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Carly Phillips: Una semana en el paraíso

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Carly Phillips Una semana en el paraíso

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Después de acceder a casarse sin estar enamorada, Samantha Reed necesitaba probar, al menos una vez en la vida, el verdadero deseo, así que decidió tomarse una semana de vacaciones en la que experimentar todo lo que no iba a tener después: lujuria, pasión, éxtasis… y todo ello, con un extraño. Un camarero sexy como el mismo pecado parecía el hombre ideal con quien disfrutar y a quien poder abandonar después sin mirar atrás. Ryan Mackenzie, Mac, no era en realidad un camarero, sino el dueño de un complejo hotelero, aunque no estaba dispuesto a reconocerlo, sobre todo porque Samantha parecía desearle tal y como era. Había disfrutado con ella una deliciosa semana… y había llegado a la conclusión de que necesitaba tenerla para siempre. Aunque descubrir que Samantha ya estaba prometida no iba a ayudar a su propósito.

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– Estaba intentando sugerirte que te dieras una ducha -dijo, y dio media vuelta.

– Mac, espera.

Él se volvió.

– Lo siento. Es que soy nueva en esto… supongo que ya te has dado cuenta al ver cómo he sacado conclusiones precipitadas y…

Mac volvió a entrar en el baño y su presencia la silenció. La tentación era demasiado fuerte para él y se acercó a ella para tomar un mechón de su pelo de ébano y enrollarlo alrededor de su dedo mientras hablaba.

– ¿Nueva en qué? -preguntó.

– En esto. En lo que está ocurriendo entre nosotros.

– ¿Es que hay algo entre nosotros?

Tras su vehemente negativa, necesitaba saber qué quería, antes de seguir adelante.

Lo miró a los ojos, y en la profundidad de color violeta brillaba la sinceridad.

– Tú sabes que sí.

Era admirable que se hubiese atrevido a admitirlo tan claramente, aunque lo que había entre ellos era demasiado fuerte para ser ignorado.

– ¿Y qué vamos a hacer al respecto… -preguntó, y acarició su barbilla con el extremo de su mechón de pelo-, Sam?

De pronto le pareció importante respetar sus deseos.

Un temblor sacudió su cuerpo y suspiró con suavidad.

– No lo sé.

Y se acercó a él hasta que apenas los separaba una fracción de aire.

Su lenguaje corporal le estaba diciendo a Mac lo que quería saber. Quería recorrer la distancia que los separaba. Necesitaba saborear sus labios y descubrir sus secretos, porque su intuición le decía que aquella mujer tenía muchos. Pero su respuesta no había sido lo suficientemente buena.

La miró a los ojos. Lo deseaba, pero había otras cosas que necesitaba aún más, como una ducha y un poco de tiempo a solas.

Soltó despacio su mechón de pelo y rozó su hombro al hacerlo.

– La casa de alquiler de coches te enviará uno nuevo. Mientras, te dejaré las maletas en la habitación de al lado. Cuando hayas terminado, estaré abajo.

Ella sonrió.

– Gracias. Eres un buen chico, Mac.

¿Un buen chico? Era un idiota. ¿Qué tendría aquella mujer que le hacía actuar con tanta nobleza? No le cabía duda de que con unas cuantas palabras cariñosas y sus caricias, estaría con ella en la cama, y sin embargo, bajaba las escaleras para enfrentarse a un bar lleno de gente, un puñado de viejetes ruidosos y un problema importante, tal y como descubrió al llegar al último peldaño.

– ¿Qué quieres decir con que Theresa me está esperando porque quiere hablar conmigo? -Mac miró hacia donde su única camarera estaba sentada, haciendo añicos una servilleta de papel-. ¿No debería estar trabajando?

– Ha servido unas cuantas copas mientras tú estabas arriba. Y ha roto otras cuantas, también -añadió Zee.

– ¿Y eso?

– Es que no le ha gustado que Hardy le palpase el trasero -la risa de Zee llenó sus oídos, pero su expresión enseguida se volvió seria-. Su madre se ha caído al salir de la bañera y se ha roto la cadera.

Mac murmuró entre dientes, consciente de que no podía retener allí a Theresa si la necesitaban en casa, aunque fuese una de las noches de mayor afluencia de clientes.

– Hablaré con ella. ¿Algo más que deba saber?

– Hardy está detrás de la barra aguando las bebidas. Earl se ha bebido ya más de las que ha servido y el equipaje de esa señorita tan sexy está en aquel rincón -señaló.

– ¿Y tú qué estabas haciendo?

