? Mira y aprende, preciosa.

Sam había visto aquella maniobra en más de una ocasión en la universidad, pero nunca realizada por un hombre de ochenta años.

– ¿Estás seguro de que debe hacer algo así? -le preguntó a Mac mientras Zee se secaba los labios en la manga.

– Al parecer, lo hace mejor que tú.

Era un desafío, así que imitando los movimientos de Zee, se colocó la sal entre los dedos, la lamió, vació el contenido del vaso y se llevó el limón a la boca.

– No está mal para una principiante -la felicitó Zee, y volvió a llenar sus vasos.

Sam miró a Mac en el momento en que se llevaba la fruta a los labios… porque acababa de beberse un vaso de agua mezclada con colorante. Él lo sabía, y con un guiño le indicó que siguiera el juego.

Un detalle más del caballero de brillante armadura. Respetaba a los mayores y se ocupaba de las mujeres en desgracia.

Mac como quiera que se apellidase era un trabajador sexy, duro, sexy, decente, sexy y guapo. El hombre perfecto para su propósito. No podría haber encontrado nada mejor.

Pero primero debía ocuparse del bar, y tal y como iba la noche, necesitaría ayuda.

Se había quedado sin cerveza. Las mujeres que acudían al Hungry Bear nunca dejaban de sorprenderlo. The Resort estaba siempre abastecido del mejor vodka, mientras que Bear disponía de una buena reserva de cerveza negra. El mismo estado, pero dos clases completamente distintas de mujeres, pensó Mac mientras entraba a la trastienda en busca de más cerveza.

Apartó una caja para alcanzar un barril cuando un aroma conocido lo alertó de que tenía compañía. Levantó la cabeza, pero aun antes de volverse supo de quién se trataba. Samantha.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó.

Aquella mujer era una distracción que no podía permitirse en aquel momento. Más tarde, cuando hubieran cerrado, quizá. Si ella estaba dispuesta. Pero no en aquel momento.

– Acaba de entrar una pareja y querían una cerveza. El barril estaba vacío y no he visto botellas por ningún lado, así que…

– ¿Estabas atendiendo el bar?

– No había nadie más que pudiera hacerlo -se defendió.

– Le he dicho a Zee que echase un vistazo.

– Zee piensa que está borracho.

Ese comentario rompió la tensión y ambos compartieron la risa.

– Ya veo que cuidas de él -dijo Sam. Aprobación y algo más brillaba en sus ojos.

– Alguien tiene que hacerlo… es el padre de Bear. El hombre perdió a su mujer hace algunos años y necesita que alguien le preste un poco de atención. Por cierto, has sido muy amable con él.

No mucha gente estaría dispuesta a hacer feliz a un viejo. Los clientes de Bear lo aguantaban por Bear y porque, como Mac, lo conocían de toda la vida. Pero Samantha lo había hecho por un desconocido.

– ¿Cuánto tiempo llevaban casados?

– Más de cincuenta años.

– Mucho tiempo.

– No para ellos. Se querían de verdad.

¿Desde cuándo era él el portavoz de los casados? No era que le importase sentar la cabeza un día… incluso, nada le gustaría más que eso. Pero no creía que llegara a encontrar una mujer lo bastante honesta y sincera con la que mereciera la pena correr el riesgo.

Entonces miró a Samantha. ¿Habría llegado ese momento?

Quería tener la oportunidad de averiguarlo.

– Al menos esos años estuvieron llenos de amor -dijo ella.

Mac la miró a los ojos.

– Es que no me parece posible atarse a una persona por otra razón que no sea ésa.

Ella carraspeó.

– ¿Te importaría cambiar de tema?

– ¿Por qué? ¿Es que hablar del matrimonio te hace sentir incómoda? -preguntó, intentando no darle importancia, aunque sabía que, si conseguía lo que pretendía, tendría todo el tiempo después para hacerla hablar de sus secretos. Era obvio que guardaba muchos-. No se lo digas a Zee o te ganarás un sermón sobre tradiciones, respeto y amor a la antigua usanza.

La risa tan característica de Zee, que más parecía un cacareo, llegó hasta donde estaban y Sam sonrió.

– Es inofensivo… y muy dulce -cerró la puerta a su espalda y se acercó a él. Olía a su jabón en lugar de a melocotones, pero aquel olor le resultó igualmente atractivo-. Un poco parecido a ti -añadió con la voz algo temblorosa.

Él le hizo levantar la cara empujándola por la barbilla con un dedo.

– Cariño, yo soy el hombre menos dulce que puedes encontrar por estos contornos.

Frío, hosco, reprimido, desinteresado… una lista de los adjetivos más suaves que las mujeres que visitaban The Resort habían empleado para describirle después de que hubiera rechazado sus avances. Pero había aprendido la lección y sabía que decirles que no con suavidad nunca funcionaba.

– Preferiría juzgar por mí misma.

Y empujándole por los hombros, le hizo retroceder hasta quedar apoyado contra la pared.

Entonces lo besó. Rápida e intensamente, como si no quisiera concederse a sí misma la posibilidad de cambiar de opinión. Y por él, así era perfecto. Ella había dado el primer paso e iba a asegurarse de que no lo lamentara.

Pero Sam no le concedió esa oportunidad, porque se separó de él antes de que tuviese tiempo de tomar lo que deseaba, lo que ella parecía estarle ofreciendo un segundo antes.

Con los ojos abiertos de par en par y las pupilas dilatadas por la pasión, lo miró.

– No sé en qué estaba pensando para… abalanzarme así.

Su inseguridad le conmovió.

– Yo tampoco sé en qué estarías pensando, pero ¿me has oído quejarme?

Ella sonrió.

– ¿Quieres decir que te ha gustado?

Mac la sujetó por los brazos.

– ¿De verdad necesitas que te conteste? Porque, si es así, mi técnica debe estarse oxidando.

Dio un paso hacia delante y, como ella no retrocedió, la abrazó de nuevo.

– Puedes confiar en mí.

– Lo sé.

Su sonrisa le tranquilizó y la besó sin retenerse, y ella le respondió del mismo modo. Al parecer lo que necesitaba era mayor seguridad, y una vez que él se la dio, se relajó en sus brazos.

La blusa se le había escurrido de un hombro, y aunque no fuese un gesto abiertamente sexual, le excitó más allá de lo imaginable. Dejándose llevar por un impulso, tiró hacia abajo de la blusa y el sujetador lo suficiente para poder paladear uno de sus pezones. Su gemido de placer fue una respuesta perfecta.

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