– Revisando los carnés en la puerta. Menos de una copa C de sujetador, y no entran -sonrió.

– Vamos, Zee. Ya sabes que no se pueden hacer discriminaciones. Aunque ni siquiera necesiten sujetador, déjalas pasar.

A Mac le gustaba verle reír. Quería de verdad al hombre que le había tratado como a su propio hijo.

– ¿Quieres que me ocupe de subir las maletas?

– No, gracias, ya lo haré yo.

No quería arriesgarse a que Zee hablase más de la cuenta, así que subió él mismo el equipaje de Samantha. Si era una mujer de las típicas tardaría un buen rato en bajar, de modo que tendría tiempo suficiente de poner su libido bajo control. Era una pena tener que hacerlo, además porque su cuerpo protestaba con ardor, pero los buenos chicos eran siempre fieles a su palabra… tanto a los amigos como a una desconocida, así que volvió a colocarse la gorra y regresó al trabajo.

Apenas habían pasado quince minutos cuando la mujer que le había puesto en aquel estado de excitación bajó al bar. Debería haberse imaginado que no había nada de típico en su Samantha.

Se acomodó en el primer taburete que encontró vacío, lo cual no era tarea fácil en la Noche de las Chicas, y apoyó los brazos en la barra del bar. Debajo del cristal, peniques con la cara de Lincoln la miraron. Le gustaba el ambiente algo añejo de aquel lugar.

Acostumbrada a frecuentar lugares como el Lincoln Center y los mejores restaurantes de Nueva York, le gustó la sensación de estar en un lugar donde podía relajarse sin más. Aunque el concepto de relajación fuese un tanto relativo, teniendo a Mac tan cerca, aunque al otro lado de la barra, y hablando con una joven que llevaba un pequeño delantal puesto. Debía ser su camarera, y no parecía estar muy contenta.

Aunque no podía oír su conversación, era evidente que se trataba de algo serio. Mac negó con la cabeza, sacó dinero de la caja registradora y se lo entregó. Ella intentó devolvérselo, pero Mac no se lo permitió y la joven lo abrazó con fuerza. Segundos después, Mac volvía al centro del bar.

Enseguida empezó a moverse entre los clientes, mayoritariamente mujeres aquella noche. Sam podría haberse estado horas contemplando la gracia y seguridad de sus movimientos, la habilidad con que manejaba copas, botellas y vasos, como si llevara haciéndolo toda su vida.

Y podía ser así, porque sabía bien poco de él, aparte de que era capaz de desbocar su pulso tan sólo con una mirada y de que confiaba en él.

De otro modo, jamás se acostaría con él. Estaba segura de que era capaz de amar apasionadamente. Si quería diversión, excitación y noches ardientes, había ido a parar al sitio adecuado. «Piénsalo… y me haces saber lo que decidas», le había dicho. Así que lo único que tenía que hacer era dejar a un lado sus temores y dar el primer paso. La imagen de Tom y toda una vida de camas e incluso habitaciones separadas aumentó su resolución.

– Hola, preciosa. ¿Puedo invitarte a tomar algo?

Reconoció a uno de los hombres que la habían rodeado al entrar.

– Claro.

– Eh, Mac -gritó el hombre para vencer el ruido del bar-, dos tequilas… y no te olvides del limón.

Mac se volvió hacia ellos y arqueó las cejas antes de acercarse. Sam sintió que se le hacía un nudo en el estómago y que la garganta se le quedaba seca. Sabía lo que quería, pero lo difícil iba a ser hacérselo saber.

Se detuvo frente a ella y apoyó las manos en la barra. Incluso el vello de sus brazos le llamaba la atención. ¿Sería tan suave al tacto como parecía? ¿Se parecería al del pecho?

– Tequila.

Ella se encogió de hombros fingiendo despreocupación.

– Es lo que él ha pedido.

– Me llamo Zee, preciosa. Y nada de ese brebaje aguado que nos suele dar Bear -le advirtió a Mac.

Mac la miró.

– ¿Estás segura?

– ¿Por qué no?

– ¿Has bebido tequila alguna vez?

Ella negó con la cabeza.

– Me lo imaginaba -replicó él, pero llenó dos vasos con un líquido color ámbar.

– ¿Quién es Bear? -preguntó Sam.

– El dueño del local -contestó Zee.

– ¿Es tu jefe?

– Él es el dueño y yo lo exploto -Mac dejó los dos vasos frente a ellos, un salero y un cuenco con rodajas de limón, y luego dejó la botella junto a Zee-. Tomáoslo con calma -añadió, antes de volverse para atender a unos clientes.

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